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—Esto va a doler un poco —advirtió el maestre, mientras humedecía una venda en un vino que olía a hierbas maceradas.

Fue algo más que doler un poco. Trazó una línea de fuego a todo lo ancho del rostro de Tyrion y clavó una barra incandescente por la nariz. Sus dedos se aferraron a las sábanas y comenzó a jadear, pero logró no gritar. El maestre cloqueaba como una gallina vieja.

—Lo más prudente hubiera sido dejar la máscara en su lugar hasta que la carne cicatrizara, mi señor. De todos modos, tiene buen aspecto, la herida está limpia, eso es bueno. Cuando os encontramos en aquel sótano, entre los muertos y los moribundos, vuestras heridas estaban infectadas. Una de vuestras costillas estaba rota, seguro que lo notáis; quizá os golpearon con una maza, o sería una caída, es difícil decirlo. Y teníais una flecha clavada en el brazo, en la articulación del hombro. Tenía muy mal aspecto y durante un tiempo temí que pudierais perder el brazo, pero tratamos la herida con vino hirviente y gusanos, y ahora parece que cicatriza limpiamente.

—Nombre —exhaló Tyrion, mirando al hombre—. Nombre.

—Sois Tyrion Lannister, mi señor —dijo el maestre parpadeando—. Hermano de la reina. ¿Os acordáis de la batalla? En ocasiones, cuando hay heridas en la cabeza…

—Tu nombre. —Tenía la garganta en carne viva y su lengua había olvidado cómo articular las palabras.

—Soy el maestre Ballabar.

—Ballabar —repitió Tyrion—. Tráeme. Espejo.

—Mi señor —dijo el maestre—. No os lo aconsejaría… puede ser, ah, imprudente, como si… vuestra herida…

—¡Tráelo! —tuvo que decir. Tenía la boca rígida y dolorida, como si un golpe le hubiera partido los labios—. Y beber. Vino. Adormidera no.

El maestre se levantó, con el rostro lleno de manchas rojas, y salió de prisa. Regresó con una jarra de un vino ambarino pálido y un pequeño espejo plateado en un hermoso marco de oro. Se sentó al borde de la cama, sirvió media copa de vino y la llevó a los labios hinchados de Tyrion. El líquido bajó, fresco, aunque apenas pudo saborearlo.

—Más —dijo, cuando la copa se vació.

El maestre Ballabar volvió a servirle. Tras la segunda copa, Tyrion Lannister se sintió con fuerzas suficientes para enfrentarse a su rostro.

Tomó el espejo, se miró y no supo si reírse o llorar. El tajo era largo y torcido, comenzaba un pelo por debajo del ojo izquierdo y terminaba en el lado derecho de su mandíbula. De su nariz habían desaparecido tres cuartas partes, así como un pedazo del labio. Alguien había cosido los bordes de la herida con hilo de tripa, y las groseras puntadas estaban aún en su sitio, a uno y otro lado del costurón de carne roja, a medio cicatrizar.

—Precioso —graznó al tiempo que dejaba el espejo a un lado.

Ya lo recordaba todo. El puente formado por naves, Ser Mandon Moore, una mano y una espada que se dirigía a su rostro. «Si no hubiera dado un paso atrás, ese mandoble se me hubiera llevado la mitad de la cabeza.» Jaime siempre había dicho que Ser Mandon era el más peligroso de la Guardia Real, porque sus ojos muertos y vacíos no permitían adivinar sus intenciones. «No debí confiar nunca en ninguno de ellos.» Había sabido que Ser Meryn y Ser Boros eran leales a su hermana, así como Ser Osmund más tarde, pero se había permitido creer que los demás no habían perdido totalmente el honor. «Cersei debe de haberle pagado para asegurarse de que yo no volviera de la batalla. ¿Qué otra cosa podría ser? Que yo sepa, nunca hice daño alguno a Ser Mandon.» Tyrion se tocó la cara, palpando la carne con dedos torpes y gruesos. «Otro regalo de mi querida hermanita.»

El maestre permanecía junto a la cama como un ganso a punto de salir volando.

—Mi señor, lo más probable es que quede una cicatriz…

—¿Lo más probable? —Su risa se transformó al momento en una mueca de dolor. Sin lugar a dudas, tendría una cicatriz. Y tampoco parecía probable que la nariz volviera a crecerle a corto plazo. Su rostro no se había considerado nunca atractivo, pero aquello…—. Así… aprenderé… a no jugar… con hachas. —Una media sonrisa le tensó el rostro—. ¿Dónde estamos? ¿En qué lugar? —Le dolía hablar, pero Tyrion había estado en silencio demasiado tiempo.

—Ah, mi señor, estáis en el Torreón de Maegor. En una cámara encima del Salón de Baile de la Reina. Su Alteza quería teneros cerca para poder cuidaros ella misma.

«Seguro que sí.»

—Llévame —ordenó Tyrion—. A mi cama. A mis habitaciones. —«Donde estaré rodeado por mis hombres y por mi maestre, siempre que pueda encontrar uno en el que pueda confiar.»

—A vues… mi señor, eso no va a ser posible. La Mano del Rey reside ahora en lo que eran antes vuestras habitaciones.

—Yo… soy… la Mano del Rey. —El esfuerzo que hacía para hablar lo dejaba exhausto, y lo que oía lo dejaba confuso.

—No, mi señor, yo… —El maestre Ballabar parecía preocupado—. Habéis resultado herido, agonizabais. Vuestro señor padre ha asumido ahora esas tareas. Lord Tywin…

—¿Aquí?

—Desde la misma noche de la batalla. Lord Tywin nos salvó a todos. La gente del pueblo dice que era el fantasma del rey Renly, pero los hombres sensatos saben que no fue así. Fue vuestro padre, con Lord Tyrell, el Caballero de las Flores y Lord Meñique. Cabalgaron entre las cenizas y atacaron al usurpador Stannis por la retaguardia. Fue una gran victoria, y ahora Lord Tywin se ha establecido en la Torre de la Mano para ayudar a Su Alteza a poner orden en el reino, alabados sean los dioses.

—Alabados sean los dioses —repitió Tyrion falsamente. ¿Su maldito padre y el maldito Meñique y el fantasma de Renly?—. Quiero… —comenzó a decir. «¿Qué es lo que quiero?» No podía decirle al rosado Ballabar que le llevara a Shae. ¿A quién podía hacer venir, en quién podía confiar? ¿Varys? ¿Bronn? ¿Ser Jacelyn?—. A mi escudero —concluyó—. Pod. Payne. —«Fue Pod allí, en el puente de naves, el chico me salvó la vida.»

—¿El chico? ¿El chico extraño?

—El chico extraño. Podrick Payne. Tú, ve. Tráelo.

—Como queráis, mi señor.

El maestre Ballabar inclinó la cabeza y salió a toda prisa. Tyrion sentía cómo las fuerzas se le escapaban mientras esperaba. Se preguntaba cuánto tiempo había permanecido allí, durmiendo. «A Cersei le encantaría verme dormir para siempre, pero no voy a darle ese gusto.»

Podrick Payne entró en el dormitorio, tímido como un ratón.

—¿Mi señor?

«¿Cómo puede un chico que es tan fiero en la batalla asustarse tanto en la habitación de un herido?», se asombró Tyrion.

—Quería quedarme a vuestro lado, pero el maestre me echó.

—Échalo a él. Escúchame. Me cuesta trabajo hablar. Necesito vino del sueño. Vino del sueño, no leche… de la amapola. Ve a donde Frenken. Frenken, no Ballabar Vigílalo mientras lo prepara. Tráeme el vino. —Pod echó una mirada furtiva al rostro de Tyrion, y apartó la vista con la misma celeridad. «No puedo reprocharle eso»—. Quiero a los míos —continuó Tyrion—. Guardias. Bronn. ¿Dónde está Bronn?

—Lo han hecho caballero.

—Búscalo. —Le dolía hasta fruncir el entrecejo—. Tráelo aquí.

—Como digáis, mi señor. Bronn.

—¿Ser Mandon? —preguntó Tyrion, agarrando la muñeca del chico.

El chico retrocedió, asustado.

—No tuve intención de m-m-m-m…

—¿Está muerto? ¿Estás seguro? ¿Está muerto?

—Se ahogó. —Arrastró los pies, sumiso.

—Bien. No hables… de él… de mí… de lo que pasó… nada.

Cuando su escudero se marchó, las últimas fuerzas de Tyrion lo abandonaron también. Se reclinó y cerró los ojos. Quizá volviera a soñar con Tysha.