Выбрать главу

«A menos que los obliguen. A menos que mi hermano, mi tío y mi abuelo caigan derrotados y los maten. —La sola idea puso nerviosa a Sansa, pero se dijo a sí misma que no fuera tonta—. Robb los ha derrotado en todas las batallas. Si hace falta derrotará también a Lord Baelish.»

Aquel día fueron armados más de seiscientos caballeros nuevos. Habían velado en el Gran Sept de Baelor toda la noche, y por la mañana cruzaron la ciudad descalzos para demostrar que sus corazones eran humildes. Una vez en la sala del trono se adelantaron con sus túnicas de algodón sin teñir, para que los miembros de la Guardia Real los fueran armando caballeros. Fue una ceremonia larga, ya que sólo había allí tres Hermanos de la Espada Blanca. Mandon Moore había caído en la batalla, el Perro había desaparecido, Aerys Oakheart estaba en Dorne con la princesa Myrcella y Jaime Lannister era prisionero de Robb, de manera que la Guardia Real se reducía a Balon Swann, Meryn Trant y Osmund Kettleblack. Una vez armados caballeros los hombres se levantaban, se ceñían el cinturón de la espada y se situaban bajo los ventanales. Algunos tenían los pies ensangrentados por las piedras de la ciudad, pero a Sansa le pareció que todos adoptaban posturas muy erguidas y orgullosas.

La ceremonia fue larga, y cuando terminó los asistentes se mostraban ya inquietos, Joffrey más que ninguno. Algunos de los que la veían desde la galería se habían escabullido con discreción, pero los nobles de la parte baja estaban atrapados, no podían salir sin el permiso del rey. A juzgar por cómo se movía en el Trono de Hierro, Joff lo habría concedido de buena gana, pero aún quedaba mucho trabajo por delante. Porque en aquel momento cambiaba la perspectiva, y los que entraban eran los prisioneros.

También en ese grupo había grandes señores y nobles caballeros: el anciano y avinagrado Lord Celtigar, el Cangrejo Rojo; Ser Bonifer el Bueno; Lord Estermont, aún más viejo que Celtigar; Lord Varner, que atravesó la sala cojeando con una rodilla destrozada, pero se había negado a aceptar ayuda; Ser Mark Mullendore, con el rostro ceniciento y el brazo izquierdo amputado a la altura del codo; el fiero Red Ronnet de Nido del Grifo; Ser Dermot de La Selva; Lord Willum y sus hijos, Josua y Elyas; Ser Jon Fossoway; Ser Timon el Rascaespadas; Aurane, el bastardo de Marcaderiva; Lord Staedmon, también llamado el Codicioso; y cientos de hombres más.

Los que habían cambiado de bando durante la batalla sólo tuvieron que jurar lealtad a Joffrey, pero aquellos que habían luchado por Stannis hasta el final fueron obligados a hablar. Lo que dijeran decidiría su destino. Si suplicaban perdón por su traición y prometían servir con lealtad en adelante, Joffrey les daba la bienvenida a la paz del rey, y les devolvía todas sus tierras y derechos. Pero unos cuantos siguieron desafiantes.

—No creas que esto ha terminado, chico —le advirtió uno, el bastardo de alguno de los Florent—. El Señor de la Luz protege al rey Stannis, ahora y siempre. Cuando llegue su hora, ni todas tus espadas ni todos tus planes te salvarán.

—Pero tu hora ha llegado ya. —Joffrey hizo una señal a Ilyn Payne para que le cortara la cabeza.

—¡Stannis es el rey legítimo! —gritó adelantándose un caballero de semblante solemne, con el corazón llameante en la pechera del jubón, apenas habían retirado el cadáver—. ¡En el Trono de Hierro se sienta una abominación, un monstruo nacido del incesto!

—¡Silencio! —chilló Ser Kevan Lannister.

—¡Joffrey es el gusano negro que está devorando el corazón del reino! —gritó el caballero, alzando aún más la voz—. ¡Su padre fue la oscuridad, y su madre, la muerte! ¡Destruidlo antes de que os corrompa a todos! ¡Destruidlos a todos, a la reina puta y al rey gusano, al enano cruel y a la araña susurrante, las flores falsas! ¡Salvaos! —Uno de los capas doradas derribó al hombre, pero éste siguió gritando—. ¡El fuego arrasador va a llegar! ¡El rey Stannis volverá!

—¡El rey soy yo y nadie más que yo! —exclamó Joffrey poniéndose en pie de un salto—. ¡Matadlo! ¡Matadlo ahora mismo! ¡Os lo ordeno! —Dio un puñetazo, un gesto airado, furioso… y lanzó un chillido de dolor, porque había rozado uno de los agudos colmillos metálicos del trono. El brocado escarlata de la manga se tornó de un rojo más oscuro cuando la sangre lo empapó—. ¡Mamá! —aulló.

Mientras todos miraban al rey, el hombre del suelo consiguió arrancarle la lanza de las manos a uno de los capas doradas, y se ayudó de ella para volver a ponerse en pie.

—¡El trono lo rechaza! —gritó—. ¡No es el rey!

Cersei corrió hacia el trono, pero Lord Tywin permaneció inmóvil como si fuera de piedra. Sólo tuvo que mover un dedo para que Ser Meryn Trant se adelantara con la espada desenvainada. El final fue rápido y brutal. Los capas doradas agarraron al caballero por los brazos.

—¡No es el rey! —gritó de nuevo justo antes de que Ser Meryn le atravesara el pecho con la espada larga.

Joff se derrumbó en brazos de su madre. Tres maestres se acercaron corriendo y lo sacaron por la puerta del rey. Todo el mundo empezó a hablar a la vez. Los capas doradas se llevaron al muerto a rastras, dejando un reguero de sangre en el suelo de piedra. Lord Baelish se acariciaba la barbita mientras Varys le susurraba algo al oído. «¿Nos darán permiso para retirarnos ya?», se preguntó Sansa. Aún aguardaba un grupo de cautivos, para jurar lealtad o para gritar maldiciones e insultos, quién sabía.

—Prosigamos —dijo Lord Tywin poniéndose en pie con una voz alta y clara que cortó en seco los murmullos—. Los que quieran pedir perdón por sus traiciones, que lo hagan. No vamos a tolerar más estupideces. —Se acercó al Trono de Hierro y se sentó en uno de los peldaños, a menos de un metro del suelo.

Cuando terminó la sesión, entraba muy poca luz por las ventanas. Sansa tenía las piernas doloridas de agotamiento en el momento en que bajó de la galería. Se preguntaba si el corte de Joffrey sería muy grave. «Se dice que el Trono de Hierro es cruel y peligroso para los que no deben sentarse en él.»

Una vez a salvo en sus habitaciones se abrazó a una almohada y enterró la cara en ella para ahogar un grito de alegría. «Dioses, dioses, me ha rechazado delante de todo el mundo.» Estuvo a punto de dar un beso a la criada que le llevó la cena. Consistía en pan caliente y mantequilla recién batida, guiso de buey, capón con zanahorias y melocotones con miel.

«Hasta la comida sabe mejor», pensó.

Al oscurecer, se puso una capa y se dirigió hacia el bosque de dioses. Ser Osmund Kettleblack, embutido en su armadura blanca, vigilaba el puente levadizo. Sansa intentó que la voz con la que le dio las buenas noches sonara triste. Por la mirada que le dirigió el hombre, supuso que no había resultado muy convincente.

Dontos aguardaba entre el follaje, a la luz de la luna.

—¿A qué viene esa cara tan triste? —le preguntó Sansa con alegría—. Estabais allí, ¿no? ¿No os habéis enterado? Joff me ha rechazado, ha terminado conmigo, va a…

—Oh, Jonquil, mi pobre Jonquil, no lo comprendéis —dijo tomándola de la mano—. ¿Que ha terminado con vos? No ha hecho más que empezar.

—¿Qué queréis decir? —A Sansa se le encogió el corazón.

—La reina no os liberará jamás, sois un rehén demasiado valioso. En cuanto a Joffrey… sigue siendo el rey, hermosa mía. Si quiere llevaros a su cama, lo hará, sólo que ahora lo que sembrará en vuestro vientre serán bastardos, no hijos legítimos.

—No —respondió Sansa, conmocionada—. Me ha rechazado, ha dicho…

—Sed valiente. —Ser Dontos le dio un beso baboso en la oreja—. Os juré que os llevaría a casa, y ahora puedo hacerlo. Ya he elegido el día.

—¿Cuándo? —preguntó Sansa—. ¿Cuándo nos marcharemos?