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—Enseguida, mi señor. —Aquélla era siempre la mejor respuesta.

Cuando entró en la cocina, Pastel Caliente estaba preparando tortas de avena. Otros tres cocineros limpiaban pescado, mientras un pinche hacía girar sobre las llamas un espetón con un jabalí.

—Mi señor quiere la cena, con vino caliente especiado para pasarla —anunció Arya—, y que no le llegue frío.

Uno de los cocineros se lavó las manos, sacó una olla y la llenó de vino tinto, espeso y dulce. Le dijo a Pastel Caliente que fuera machacando las especias mientras el vino se calentaba. Arya intentó ayudarlo.

—Ya lo hago yo solo —replicó el muchacho hoscamente—. No hace falta que me enseñes a preparar vino especiado.

«Él también me odia, o me tiene miedo.» Retrocedió, más triste que enfadada. Cuando la comida estuvo lista, los cocineros la cubrieron con una tapa de plata, y envolvieron la jarra en un paño grueso para mantenerla caliente. Afuera ya estaba oscureciendo. En las murallas, los cuervos rondaban en torno a las cabezas como cortesanos en torno a un rey. Ante la puerta de la Pira Real había un guardia.

—Eso que llevas no será sopa de comadreja, ¿eh? —bromeó.

Al entrar vio a Roose Bolton sentado junto a la chimenea, leyendo un libro grueso encuadernado en piel.

—Enciende las velas —le ordenó mientras pasaba una página—. Esto está cada vez más oscuro.

Le dejó la comida a su lado, e hizo lo que le ordenaba, con lo que la estancia pronto estuvo llena de una luz trémula y aroma a clavo. Bolton pasó unas cuantas páginas más con el dedo, cerró el libro y, con mucho cuidado, lo depositó en el fuego. Las llamas que lo consumieron se reflejaban en sus ojos claros. La piel vieja y reseca se prendió de inmediato, y las páginas amarillentas se movían al arder, como si un fantasma las estuviera leyendo.

—Por esta noche ya no te voy a necesitar —dijo sin mirarla siquiera.

Tendría que haberse marchado silenciosa como un ratón, pero no pudo contenerse.

—Mi señor, cuando os marchéis de Harrenhal —dijo—, ¿me llevaréis con vos?

Se volvió para mirarla, con una expresión en los ojos como si la bandeja de la cena le hubiera hablado de repente.

—¿Te he dado permiso para hacerme preguntas, Nan?

—No, mi señor. —Bajó los ojos.

—Entonces no tendrías que haberme hablado, ¿verdad?

—No. Mi señor.

Por lo visto aquella situación divertía a Roose Bolton.

—Te voy a responder, sólo por esta vez. Cuando vuelva al norte tengo intención de dejar Harrenhal en manos de Lord Vargo. Tú te quedarás aquí, con él.

—Pero si yo… —empezó.

—No tengo por costumbre permitir que los criados cuestionen mis decisiones, Nan —la interrumpió—. ¿Qué quieres, que te haga arrancar la lengua?

—No, mi señor. —Arya sabía que era capaz de hacerlo, con tanta tranquilidad como otro espantaría a un perro.

—Entonces, ¿esto no se va a repetir?

—No, mi señor.

—De acuerdo, márchate. Por esta vez me olvidaré de tu insolencia.

Arya se marchó, pero no a la cama. Cuando salió a la oscuridad del patio, el guardia de la puerta la saludó con un gesto de la cabeza.

—Se aproxima una tormenta —dijo—. ¿No lo hueles en el aire?

El viento soplaba con fuerza, las llamas de las antorchas que brillaban en la cima de las murallas tras las hileras de cabezas formaban remolinos. De camino hacia el bosque de dioses pasó junto a la Torre Aullante, donde había vivido atemorizada por Weese. Desde la caída de Harrenhal, los Frey se la habían adjudicado. A través de una ventana le llegó el ruido de voces furiosas, varios hombres hablaban y discutían al mismo tiempo. Elmar estaba sentado en los escalones de la entrada, a solas.

—¿Qué pasa? —le preguntó Arya al ver que tenía las mejillas llenas de lágrimas.

—Mi princesa —sollozó—. Aenys dice que estamos deshonrados. Ha llegado un pájaro de Los Gemelos. Mi padre dice que me tendré que casar con otra, o meterme a septon.

«No hay por qué llorar por una princesa, qué tontería», pensó Arya.

—Puede que mis hermanos estén muertos —le confió.

—¿Y a quién le importan los hermanos de una criada? —le espetó Elmar lanzándole una mirada despectiva.

—Ojalá se muera tu princesa —dijo, controlándose para no darle un puñetazo, y echó a correr antes de que pudiera agarrarla.

En el bosque de dioses, recogió su escoba de donde la había dejado y fue con ella hasta el árbol corazón. Allí se arrodilló. Las hojas rojas crujían. Los ojos rojos escudriñaron en su interior. «Los ojos de los dioses.»

—Dioses, decidme qué tengo que hacer —rezó.

Durante un largo instante no se oyó más sonido que el del viento, el agua y el crujir de las ramas y las hojas. Y entonces, lejos, muy lejos, más allá del bosque de dioses, de las torres hechizadas y de las inmensas murallas de piedra de Harrenhal, en algún lugar del mundo exterior, sonó el aullido largo y solitario de un lobo. A Arya se le puso la carne de gallina, y se sintió momentáneamente mareada. Y entonces, muy tenue, le pareció oír la voz de su padre.

—Cuando cae la nieve y sopla el viento blanco, el lobo solitario muere pero la manada sobrevive —dijo.

—Pero es que ya no hay manada —susurró al arciano. Bran y Rickon estaban muertos, los Lannister tenían a Sansa y Jon se había ido al Muro—. Yo ni siquiera soy yo, ahora soy Nan.

—Eres Arya de Invernalia, hija del norte. Me dijiste que podías ser fuerte. Por tus venas corre la sangre del lobo.

—La sangre del lobo. —Arya lo recordó—. Puedo ser tan fuerte como Robb. Lo dije y lo haré.

Respiró hondo, cogió el palo de escoba con ambas manos, lo rompió contra la rodilla con un sonoro crujido y tiró a un lado los fragmentos.

«Soy una loba huargo, se acabó lo de tener dientes de madera.»

Aquella noche se tendió en su estrecho catre de paja que hacía que le picara la piel, y mientras aguardaba a que saliera la luna escuchó las voces de los vivos y los susurros y discusiones de los muertos. Eran los únicos en los que confiaba a aquellas alturas. Oía el sonido de su propia respiración, y también los aullidos de los lobos, que ya eran una gran manada.

«Están más cerca que el que oí en el bosque de dioses —pensó—. Me llaman.»

Por fin, salió de debajo de la manta, se puso una túnica a toda prisa, y bajó silenciosa por las escaleras, con los pies descalzos. Roose Bolton era un hombre precavido, y la entrada a la Pira Real estaba vigilada día y noche, de manera que tuvo que escabullirse por el ventanuco estrecho de un sótano. El patio estaba en silencio, el gran castillo envuelto en sueños hechizados. Arriba, el viento que cruzaba por la Torre Aullante entonaba un cántico fúnebre.

En la herrería, los fuegos estaban extinguidos y las puertas, cerradas y atrancadas. Se coló por una ventana, como ya había hecho una vez. Gendry compartía un colchón con otros dos aprendices de herreros. Arya se quedó un rato acuclillada en el altillo hasta que se le acostumbraron los ojos a la oscuridad, sólo entonces pudo estar segura de que Gendry era el que estaba en un extremo. Le puso una mano sobre la boca y le dio un pellizco. El muchacho abrió los ojos. No debía de tener el sueño muy profundo.

—Por favor —susurró Arya. Le quitó la mano de la boca e hizo una señal.

Durante un momento pareció que no la había entendido, pero luego salió de debajo de las mantas. Desnudo, cruzó la habitación de puntillas, se puso una túnica suelta de tejido basto, y salió tras ella por la ventana. El resto de los durmientes ni se movió.

—¿Qué quieres esta vez? —preguntó Gendry en un susurro con tono enfadado.