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—Una espada.

—Pulgarnegro las tiene bajo llave, te lo he dicho cien veces. ¿Es para Lord Sanguijuela?

—Es para mí. Rompe la cerradura con tu martillo.

—Sí, para que me rompan a mí la mano —gruñó—. O algo peor.

—Si escapas conmigo, no.

—Si te escapas, te atraparán y te matarán.

—Lo tuyo va a ser peor. Lord Bolton va a entregar Harrenhal a los Titiriteros Sangrientos, me lo ha dicho.

—Y a mí ¿qué? —Gendry se apartó de los ojos un mechón de pelo negro.

—Cuando Vargo Hoat sea el señor, va a cortar los pies a todos los sirvientes para que ninguno escape. —Arya lo miraba a los ojos, sin miedo—. Y a los herreros también.

—Eso no son más que cuentos —replicó despectivamente.

—No, es cierto. Se lo he oído decir a Lord Vargo —mintió—. Le va a cortar un pie a todo el mundo. El izquierdo. Ve a la cocina y despierta a Pastel Caliente, hará lo que le digas. Vamos a necesitar pan, o tortas, o algo. Tú consigue espadas, de los caballos me encargo yo. Nos reuniremos al lado de la poterna de la muralla este, detrás de la Torre de los Fantasmas. Por allí no va nadie nunca.

—Conozco esa puerta. Está vigilada, igual que todas las demás.

—¿Y qué? Tú no te olvides de las espadas.

—No he dicho que vaya a ir.

—No. Pero si vienes, no te olvides de las espadas.

—Bueno —dijo al final el chico con el ceño fruncido—. Supongo que no las olvidaré.

Arya volvió a entrar en la Pira Real por el mismo camino por donde había salido, y subió por la escalera de caracol sin dejar de escuchar por si oía pisadas. Una vez en su celda se desnudó y volvió a vestirse con mucho cuidado, con dos capas de ropa interior, medias abrigadas y su túnica más limpia. Era el uniforme que llevaba el servicio de Lord Bolton, con su emblema bordado en el pecho, el hombre desollado. Se ató los zapatos, se echó una capa de lana sobre los flacos hombros y se la anudó al cuello. Silenciosa como una sombra, inició de nuevo el descenso. Junto a la puerta de la sala de su señor, se detuvo a escuchar, y al no oír más que silencio la abrió con cautela.

El mapa de piel de cordero estaba encima de la mesa, al lado de los restos de la cena de Lord Bolton. Lo enrolló bien y se lo puso bajo el cinturón. También había dejado la daga sobre la mesa, y se apoderó de ella por si Gendry se acobardaba.

Cuando entró en los oscuros establos, un caballo relinchó suavemente. Los mozos de cuadras estaban todos dormidos. Dio una patadita a uno, que se sentó, adormilado.

—¿Eh? ¿Qué pasa?

—Lord Bolton necesita tres caballos, ensillados y con bridas.

—¿Cómo? —El chico se puso en pie y se sacudió la paja del pelo—. ¿A estas horas? ¿Tres caballos? —Parpadeó al ver el emblema bordado en su túnica—. ¿Para qué quiere caballos si está todo oscuro?

—Lord Bolton no tiene por costumbre permitir que los criados cuestionen sus decisiones. —Se cruzó de brazos. El mozo de cuadras seguía mirando el hombre desollado. Sabía qué significaba.

—¿Y quiere tres?

—Uno, dos, tres. Caballos de caza. Rápidos y de paso seguro.

Arya lo ayudó con las sillas y las riendas para que no tuviera que despertar a ninguno de los otros. Le habría gustado pensar que no lo iban a castigar, pero sabía que probablemente sí.

Lo peor fue cruzar el castillo con los caballos. Siempre que podía se mantenía a la sombra del muro exterior, de manera que los centinelas que hacían las rondas por las murallas tuvieran que mirar casi en vertical para verla. «¿Y qué pasa si me ven? Soy la copera de mi señor.» Era una noche otoñal fría y húmeda. Las nubes que llegaban del oeste ocultaban las estrellas, y la Torre Aullante sollozaba quejumbrosa con cada ráfaga de viento. «Huele a lluvia.» Arya no habría sabido decir si eso sería bueno o malo para su huida.

Nadie la vio, y ella tampoco vio a nadie, aparte de un gato gris y blanco que caminaba por la cima del muro del bosque de dioses. Se detuvo y bufó a Arya, con lo que despertó recuerdos de la Fortaleza Roja, de su padre y de Syrio Forel.

—Si quisiera podría atraparte —dijo en voz baja—, pero me tengo que ir, gato.

El gato bufó de nuevo y se marchó corriendo.

La Torre de los Fantasmas era la más ruinosa de los cinco inmensos torreones de Harrenhal. Se alzaba oscura y desolada contra los restos de un sept derrumbado, donde desde hacía más de trescientos años no rezaban más que las ratas. Allí fue donde esperó por si acudían Gendry y Pastel Caliente. La espera se le hizo eterna. Los caballos mordisqueaban las hierbas que crecían entre las piedras caídas, mientras las nubes engullían las últimas estrellas. Solamente para tener las manos ocupadas en algo, Arya sacó la daga y la afiló, con pasadas largas y suaves, tal como la había enseñado Syrio. Aquel sonido la tranquilizaba.

Los oyó acercarse mucho antes de verlos. Pastel Caliente respiraba jadeante, y en un momento dado tropezó en la oscuridad, se arañó la espinilla y soltó un taco tan alto como para despertar a medio Harrenhal. Gendry era más silencioso, pero las espadas que llevaba tintineaban cuando se movía.

—Estoy aquí. —Se levantó—. Id en silencio, que os van a oír.

Los muchachos se dirigieron hacia ella por encima de las piedras caídas. Advirtió que Gendry llevaba bajo la capa una cota de malla bien engrasada, y el martillo de herrero colgado a la espalda. El rostro redondo de Pastel Caliente la miró desde debajo de la capucha. Llevaba un saco de pan en la mano derecha, y un gran queso bajo el brazo izquierdo.

—En esa poterna hay un guardia —dijo Gendry en voz baja—. Ya te lo dije.

—Quedaos con los caballos —dijo Arya—. Voy a librarme de él. Cuando os llame, venid enseguida.

Gendry asintió.

—Cuando quieras que vayamos, ulula como un búho.

—No soy un búho —replicó Arya—. Soy un lobo. Aullaré.

Avanzó ella sola por la sombra de la Torre de los Fantasmas. Caminaba deprisa para que no la alcanzara su miedo, y sentía como si a su lado caminara Syrio Forel, y Yoren, y Jaqen H’ghar, y Jon Nieve. No había cogido la espada que le había llevado Gendry, aún no era el momento. Para aquello, la daga era mucho mejor. Era un arma buena, muy afilada. Aquella poterna era la más pequeña de las puertas de Harrenhal, estrecha, de roble grueso, tachonada con clavos de hierro, situada en un ángulo de la muralla bajo una torre defensiva. Sólo la vigilaba un hombre, pero ella sabía que arriba habría centinelas, y también patrullas en los muros. Pasara lo que pasara debía ser silenciosa como una sombra. «No puedo dejar que dé la alarma.» Habían empezado a caer unas gotas dispersas de lluvia. Notó que una le caía en la frente y se le deslizaba poco a poco por la nariz.

No hizo el menor esfuerzo por ocultarse, sino que se acercó al guardia abiertamente, como si el propio Lord Bolton la hubiera enviado. El hombre la miró acercarse con curiosidad, ¿qué llevaría allí a un paje a aquellas horas de la noche? Cuando estuvo más cerca, Arya vio que era un norteño, muy alto y delgado, arrebujado en una desastrada capa de pieles. Mala cosa. Habría podido engañar a un Frey o a uno de la Compañía Audaz, pero los hombres de Fuerte Terror habían servido a Roose Bolton toda la vida, y lo conocían mejor que ella.

«Si le digo que soy Arya Stark y le ordeno que se aparte…» No, no se atrevería. Era un norteño, pero no era de Invernalia, era leal a Roose Bolton.

Al llegar junto a él se echó la capa hacia atrás para que viera el hombre desollado que llevaba en el pecho.

—Me envía Lord Bolton.

—¿A estas horas? ¿Para qué?

Vio el brillo del acero debajo de las pieles. No sabía si tendría fuerza suficiente para clavar la daga a través de una cota de malla.

«En la garganta, tiene que ser en la garganta, pero es muy alto, no llego.» Por un momento no supo qué decir. Por un momento volvía a ser una niñita asustada, y la lluvia que le caía por el rostro tenía sabor a lágrimas.