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Despertó en la oscuridad de una fría habitación desierta. De nuevo, habían corrido las cortinas. Algo no andaba bien, algo estaba del revés, pero no hubiera podido decir qué era. De nuevo se encontraba solo. Apartó las mantas e intentó sentarse, pero el dolor era excesivo, y pronto se rindió, con la respiración entrecortada. Lo que menos le dolía era el rostro. Su costado derecho era una enorme masa de dolor, y cada vez que levantaba el brazo una estocada le atravesaba el pecho.

«¿Qué me ha ocurrido? —Hasta la batalla le parecía casi un sueño cuando trataba de pensar en ella—. Resulté herido, mucho más grave de lo que pensaba. Ser Mandon…»

El recuerdo lo asustó, pero Tyrion se obligó a agarrarse a él, a darle vueltas en su cabeza, a mirarlo fijamente. «Intentó matarme, sin la menor duda. Esa parte no fue un sueño. Me hubiera partido en dos si Pod no… Pod, ¿dónde está Pod?»

Apretando mucho los dientes, se agarró de las colgaduras de la cama y tiró de ellas. Las cortinas se soltaron del dosel y cayeron, una parte sobre la alfombra y otra encima de él. Incluso aquel pequeño esfuerzo lo había mareado. La habitación daba vueltas en torno a él, sólo paredes desnudas y sombras oscuras, con una ventana estrecha. Vio un baúl que le había pertenecido, un montón desordenado de ropa suya, su armadura abollada.

«Éste no es mi dormitorio —comprendió—. Ni siquiera estoy en la Torre de la Mano. —Alguien lo había trasladado. Su grito de ira salió como un gemido amortiguado—. Me han traído aquí para morir», pensó mientras dejaba de luchar y volvía a cerrar los ojos. La habitación estaba húmeda y fría, y él ardía.

Soñó con un lugar mejor, una cabañita acogedora junto al mar de poniente. Las paredes estaban inclinadas y agrietadas, y el suelo era de tierra, pero allí siempre se había sentido caliente y seguro, hasta cuando dejaban que el fuego se apagara.

«Ella siempre se metía conmigo por eso —recordó—. Nunca me acordaba de alimentar el fuego, eso siempre había sido una tarea de la servidumbre.»

—No tenemos servidumbre —le recordaba ella.

—Tú me tienes a mí, soy tu sirviente —respondía él.

—Un sirviente haragán —era la réplica de ella—. ¿Qué hacen en Roca Casterly con los sirvientes haraganes, mi señor?

—Allí los besan —le contestaba él, y eso siempre la hacía reír.

—Seguro que no —decía ella—. Apuesto a que les dan una paliza.

—No —insistía él—, los besan, de esta manera. —Y le mostraba cómo—. Primero, les besan los dedos, uno a uno, y besan sus muñecas, sí, y la parte interior del codo. Después, les besan sus graciosas orejitas, todos nuestros sirvientes tienen unas orejitas muy graciosas. ¡Deja de reírte! Y les besan las mejillas, y sus naricitas con ese bultito diminuto, así, de esta manera, y les besan las cejas encantadoras y el cabello y los labios, y… hummm… las bocas… de esta manera…

Se besaban durante horas y pasaban días enteros dedicados solamente a arrullarse en el lecho, escuchando las olas y tocándose. El cuerpo de ella era una maravilla para él, y al parecer ella se deleitaba con el cuerpo de él. A veces ella le cantaba: «Amé a una doncella hermosa como el verano, con la luz del sol en el cabello.»

—Te amo, Tyrion —susurraba ella antes de irse a dormir por las noches—. Amo tus labios, amo tu voz y las palabras que me dices, y tu forma tan gentil de tratarme. Amo tu rostro.

—¿Mi rostro?

—Sí, sí. Amo tus manos y el modo como me tocas. Amo tu polla, adoro sentirla dentro de mí.

—Ella también te ama, mi señora.

—Me encanta decir tu nombre, Tyrion Lannister. Combina con el mío. Lo de Lannister, no, lo otro. Tyrion y Tysha. Tysha y Tyrion. Tyrion. Mi señor Tyrion…

«Mentiras —pensó—, todo fingido, todo por el oro, ella era una puta, la puta de Jaime, el regalo de Jaime, mi señora de las mentiras.» El rostro de la mujer pareció esfumarse, disolviéndose tras un velo de lágrimas, pero incluso cuando desapareció seguía oyendo el suave y lejano sonido de su voz que pronunciaba el nombre de él.

—Mi señor, ¿podéis oírme? ¿Mi señor? ¿Tyrion? ¿Mi señor? ¿Mi señor?

A través del laberinto de sueños de la amapola, vio una cara rosada y blanda inclinada sobre él. Estaba de vuelta en la habitación húmeda con los cortinajes de la cama que colgaban, y el rostro no era el que debía ser, no era el de ella, demasiado redondo, con el borde oscuro de una barba.

—¿Tenéis sed, mi señor? Aquí tengo leche, buena leche para vos. No debéis agitaros, no, no intentéis moveros, necesitáis descansar.

En una mano húmeda y rosada llevaba el embudo curvo, y en la otra una botella.

Cuando el hombre se le acercó más, los dedos de Tyrion se deslizaron por debajo de su cadena de muchos metales, la agarraron y tiraron de ella. El maestre dejó caer la botella, y la leche de la amapola se derramó sobre las mantas. Tyrion retorció la cadena hasta sentir que los eslabones se clavaban en la piel del grueso cuello del hombre.

—No. Más, no… —graznó, tan ronco que no era capaz de saber si había dicho algo.

Pero debió de hacerse oír, porque el maestre, casi asfixiado, logró responder.

—Soltadme, por favor, mi señor… necesitáis la leche, el dolor… la cadena, no, por favor, soltadme, no…

El rostro rosado comenzaba a ponerse violáceo cuando Tyrion lo soltó. El maestre retrocedió, aspirando el aire con ansiedad. Su garganta enrojecida mostraba unas huellas blancas donde los eslabones habían ejercido presión. Sus ojos también estaban blancos. Tyrion levantó una mano, se la llevó a la cara e hizo un movimiento como de arrancarse la máscara endurecida. Lo repitió una, dos veces.

—¿Queréis… queréis que os quiten las vendas, no es eso? —dijo, finalmente, el maestre—. Pero yo no… eso sería… muy imprudente, mi señor. No estáis curado todavía, la reina podría…

La mención de su hermana le arrancó un gruñido a Tyrion. «Entonces, ¿eres uno de los suyos?» Apuntó al maestre con un dedo y después cerró la mano en un puño. Hizo gestos de aplastar, de estrangular, una promesa de lo que sucedería a menos que lo obedeciera.

Por suerte, el maestre comprendió.

—Haré… haré lo que ordene mi señor, sin duda, pero… es una imprudencia, vuestras heridas…

—Hacedlo —dijo, esta vez más alto.

El hombre hizo una reverencia y abandonó la habitación, para retornar momentos después con un largo cuchillo de hoja fina y serrada, un cuenco con agua, un montón de telas suaves y varias botellas. Tyrion había logrado incorporarse unos cuantos centímetros, y estaba medio sentado sobre su almohada. El maestre le pidió que estuviera lo más quieto posible e introdujo la punta del cuchillo bajo el mentón, por debajo de la máscara.

«Un desliz de la mano, y Cersei se librará de mí», pensó. Podía sentir cómo la hoja cortaba el lino endurecido a escasa distancia de su garganta.

Por fortuna, aquel hombre blando y rosado no era uno de los sirvientes más valerosos de su hermana. Al poco rato empezó a sentir el aire fresco en las mejillas. También sentía dolor, claro, pero hizo un esfuerzo para no prestarle atención. El maestre tiró las vendas, todavía llenas de costras de ungüento.

—No os mováis ahora, tengo que lavaros la herida.

Sus dedos eran delicados, el agua era tibia y relajante. «La herida», pensó Tyrion, recordando un súbito destello plateado que había pasado, al parecer, por debajo de sus ojos.