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Arya se imaginó a un bebé regordete y rosado en una cuna, cubierto de sanguijuelas regordetas y rosadas. Tendió a Lord Bolton un paño húmedo para que se limpiara aquella piel sin vello.

—Yo también voy a enviar una carta —dijo al otrora maestre.

—¿A Lady Walda?

—A Ser Helman Tallhart.

Hacía dos días había llegado un jinete de Ser Helman. Los hombres de Tallhart habían tomado el castillo de los Darry, aceptando la rendición de la guarnición Lannister tras un corto asedio.

—Dile que pase por la espada a los prisioneros y prenda fuego al castillo, por orden del rey. Luego, deberá unir sus fuerzas a las de Robett Glover y avanzar hacia el este para atacar Valle Oscuro. Son tierras ricas, y la guerra apenas las ha tocado. Ya va siendo hora de que la prueben. Glover ha perdido un castillo, y Tallhart un hijo. Dejemos que se venguen en Valle Oscuro.

—Prepararé el mensaje para que le pongáis el sello, mi señor.

Arya se alegró al enterarse de que iban a quemar el castillo de los Darry. Allí la habían llevado cuando la cogieron después de su pelea con Joffrey, y allí fue donde la reina había obligado a su padre a matar a la loba de Sansa. «Que lo quemen, se lo tiene bien merecido.» Pero también habría deseado que Robett Glover y Ser Helman Tallhart regresaran a Harrenhal; habían partido demasiado pronto, antes de que tuviera tiempo de decidir si podía confiarles su secreto.

—Hoy voy a salir de caza —anunció Roose Bolton mientras Qyburn lo ayudaba a ponerse un jubón guateado.

—¿Creéis que es seguro, mi señor? —preguntó Qyburn—. Hace sólo tres días que unos lobos atacaron a los hombres del septon Utt. Se metieron en su campamento, a menos de cinco metros de la hoguera, y mataron a dos caballos.

—Precisamente lo que pienso cazar son lobos. Aúllan tanto por las noches que casi no me dejan dormir. —Bolton se abrochó el cinturón y se colocó bien la espada y la daga—. Se dice que, en el pasado, los lobos huargos rondaban por el norte en manadas de más de cien animales, y no temían a los hombres ni a los mamuts. Pero eso fue hace mucho, y en otras tierras. Es extraño que los lobos comunes del sur se hayan vuelto tan atrevidos.

—En tiempos terribles como éstos surgen seres terribles, mi señor.

—¿Estos tiempos os parecen terribles, maestre? —Bolton mostró los dientes en un gesto que tal vez fuera una sonrisa.

—El verano ha terminado, y hay cuatro reyes en el reino.

—Puede que un rey sea terrible, pero… ¿cuatro? —Se encogió de hombros—. Nan, mi capa de pieles. —Ella se la llevó—. Cuando vuelva quiero encontrarme las habitaciones limpias y ordenadas —dijo mientras ella se la abrochaba—. Y encárgate de la carta de Lady Walda.

—Como ordenéis, mi señor.

El señor y el maestre salieron de la habitación sin molestarse siquiera en mirarla. Una vez se hubieron marchado, Arya cogió la carta y se la llevó a la chimenea, donde movió los leños con un atizador para avivar las llamas. Observó cómo el pergamino se retorcía, se ennegrecía y empezaba a arder.

«Si los Lannister les han hecho daño a Bran y a Rickon, Robb los matará a todos. No doblará la rodilla nunca, nunca, nunca. No les tiene miedo.»

Las cenizas rizadas flotaron chimenea arriba. Arya se acuclilló junto al fuego y las observó ascender a través de un velo de lágrimas ardientes. «Si es verdad que Invernalia ya no existe, ¿dónde está ahora mi hogar? ¿Sigo siendo Arya, o sólo Nan, la sirvienta, para siempre jamás?»

Las siguientes horas las dedicó a arreglar las habitaciones del señor. Barrió los juncos viejos que cubrían el suelo y echó otros frescos, de olor dulce; añadió troncos a la chimenea, cambió las sábanas y ahuecó el colchón de plumas, vació los orinales por el foso de la letrina y los limpió, llevó la ropa sucia a las lavanderas y subió de la cocina un cuenco de crujientes peras de otoño. Cuando terminó con el dormitorio, bajó medio tramo de escaleras para hacer lo mismo en la sala, una estancia sobria y llena de corrientes, tan grande como los salones de más de un castillo pequeño. Las velas estaban reducidas a cabos, de manera que Arya las cambió. Bajo las ventanas había una gran mesa de roble donde el señor escribía las cartas. Amontonó los libros, cambió las velas y ordenó las plumas, los tinteros y la cera para los sellos.

Sobre los papeles había una piel de cordero grande y gastada. Arya empezó a enrollarla, pero los colores le llamaron la atención: el azul de ríos y lagos, los puntos rojos donde había castillos y ciudades, el verde de los bosques… Así que la desenrolló del todo. Las tierras del Tridente, rezaba la ornamentada inscripción de la base del mapa. En el dibujo aparecía todo lo que había desde el Cuello hasta el río Aguasnegras.

«Aquí está Harrenhal, encima del lago grande —comprendió—, pero ¿dónde está Aguasdulces? —Entonces lo vio—. No está muy lejos…»

Cuando terminó, la tarde era todavía joven, de manera que Arya se dirigió hacia el bosque de dioses. Como copera de Lord Bolton, sus tareas eran más livianas de lo que lo habían sido a las órdenes de Weese o incluso de Ojorrojo, aunque también la obligaban a vestir como un paje y a lavarse más de lo que hubiera querido. La partida de caza tardaría varias horas en volver, así que aún le quedaba tiempo para su trabajo de aguja.

Lanzó mandobles y estocadas contra hojas de abedul hasta que la punta astillada de la escoba rota estuvo verde y pegajosa.

—Ser Gregor —jadeó—. Dunsen, Polliver, Raff el Dulce. —Giró, saltó y se mantuvo en equilibrio sobre la parte anterior de la planta del pie, mientras lanzaba estocadas a diestro y siniestro, y derribaba al vuelo las piñas que caían—. Cosquillas —iba recitando con cada golpe—. El Perro. Ser Ilyn, Ser Meryn, la reina Cersei. —El tronco de un roble se alzaba imponente ante ella, y lanzó una estocada directa—. Joffrey, Joffrey, Joffrey —rugió. La luz del sol proyectaba las sombras de las hojas sobre sus brazos y piernas. Cuando se detuvo, tenía la piel cubierta por una película de sudor. Se había despellejado el talón del pie derecho y lo tenía ensangrentado, de manera que tuvo que ir a la pata coja cuando se situó ante el árbol corazón y alzó su espada en gesto de saludo—. Valar morghulis —dijo a los antiguos dioses del norte.

Le gustaba cómo sonaba cuando lo decía en voz alta.

Al cruzar el patio en dirección a la casa de baños, Arya divisó un cuervo que descendía hacia las pajareras volando en círculos, y se preguntó de dónde vendría y qué mensaje traería.

«Puede que sea de Robb, y que diga que lo de Bran y Rickon no era verdad. —Se mordió un labio, esperanzada—. Si yo tuviera alas podría volar hasta Invernalia y así lo vería. Y si fuera verdad me iría volando lejos, más allá de la luna y de las estrellas, y vería todas las cosas de los cuentos de la Vieja Tata, los dragones y los monstruos marinos y el Titán de Braavos, y a lo mejor no volvía nunca, a no ser que me apeteciera.»

La partida de caza regresó casi al anochecer con nueve lobos muertos. Siete eran adultos, bestias de gran tamaño y pelaje entre castaño y gris, con colmillos largos y amarillentos que se veían en las fauces entreabiertas. Pero los otros dos no eran más que cachorros. Lord Bolton dio orden de que le hicieran una manta con las pieles.

—Los pequeños aún tienen la piel blanda, mi señor —le señaló uno de sus hombres—. Haceos un buen par de guantes calientes.

—Como nos recuerdan siempre los Stark, se acerca el invierno. —Bolton alzó la vista hacia los estandartes que ondeaban sobre las torres de la entrada—. Me parece bien. —En aquel momento vio a Arya, y la llamó—. Nan, quiero una jarra de vino caliente especiado, he cogido frío en los bosques. Asegúrate de que no me llegue frío. Esta noche prefiero cenar solo. Pan de cebada, mantequilla y jabalí.