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«Me pregunto si ahora le gustaría mi cara», pensó con amargura.

JON

Cuando Qhorin Mediamano le dijo que buscara ramitas secas para encender un fuego, Jon supo que el final de ambos se acercaba.

«Qué agradable sería sentirse caliente otra vez, aunque fuera durante un ratito —se dijo mientras arrancaba ramas desnudas del tronco de un árbol muerto. Fantasma estaba sentado sobre las patas traseras, callado como siempre—. ¿Aullará por mí cuando esté muerto, de la misma manera que el lobo de Bran aulló cuando él cayó? —se preguntó Jon—. ¿Aullará Peludo, allá lejos en Invernalia, y Viento Gris, y Nymeria, no importa dónde estén?»

La luna se elevaba detrás de una montaña y el sol descendía detrás de otra mientras Jon frotaba la daga contra el pedernal para sacar chispas, hasta que finalmente apareció una fina columna de humo. Qhorin se acercó y se quedó de pie junto a él mientras la primera llama crecía, haciendo chisporrotear los pedazos de corteza y la pinocha.

—Tan tímida como una doncella en su noche de bodas —dijo el explorador corpulento con voz serena—, y casi igual de bella. A veces uno se olvida de lo bella que puede ser una hoguera.

No era hombre al que uno esperaría oír hablar de doncellas y noches de boda. Por lo que Jon sabía, Qhorin se había pasado toda su vida en la Guardia. «¿Habrá amado alguna vez a una doncella, se habrá casado?» No podía preguntarlo. En lugar de eso, aventó la hoguera. Cuando la llama comenzó a chisporrotear por todas partes, se quitó los guantes tiesos para calentarse las manos y suspiró, preguntándose si alguna vez un beso lo había hecho sentirse tan bien. El calor se difundió entre sus dedos como mantequilla derretida.

Mediamano se acomodó sobre la tierra y se sentó junto al fuego con las piernas cruzadas, mientras la luz temblorosa jugueteaba en sus rasgos angulosos. De los cinco exploradores que habían huido del Paso Aullante, de regreso a los eriales gris azulados de los Colmillos Helados, sólo quedaban ellos dos.

Al principio, Jon había albergado la esperanza de que Escudero Dalbridge mantendría a los salvajes detenidos en el paso. Pero cuando oyeron la llamada de un cuerno lejano, todos ellos supieron que Escudero había caído. Después divisaron al águila que ascendía en el crepúsculo con sus enormes alas color gris azulado, y Serpiente de Piedra tomó el arco en las manos, pero el ave se puso fuera de su alcance mucho antes de que pudiera tensar la cuerda. Ebben escupió y masculló algo sobre wargs y cambiapieles.

El día siguiente divisaron el águila en dos ocasiones y oyeron tras ella el cuerno de caza, cuyo sonido retumbaba en las montañas. Cada vez parecía sonar más fuerte, más cerca. Cuando cayó la noche, Mediamano le dijo a Ebben que tomara la pequeña montura del guerrero y la suya, y que galopara a toda prisa hacia Mormont, deshaciendo el camino por el que habían venido. Los demás entretendrían a los perseguidores.

—Envía a Jon —lo había instado Ebben—. Puede cabalgar tan veloz como yo.

—Jon tiene otro papel en esto.

—Sólo es un muchacho.

—No —replicó Qhorin—, es un hombre de la Guardia de la Noche.

Cuando la luna ascendió, Ebben los dejó. Serpiente de Piedra lo acompañó hacia el oeste durante un corto tramo y regresó para borrar las huellas; y los tres que quedaban se encaminaron al suroeste. A partir de entonces, los días y las noches se hicieron difusos, fundiéndose unos con otras. Dormían sobre las sillas de montar y se detenían sólo lo necesario para alimentar y dar de beber a sus pequeños caballos de las montañas, luego volvían a montar. Cabalgaron sobre rocas desnudas, entre lúgubres bosques de pinos y montones de nieve vieja, sobre cordilleras heladas y a través de ríos de poca profundidad que carecían de nombre. A veces, Qhorin o Serpiente de Piedra regresaban un trecho para borrar las huellas, pero era un gesto fútil. Los vigilaban. Cada amanecer y cada atardecer divisaban al águila que se elevaba entre los picos, sólo un puntito en la inmensidad del cielo.

Escalaban una elevación de poca altura entre dos picos cubiertos de nieve cuando un gatosombra salió rugiendo de su guarida, apenas a diez metros de distancia. El animal era flaco y estaba hambriento, pero al verlo, la yegua de Serpiente de Piedra fue presa del pánico; se encabritó y salió al galope, y antes de que el explorador pudiera tenerla de nuevo bajo control, tropezó en la cuesta inclinada y se rompió una pata.

Fantasma comió bien aquel día, y Qhorin insistió en que mezclaran un poco de la sangre del caballo con el cereal para que les diera fuerzas. El sabor de aquella papilla asquerosa estuvo a punto de provocar arcadas a Jon, pero se obligó a tragarla. Cada uno cortó del costillar una docena de tiras de carne cruda para masticarla mientras cabalgaban, y dejaron el resto para los gatosombras.

No tenía sentido borrar las huellas. Serpiente de Piedra se ofreció a emboscar a los perseguidores y sorprenderlos cuando aparecieran. Quizá pudiera llevarse consigo al infierno a unos cuantos. Qhorin se negó.

—Si hay un hombre en la Guardia de la Noche que pueda atravesar los Colmillos Helados solo y a pie, ése eres tú, hermano. Puedes trepar montañas que un caballo tendría que rodear. Dirígete al Puño. Dile a Mormont qué vio Jon y cómo. Dile que los antiguos poderes están despertando, que se enfrenta a gigantes, a wargs y a cosas peores. Dile que los árboles vuelven a tener ojos.

«No tiene la menor oportunidad», pensó Jon mientras contemplaba cómo desaparecía Serpiente de Piedra tras una cresta nevada, un pequeño insecto negro reptando sobre una ondulada extensión blanca.

Después de aquello, cada noche parecía más fría que la anterior, y más solitaria. Fantasma no siempre los acompañaba, pero nunca se alejaba mucho. Hasta cuando estaban separados, Jon percibía su cercanía. Eso lo alegraba. Mediamano no era el más afable de los hombres. La larga trenza gris de Qhorin oscilaba lentamente con el movimiento de su caballo. A menudo cabalgaban durante horas sin pronunciar palabra, los únicos sonidos eran el suave roce de las herraduras en la piedra y el silbido del viento, que soplaba sin parar entre las cimas. Cuando dormía, no soñaba con lobos, con sus hermanos, con nada.

«Ni siquiera los sueños pueden vivir aquí», se dijo.

—¿Está bien afilada tu espada, Jon Nieve? —preguntó Qhorin Mediamano desde el otro lado de las llamas oscilantes.

—Mi espada es de acero valyrio. Me la dio el Viejo Oso.

—¿Recuerdas tu juramento?

—Sí. —No eran palabras que un hombre pudiera olvidar. Una vez dichas, no podían retirarse. Cambiaban la vida de uno para siempre.

—Repítelo de nuevo conmigo, Jon Nieve.

—Si eso es lo que quieres…

Sus voces se unieron en una sola bajo la luna ascendente, mientras Fantasma escuchaba y las montañas hacían de testigo.

—La noche se avecina, ahora empieza mi guardia. No terminará hasta el día de mi muerte. No tomaré esposa, no poseeré tierras, no engendraré hijos. No llevaré corona, no alcanzaré la gloria. Viviré y moriré en mi puesto. Soy la espada en la oscuridad. Soy el vigilante del muro. Soy el fuego que arde contra el frío, la luz que trae el amanecer, el cuerno que despierta a los durmientes, el escudo que defiende los reinos de los hombres. Entrego mi vida y mi honor a la Guardia de la Noche, durante esta noche y todas las que estén por venir.

Cuando terminaron, no se oyó otro sonido que el chisporroteo tenue de las llamas y un lejano silbido del viento. Jon abrió y cerró sus dedos chamuscados, repitiendo las palabras en su mente, orando para que los dioses de su padre le dieran fuerzas para morir con valor cuando llegara su hora. Ya no faltaba tanto. Las monturas estaban al límite de sus fuerzas, y Jon sospechaba que la bestia de Qhorin no duraría un día más.