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—Me ha dicho que entregue a cada uno de sus guardias una moneda de plata como premio por sus servicios. —Las palabras le habían nacido de la nada.

—De plata, ¿eh? —No la creía, pero quería creerla; al fin y al cabo, la plata era plata—. Venga, dámela.

Se metió la mano bajo la túnica y sacó la moneda que le había dado Jaqen. En la oscuridad, el hierro podría pasar por plata deslustrada. Se la tendió… y dejó que se le cayera de entre los dedos.

El guardia masculló una maldición, y se arrodilló para buscar la moneda en el barro, con lo que su cuello quedó justo ante ella. Arya sacó la daga y le cortó la garganta, suave como la seda de verano. La sangre del hombre le cubrió las manos como un manantial caliente. Trató de gritar, pero también tenía la boca llena de sangre.

Valar morghulis —susurró mientras moría.

Cuando quedó inmóvil, Arya recogió la moneda. Más allá de las murallas de Harrenhal, un lobo empezó a aullar, cada vez más fuerte. Arya levantó la tranca, la apartó y empujó la puerta para abrirla. Cuando Pastel Caliente y Gendry llegaron con los caballos la lluvia era ya torrencial.

—¡Lo has matado! —se atragantó Pastel Caliente.

—¿Y qué pensabas que iba a hacer?

Tenía los dedos pegajosos de sangre, y el olor ponía nerviosa a su yegua. «No importa —pensó al tiempo que montaba—. La lluvia me limpiará.»

SANSA

El salón del trono era un mar de joyas, pieles y tejidos de colores brillantes. Las damas y los señores se aglomeraban en el fondo de la estancia, de pie bajo los altos ventanales, y se empujaban como pescaderas en un muelle.

Los cortesanos de Joffrey rivalizaban entre ellos aquel día. Jalabhar Xho vestía de plumas de los pies a la cabeza, con un traje tan fantástico y extravagante que parecía que iba a levantar el vuelo de un momento a otro. La corona de cristal del Septon Supremo irradiaba rayos de todos los colores del arco iris cada vez que movía la cabeza. En la mesa del Consejo, la reina Cersei estaba deslumbrante con una túnica de hilo de oro y terciopelo color vino, mientras que Varys, a su lado, se movía con afectación vestido de brocado color lila. El Chico Luna y Ser Dontos llevaban trajes de bufón nuevos, limpios como una mañana de primavera. Hasta Lady Tanda y sus hijas estaban hermosas, con túnicas iguales de seda turquesa y armiño, y Lord Gyles, al toser, se llevaba a la boca un cuadrado de seda escarlata ribeteado en encaje dorado. Por encima de todos ellos estaba el rey Joffrey, sentado entre las púas y filos del Trono de Hierro. Vestía ropas de brocado escarlata, con un manto negro tachonado de rubíes y la pesada corona de oro en la cabeza.

Sansa tuvo que abrirse paso entre la multitud de caballeros, escuderos y ciudadanos adinerados para llegar a la parte delantera de la galería justo en el momento en que el clamor de las trompetas anunciaba la entrada de Lord Tywin Lannister.

Recorrió toda la sala a lomos de su corcel de batalla y desmontó ante el Trono de Hierro. Sansa jamás había visto una armadura semejante, toda de acero rojo bruñido, con incrustaciones de oro en forma de volutas. Los ristres tenían forma de soles, los ojos del león rugiente que le coronaba el casco eran rubíes, y en cada hombro un broche en forma de leona sujetaba una capa de hilo de oro tan larga y pesada que cubría los cuartos traseros de su montura. Hasta la armadura del caballo estaba chapada en oro, con petral de brillante seda escarlata en la que se veía el león de los Lannister.

El señor de Roca Casterly resultaba tan impresionante que fue todo un sobresalto cuando su caballo soltó un cagajón justo al pie del trono. Joffrey tuvo que dar un rodeo cuando bajó para abrazar a su abuelo y proclamarlo Salvador de la Ciudad. Sansa se tapó la boca para ocultar una risita nerviosa.

Joff, ostentosamente, pidió a su abuelo que asumiera el gobierno del reino, y Lord Tywin aceptó con solemnidad la responsabilidad «hasta la mayoría de edad de Vuestra Alteza». A continuación los escuderos le quitaron la armadura, y Joff le puso en torno al cuello la cadena que simbolizaba el cargo de la Mano. Lord Tywin ocupó un asiento en la mesa del Consejo, junto a la reina. Se llevaron el corcel y limpiaron su tributo, y sólo entonces hizo Cersei una señal para que la ceremonia continuase.

Una fanfarria de trompetas de bronce recibió a cada uno de los héroes a medida que entraban por las grandes puertas de roble. Los heraldos anunciaban su nombre y sus hazañas para que todos las supieran, y los nobles caballeros y las damas de alta cuna los aclamaban con tanto entusiasmo como vulgares canallas en una pelea de gallos. El lugar de honor fue para Mace Tyrell, el señor de Altojardín, un hombre otrora poderoso que había ganado demasiado peso, aunque seguía siendo atractivo; lo siguieron sus hijos, Ser Loras y su hermano mayor, Ser Garlan el Galante. Los tres vestían igual, de terciopelo verde ribeteado con marta cibelina.

Una vez más, el rey bajó del trono para recibirlos, lo que era un gran honor. Les puso al cuello a cada uno una cadena de rosas labradas en oro amarillo, de las que colgaban discos de oro con el león de los Lannister destacado en rubíes.

—Las rosas sostienen al león, así como el poder de Altojardín sostiene el reino —proclamó Joffrey—. Pedidme la dádiva que deseéis, y será vuestra.

«Ahora viene», pensó Sansa.

—Alteza —dijo Ser Loras—, os suplico el honor de servir en vuestra Guardia Real, para defenderos de vuestros enemigos.

Joffrey ayudó al Caballero de las Flores a ponerse en pie, y le dio un beso en la mejilla.

—Concedido, hermano.

Lord Tyrell inclinó la cabeza.

—No hay mayor placer que servir a Su Alteza Real. Si me consideráis digno de formar parte de vuestro Consejo, no tendréis aliado más sincero y leal.

Joff puso una mano en el hombro de Lord Tyrell y, cuando se alzó, le dio un beso.

—Os concedo vuestro deseo.

Ser Garlan Tyrell, cinco años mayor que Ser Loras, era muy parecido a su famoso hermano pequeño, aunque más alto y barbudo. Tenía el pecho más poderoso y los hombros más anchos, y aunque su rostro era atractivo, carecía de la sorprendente belleza de Ser Loras.

—Alteza —dijo Garlan cuando el rey se acercó a él—, tengo una hermana doncella, Margaery, la delicia de nuestra Casa. Como ya sabéis, se casó con Renly Baratheon, pero Lord Renly fue a la guerra antes de que el matrimonio pudiera consumarse, así que sigue siendo inocente. Margaery ha oído hablar de vuestra sabiduría, valor y caballerosidad, y os ha llegado a amar desde lejos. Os imploro que enviéis a buscarla y la toméis en matrimonio, y que así nuestras casas queden unidas para siempre.

—Ser Garlan —dijo el rey Joffrey fingiendo sorprenderse—, la belleza de vuestra hermana es legendaria en los Siete Reinos, pero estoy prometido a otra. Y un rey debe mantener su palabra.

La reina Cersei se levantó en medio del susurro de sus faldas.

—Alteza, según el criterio de vuestro Consejo Privado, no sería apropiado ni inteligente que os casarais con la hija de un hombre decapitado por traición, con una muchacha cuyo hermano sigue ahora mismo en rebelión y alzado en armas contra el trono. Señor, vuestros consejeros os suplican que, por el bien del reino, olvidéis a Sansa Stark. Lady Margaery será una reina mucho más apropiada.

—¡Margaery! —exclamaban las damas y los señores lanzando gritos de placer todos a la vez, como una manada de perros adiestrados—. ¡Traednos a Margaery! ¡No queremos reinas traidoras! ¡Tyrell! ¡Tyrell!

Joffrey alzó una mano.

—Madre, me gustaría acceder a los deseos de mi pueblo, pero hice un juramento sagrado.

—Alteza, los dioses tienen por sagrados los juramentos —intervino el Septon Supremo dando un paso adelante—; pero vuestro padre, el rey Robert, bendito sea su recuerdo, hizo este pacto antes de que se conociera la falsedad de los Stark de Invernalia. Sus crímenes contra el reino os han liberado de cualquier promesa que hicierais. En lo que respecta a la Fe, no hay ningún contrato matrimonial entre vos y Sansa Stark.