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—Sacad de aquí a los Frey —gritaba el bastardo mientras las llamas se elevaban al cielo—, y quemad el resto. Quemadlo, quemadlo todo.

Lo último que vio Theon Greyjoy fue a Sonrisas, que había escapado a coces de los establos incendiados con las crines en llamas, relinchando, encabritado…

TYRION

Soñaba con un techo de piedra agrietado y con el olor de la sangre, la mierda y la carne quemada. El aire estaba lleno de un humo acre. Alrededor de él había hombres gimiendo y sollozando, y de cuando en cuando un grito rasgaba el aire, rebosante de dolor. Cuando intentó moverse, descubrió que se había ensuciado en el lecho. El humo lo hacía llorar. «¿Estoy llorando?» No podía dejar que su padre lo viera. Él era un Lannister, de Roca Casterly. «Un león, debo ser un león, vivir como un león, morir como un león.» Pero estaba muy malherido. Yacía sobre sus propios excrementos, demasiado débil para gemir, y cerró los ojos. En las cercanías, alguien maldecía a los dioses con una voz profunda, monótona. Prestó atención a las blasfemias y se preguntó si se estaba muriendo. Al rato, la habitación se desvaneció.

Se halló fuera de la ciudad, caminando por un mundo sin color. Los cuervos planeaban en un cielo gris con sus anchas alas negras, mientras otras aves carroñeras se levantaban de sus festines en furiosas bandadas cada vez que daba un paso. Gusanos blancos se abrían camino a través de la oscuridad de los cuerpos en descomposición. Los lobos eran grises, y grises también eran las hermanas silenciosas; juntos, descarnaban a los caídos. Había cadáveres esparcidos por doquier en el campo de justas. El cielo era una ardiente moneda blanca, que brillaba sobre el río gris que fluía en torno a las osamentas calcinadas de naves hundidas. Desde las piras de muertos subían negras columnas de humo y cenizas blancas y calientes.

«Mi obra —pensó Tyrion Lannister—. Perecieron por orden mía.» Al principio, no había sonido en el mundo, pero después de un tiempo comenzó a oír las voces de los muertos, quedas y terribles. Sollozaban y gemían, imploraban que terminara el dolor, lloraban pidiendo ayuda y querían ver a sus madres. Tyrion no había llegado a conocer a su madre. Quería a Shae, pero ella no estaba allí. Caminó solo, entre sombras grises, intentando recordar…

Las hermanas silenciosas despojaban a los muertos de sus armaduras y ropas. Los colores brillantes de los jubones de los muertos se habían desvanecido; vestían tonos de blanco y gris, y su sangre era negra y costrosa. Contempló cómo levantaban los cuerpos desnudos agarrándolos por un brazo y una pierna, para llevarlos a las piras junto con sus compañeros. El metal y la tela iban a parar a la parte de atrás de un carro blanco de madera, del que tiraban dos enormes caballos negros.

«Tantos muertos, tantos…» Sus cuerpos colgaban, fláccidos, con los rostros lánguidos o tensos o hinchados por los gases, irreconocibles, apenas humanos. Las prendas de ropa que las hermanas les quitaban estaban adornadas con corazones negros, leones grises, flores muertas y venados pálidos y fantasmales. Las armaduras estaban abolladas y hendidas; las cotas de malla, rotas, sajadas, destrozadas… «¿Por qué los maté a todos?» Alguna vez lo supo, pero por alguna razón lo había olvidado.

Se lo hubiera preguntado a una de las hermanas silenciosas, pero cuando intentó hablar descubrió que no tenía boca. Sus dientes estaban cubiertos por una piel lisa, sin abertura. El descubrimiento lo aterró. ¿Cómo podía vivir sin boca? Comenzó a correr. La ciudad no estaba lejos. Estaría a salvo dentro de la ciudad, lejos de todos aquellos muertos. No tenía nada en común con esos muertos. Carecía de boca, pero todavía era una persona viva. No, un león, un león vivo. Pero cuando llegó a las murallas de la ciudad, las puertas estaban cerradas para impedirle entrar.

Estaba oscuro cuando despertó de nuevo. Al principio no podía ver nada pero, al rato, a su alrededor aparecieron los contornos imprecisos de un lecho. Las cortinas estaban corridas, pero podía ver la forma de los postes tallados de la cama, y el ángulo del dosel sobre su cabeza. Debajo tenía la mullida suavidad de un lecho de plumas, y la almohada bajo su cabeza era de plumón de ganso.

«Mi cama, estoy en mi cama, en mi dormitorio.»

Hacía calor entre aquellas cortinas, bajo el montón de mantas y pieles que lo cubrían. Estaba sudando. «Fiebre», pensó, como si estuviera borracho. Se sentía muy débil y el dolor fue como una estocada cuando hizo un esfuerzo para levantar la mano. Se rindió y dejó de hacerlo. Sentía enorme la cabeza, tan grande como la cama, demasiado pesada para levantarla de la almohada. Apenas lograba percibir su cuerpo. «¿Cómo he llegado hasta aquí?» Intentó recordar. La batalla, en momentos y destellos, regresó a su mente. El combate en el río, el caballero que le había ofrecido su guantelete, el puente de naves…

«Ser Mandon.» Vio los ojos muertos, vacíos, la mano extendida hacia él, el fuego verde que se reflejaba en la lámina de esmalte blanco. El miedo lo recorrió con un gélido sobresalto; bajo las sábanas pudo notar que su vejiga se vaciaba. Si hubiera tenido una boca, habría gritado.

«No, eso era un sueño —pensó mientras el corazón le latía con fuerza—. Ayudadme, que alguien me ayude. Jaime, Shae, madre, quien sea… Tysha…»

Nadie lo oyó. Nadie acudió. Solo, en la oscuridad, volvió a sumirse en un sueño con olor a meados. Soñó que su hermana estaba allí de pie, inclinada sobre su cama, con su señor padre al lado, frunciendo el ceño. Tenía que ser un sueño, porque Lord Tywin estaba a mil leguas de distancia, peleando contra Robb Stark en occidente. Otros venían y se iban. Varys lo miró y suspiró, pero Meñique puso cara de sarcasmo.

«Maldito cerdo traicionero —pensó Tyrion con encono—, te mandamos a Puenteamargo y no regresaste.»

A veces podía oír que hablaban entre sí, pero no entendía las palabras. Sus voces le zumbaban en los oídos como avispas a través de un grueso fieltro.

Quería preguntar si habían ganado la batalla. «Seguramente, pues en caso contrario yo sería una cabeza en una pica clavada en algún lugar. Si estoy vivo, es que hemos vencido.» No sabía qué lo complacía más, la victoria o el hecho de que había sido capaz de razonar aquello. Su inteligencia regresaba a él, aunque con lentitud. Eso era bueno. Lo único que tenía era su inteligencia.

La siguiente vez que despertó, las cortinas estaban recogidas y Podrick Payne estaba de pie junto a él, con una vela en la mano. Cuando vio que Tyrion abría los ojos, se fue corriendo.

«No, no te vayas, ayúdame, ayúdame —intentó decirle, pero lo único que logró fue un gemido apagado—. No tengo boca.» Se llevó una mano a la cara, cada movimiento era torpe y doloroso. Sus dedos hallaron tela rígida donde deberían haber tocado carne, labios, dientes. «Vendas.» La parte inferior de su cara estaba herméticamente vendada, era una máscara de yeso endurecido con agujeros para respirar y alimentarse.

Al poco rato, Pod reapareció. Esta vez lo acompañaba un desconocido, un maestre con cadena y túnica.

—Mi señor, debéis permanecer quieto —murmuró el hombre—. Estáis gravemente herido. Podéis empeorar el estado de vuestras heridas. ¿Tenéis sed?

Sin saber cómo, logró asentir. El maestre insertó un embudo curvo de cobre en el agujero para la alimentación, encima de su boca, y vertió un lento chorrito de liquido en su garganta. Tyrion lo tragó, sin percibir apenas el sabor. Muy tarde se dio cuenta de que era la leche de la amapola. Cuando el maestre le retiró el embudo de la boca, ya estaba regresando al sueño en una larga espiral.

Esta vez soñó que estaba en un festín, un festín de victoria en un gran salón. Tenía un asiento elevado en el estrado y los hombres levantaban sus copas y lo aclamaban como héroe. Allí estaba Marillion, el bardo que había viajado con él por las Montañas de la Luna. Tocó su arpa de madera y cantó las osadas hazañas del Gnomo. Hasta su padre sonreía con aprobación. Cuando la canción concluyó, Jaime se levantó de su sitio, ordenó a Tyrion que hincara la rodilla y lo tocó con su espada de oro, primero en un hombro y después en el otro, y él se levantó como caballero. Shae lo esperaba para abrazarlo. Lo tomó de la mano, reía y bromeaba, llamándolo su gigante de Lannister.