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—La noche de la boda de Joffrey. Después del banquete. Ya he hecho todos los preparativos necesarios. El Torreón Rojo estará lleno de desconocidos. La mitad de los cortesanos estarán borrachos, y la otra mitad ayudando a Joffrey a acostarse con su esposa. Durante un tiempo se olvidarán de vos, y la confusión será nuestra aliada.

—El matrimonio no se celebrará hasta dentro de una luna. Margaery Tyrell está en Altojardín, acaban de enviar a buscarla.

—Habéis esperado mucho, sed paciente un poco más. Tomad, tengo algo para vos. —Ser Dontos rebuscó en su bolsa y sacó una red plateada, que se le enredó entre los gruesos dedos.

Era una redecilla para el pelo, de plata finísima, con las hebras tan delicadas que no parecía pesar más que una brisa de aire cuando Sansa la cogió entre sus manos. Allí donde se cruzaban dos hebras había una gema diminuta, todas tan oscuras que era como si se bebieran la luz de la luna.

—¿Qué piedras son?

—Amatistas negras de Asshai. De las más raras que existen; a la luz del día son de color púrpura oscuro.

—Es preciosa —dijo Sansa. «Pero lo que necesito es un barco, no una redecilla para el pelo», pensaba.

—Más preciosa de lo que imagináis, dulce niña. Es mágica. Lo que tenéis entre las manos es justicia. Es venganza por vuestro padre. —Dontos se inclinó más hacia ella y la volvió a besar—. Es el camino a casa.

THEON

El maestre Luwin fue a verlo tras enviar a los primeros exploradores al otro lado de las murallas.

—Mi señor príncipe, debéis rendiros —dijo.

Theon echó una mirada a la bandeja de tortas de avena, miel y morcillas que le habían traído para desayunar. Otra noche de insomnio le había dejado destrozados los nervios, y la vista de los alimentos era suficiente para revolverle las tripas.

—¿Mi tío no ha respondido?

—No —dijo el maestre—. Tampoco ha respondido vuestro padre en Pyke.

—Manda más pájaros.

—No servirá de nada. Cuando los pájaros lleguen…

—¡Mándalos! —ordenó y con un movimiento del brazo tiró a un lado la bandeja de comida, apartó las mantas y se levantó de la cama de Ned Stark, desnudo y enojado—. ¿O quieres verme muerto? ¿Es eso, Luwin? Dime la verdad ahora mismo.

—Mi orden sirve. —El hombrecillo gris no dio señales de temor.

—Sí, pero ¿a quién?

—Al reino —dijo el maestre Luwin—, y a Invernalia. Theon, en una época os enseñé los números y las letras, la historia y el arte de la guerra. Y si hubierais querido aprender más, os habría enseñado más cosas. No diré que sienta un gran amor por vos, pero tampoco puedo odiaros. Incluso si así fuera, mientras seáis el señor de Invernalia, mi juramento me obliga a ser vuestro consejero. Por lo tanto, ahora os aconsejo que os rindáis.

Theon se inclinó para recoger del suelo la capa arrugada, la sacudió de juncos y se la echó por encima de los hombros.

«La chimenea, quiero la chimenea encendida, quiero fuego y ropa limpia. ¿Dónde está Wex? No iré a la tumba vestido con ropa sucia.»

—No tenéis ninguna posibilidad de manteneros aquí —prosiguió el maestre—. Si vuestro señor padre hubiera tenido la intención de mandaros ayuda, ya lo habría hecho. Lo que lo preocupa es el Cuello. La batalla por el norte se librará entre las ruinas de Foso Cailin.

—Puede que sí —dijo Theon—. Y mientras yo conserve Invernalia, los señores vasallos de Ser Rodrik y Stark no pueden marchar hacia el sur para atacar a mi tío por la retaguardia. —«No soy tan ignorante en lo relativo a la guerra como crees, anciano»—. Tengo comida suficiente para resistir un año de asedio, si fuera necesario.

—No habrá asedio. Quizá pasen uno o dos días armando escaleras y atando arpeos a las cuerdas. Pero en muy poco tiempo treparán por vuestras murallas por cien sitios a la vez. Quizá podáis defender un tiempo el torreón principal, pero el castillo caerá en menos de una hora. Lo mejor sería que abrierais las puertas y pidierais…

—¿Clemencia? Ya sé qué tipo de clemencia guardan para mí.

—Hay una posibilidad.

—Soy hijo del hierro —le recordó Theon—. Las posibilidades me las labro yo. ¿Qué opciones me han dejado? No, no me respondas, ya he oído demasiados consejos tuyos. Ve y manda esos pájaros, como te he ordenado, y dile a Lorren que quiero verlo. Y también a Wex. Quiero que limpien bien mi cota de malla, y que la guarnición forme en el patio.

Por un instante pensó que el maestre lo iba a desafiar. Pero finalmente Luwin, muy tieso, hizo una reverencia.

—Como ordenéis, señor.

El grupo era ridículamente reducido, los hombres del hierro eran pocos, y el patio muy grande.

—Tendremos encima a los norteños antes de que caiga la noche —les dijo—. Ser Rodrik Cassel y todos los señores que han acudido a su llamada. No huiré de ellos. He tomado este castillo y tengo la intención de defenderlo, de vivir o morir como príncipe de Invernalia. Pero no voy a ordenar a ningún hombre que muera por mí. Si os vais ahora, antes de que las fuerzas principales de Ser Rodrik caigan sobre nosotros, todavía tendréis una oportunidad de ser libres. —Desenvainó su espada larga y trazó una línea en el fango—. Los que se queden a combatir, que den un paso al frente.

Nadie dijo nada. Los hombres se mantenían allí de pie, con sus cotas, sus pieles, sus corazas de cuero endurecido, inmóviles como si los hubieran esculpido en piedra. Unos pocos intercambiaron miradas. Urzen levantó y volvió a apoyar los pies alternativamente. Dykk Harlaw carraspeó y escupió. Una leve brisa hizo oscilar los largos cabellos de Endehar.

Theon se sintió como si se estuviera ahogando. «¿Por qué me sorprendo?», pensó, sombrío. Su padre lo había abandonado, sus tíos, su hermana, hasta Hediondo, aquella criatura vil. ¿Por qué sus hombres iban a mostrar más lealtad? No había nada que hacer, nada que decir. Sólo podía permanecer allí, bajo las grandes paredes grises y el duro cielo blanquecino, con la espada en la mano, esperando, esperando…

El primero en cruzar la línea fue Wex. Tres pasos rápidos y quedó de pie junto a Theon, con aspecto desgarbado. Avergonzado por el chico, Lorren el Negro lo siguió, con el ceño fruncido.

—¿Quién más? —preguntó.

Rolfe el Rojo se adelantó. Kromm. Werlag. Tymor y sus hermanos. Ulf el Enfermo. Harrag el Robaovejas. Cuatro Harlaw y dos Botley. El último fue Kenned el Cachalote. Diecisiete en total.

Urzen estaba entre los que no se habían movido, así como Stygg y todos los hombres que Asha había traído de Bosquespeso.

—Marchaos entonces —les dijo Theon—. Huid con mi hermana. Ella os dará una cálida bienvenida a todos. No tengo la menor duda.

Stygg tuvo al menos la decencia de parecer avergonzado. Los demás echaron a andar sin pronunciar una palabra. Theon se volvió a los diecisiete que permanecían allí.

—Volved a las murallas. Si los dioses se compadecen de nosotros, me acordaré de cada uno de vosotros.

Lorren el Negro se quedó cuando los demás marcharon.

—Tan pronto comience la batalla, los del castillo se volverán contra nosotros.

—Lo sé. ¿Qué quieres que haga?

—Que los eliminéis —dijo Lorren—. A todos.

Theon hizo un gesto de asentimiento.

—¿Está lista la horca?

—Lo está. ¿Vais a utilizarla?

—¿Se os ocurre algo mejor?

—Sí. Puedo coger mi pica y ponerme en ese puente levadizo. Que vengan a por mí. De uno en uno, dos, tres a la vez, no tiene importancia. Mientras me quede un aliento, ninguno cruzará el foso.

«Quiere morir —pensó Theon—. No quiere una victoria, sino un final digno de una canción.»

—Lo de la horca es mejor.

—Como ordenéis —replicó Lorren, con la mirada cargada de desprecio.