Porque los otros trayectos o partes, no serían iguales. Para que eso pudiese suceder, tendrían que producirse las siguientes semejanzas: primero, el modo de mezclar de los empleados tendría que ser exactamente el mismo de la vez anterior, y el proceso de ordenamiento debería producirse por las mismas vías. Un cinco de diamante que apareciese en el sabó entre un tres de diamante y un ocho de trébol, debería ir a ocupar su lugar siguiendo el mismo itinerario, pasando por encima de un cuatro de pique, un rey de diamantes, por debajo de una dama de trébol, entre un as de corazón y un dos de corazón, por ejemplo, que la vez anterior, cosa que, desde luego, es imposible de verificar.
Segundo: la opción de cada jugador de punto que recibe el cinco debería ser la misma en cada caso, en uno y otro ordenamiento. Teniendo en cuenta que hay jugadores que tienen como norma abstenerse, jugadores que tienen como norma pedir, jugadores que tienen corno norma pedir una vez sí y una vez no, y jugadores que tienen como norma seguir su pálpito en el momento de dar vuelta las cartas, la perspectiva de repetición se vuelve prácticamente imposible.
Tercero: la pila de cartas bocarriba amontonadas al costado del sabó tendría que ir acomodándose de la misma manera que la pila formada con los pases del ordenamiento anterior. Pero esa acomodación es inverificable, ya que nadie la controla.
De modo que en el juego de punto y banca la repetición es imposible.
En cuanto a las barajas, tienen también su particularidad. Son al mismo tiempo significantes e insignificantes, y no tienen siempre la misma significación. Podemos decir que su significación varía según el contexto en que aparecen. Las cartas son significantes en el anverso, e insignificantes en el reverso. El rayado del reverso, idéntico en todas, no tiene significación, o tiene por lo menos una sola: la de su insignificancia respecto de las significaciones del anverso. A su modo, la insignificancia del reverso es un signo.
En cuanto a la significación del anverso, es variable. Los distintos valores, uno, cuatro, nueve, seis, cero, adquieren significación distinta según estén colocados. Un as tiene una significación distinta según esté con un ocho, o con un nueve. Con un ocho, significa nueve, con un nueve, cero. Un cero, con un nueve, significa nueve, con un cero, cero. De algún modo, el cero es el número capital, no el nueve. Se trata del cero: se sabe que el nueve es nueve desde el punto de vista del cero: hay nueve cuando el nueve, por sucesivas adiciones, va colmando el cero del que ha partido. Y el nueve, por otra parte, está en el borde del cero. Después del nueve no hay nada salvo el cero; y el cero, después del nueve, opera una anulación total, de modo que es necesario comenzar a contar nuevamente.
Ejemplo: un siete y un seis, sumados, hacen normalmente trece. En el juego del punto y banca no hacen más que tres. Cuento: seis, siete, ocho, nueve. He sacado tres del siete, agregándolos al seis, y he hecho nueve. Después no sigue diez, sino cero. Cuando he llegado al punto máximo, nueve, se opera la aniquilación y caigo otra vez en el cero. He usado cuatro puntos del siete; me quedan tres. Estos tres comenzarán a contar a partir del cero y llegarán hasta tres, sin exceder uno solo. Toda la significación de los anversos significantes pasa entonces a través del significado principal, que es el cero. El cero es el número capital en el juego del punto y banca. Da origen al número máximo, que es el nueve: pero toda vez que los números excedan el nueve, deberán pasar otra vez por el cero, anulando lo que ya se ha consolidado, y volver a recomenzar.
En pocas palabras, éste es el aspecto objetivo del juego. El aspecto subjetivo tiene también su importancia. Pero antes falta describir el lugar en el que se juega.
Es una mesa larga, rectangular, con dos pequeñas con-
cavidades en el centro, una frente a la otra, ubicadas como dos paréntesis enfrentados por la parte convexa. Frente a cada una de esas concavidades, en sillas colocadas sobre tarimas, a una altura mayor que las de los jugadores, se sientan los empleados, uno frente al otro. El sabó se coloca en el centro de la mesa. En algunos lugares se lo hace girar, pasando a cada jugador en el momento de tirar la banca, y siguiendo al jugador que se halla inmediatamente a su derecha cuando la banca del jugador anterior termina. Aquí queda en el centro de la mesa y uno de los empleados distribuye las cartas, sacándolas del sabó. Saca primero una para el punto, después una para la banca, después otra para el punto, y después una segunda para la banca. El punto recibe sus dos cartas primero, desconociendo las cartas de la banca. Todo el juego transcurre sobre la mesa, alrededor de la cual, en todo su perímetro, se hallan sentados los jugadores. Todo lo que pasa en el exterior de la mesa, en el espacio que la desborda, no atañe al juego. Las cartas deben darse vuelta sobre la mesa. El lugar donde se juega es ése y ningún otro. En la ciudad, en la misma noche, funcionan ocho o diez mesas de punto y banca, en distintos lugares. Lo que ocurre en uno de los lugares, en una de las mesas, no significa nada para el otro. Cada lugar está, por así decirlo, cerrado en sí mismo. Aun cuando dos mesas estuviesen pegadas una a la otra, lo que ocurriese en una no significaría nada para la otra. A cada mesa corresponde un orden de acontecimientos diferentes, con distinto ritmo, distinta duración, distinto valor y distinto significado.
Una persona que pudiese observar tres mesas al mismo tiempo, advertiría esas diferencias de estado. Aun cuando las tres se iniciasen en el mismo momento y terminasen a la misma hora, su desarrollo sería diferente. Después del primer pase, se hallarían las tres en distintos momentos de desarrollo. En la primera la dilación de los jugadores por hacer las apuestas, estoy dando un ejemplo, retardaría algo el proceso. En la segunda, lo retardaría un empate. En la tercera, un juego rápido y un triunfo por lo que se llama clavada, es decir, que el punto o la banca reciban de entrada ocho o nueve, lo que no da derecho al competidor a recibir otra carta si su punto es menor, haría que cuando en la tercera mesa se está tirando ya el segundo pase, en la primera no ha empezado todavía a tirarse el primero y en la segunda se ha tirado un pase de empate que obligará a los jugadores a replantear su apuesta.
Si yo estuviese jugando en dos mesas diferentes, a punto, por ejemplo, la cifra recibida en una de las mesas no tendría ningún valor en la otra, y viceversa. Por lo tanto, vistas desde el exterior, desde el espacio en el cual ya no rigen las leyes de la mesa, las significaciones internas se borran por completo.
Por otra parte, la mesa, si bien tiene todo el aspecto de una mesa de juego, fácilmente reconocible desde el exterior, no significa nada y en ella no pasa nada mientras el sabó no haya sido acomodado según el proceso que ya he descripto. Mientras las cartas no salgan del sabó y muestren su significado, en la mesa no pasa nada. No hay nada que valga. Sin el brillo fugaz de las cartas al volverse, hacerse patentes en su significación y después desaparecer, la mesa está como ciega e inerte. De por sí no es nada. Está ahí, eso es todo.
Falta ahora la parte subjetiva del juego. Tiene sus complicaciones. La única relación real que existe es la relación del jugador con el pase, una vez que el pase ha sucedido. El resto es todo especulación.
Esta relación del jugador con el pase tiene dos fases: la hipótesis y la verificación. La verificación es siempre posterior a la hipótesis. Digamos que en el nivel de las facultades humanas, la hipótesis corresponde a lo que se llama imaginación; la verificación, a lo que se llama percepción.
El jugador debe apostar según se lo indica su imaginación. Apuesta a la posibilidad de que lo que ha imaginado, que puede suceder, suceda. Percibe el pase en el momento de mostrarse, no en el de suceder. Porque una vez que las cartas han sido acomodadas en el sabó, el pase ya ha sucedido. Puede modificarse si en el transcurso de las jugadas anteriores el punto ha recibido cinco y ha pedido otra carta, pero esa modificación del ordenamiento interno del sabó es siempre anterior al momento en que el jugador lo percibe. Si el jugador observa que el punto ha pedido una carta al recibir el cinco, sabe que un cambio se ha producido, pero no sabe qué cambio.
La evidencia, por lo tanto, en el juego del punto y banca es un accesorio del acaecer, no el acaecer mismo. Es, además, subjetiva. El hecho se hace evidente para mí, pero no era menos real mientras permanecía oculto. El pase no cambia porque yo lo vea. Soy yo el que cambia. Cuando desaparece, volviendo a la pila indiferenciada acomodada a un costado del sabó, yo retengo su evidencia y también la evidencia de que había permanecido oculto y sin embargo era real por haber ya sucedido antes de que yo pudiese percibirlo. Manifiesta, entonces, una evidencia doble.
El jugador no puede percibir entonces más que el pase cuando se muestra. No puede, tampoco, hacer otra cosa que reconocer que lo único real para él es esa percepción tardía del acontecimiento. Pero el pase, no obstante, no vale nada para él en el momento de mostrarse. Es necesario que haga su apuesta a ciegas, o que invente un sistema de referencia para vertebrar en él cierto número de pases.
Durante el juego pueden suceder cosas muy diferentes, dentro de cierta rigidez absoluta de posibilidades. Ese esquema rígido, genérico, radica en que, en cada pase, no puede venir más que punto, banca, o un empate de punto y banca. Si viene el empate, el pase se tira de nuevo. Es como si no hubiese sucedido nada. En realidad, ha sucedido algo, pero yo hago como que no ha sucedido nada, simplemente porque nadie ha ganado ni perdido. Aquí se ve bien que el interés del jugador varía según los acontecimientos, y que el le asigna valor diferente a cada uno.
Las otras dos posibilidades que interesan al jugador son el punto y la banca. Apuesta a cualquiera de los dos1 según su interés. Juega, supongamos, mil pesos a punto. Si el punto alcanza la cifra más alta, gana. La cifra más alta es la que más se aleja del cero, o, por decirlo de un modo optimista, la que más se aproxima a nueve.
¿Que es lo que hace que un jugador apueste a una cosa y no a otra? Las razones que hacen que un jugador apueste a una cosa y no a otra, pueden ser de dos clases diferentes. Primero: razones irracionales. Segundo: razones racionales.
Pongamos mi caso: cuando hago una apuesta irracional significa que he hecho una apuesta fundándome en un pálpito de cualquier índole. Factores emocionales pueden incidir grandemente. No me gusta la cara del tipo que esta tirando la banca; juego, por lo tanto, a punto. Deseo fuertemente que salga la banca, y me siento seguro de que va a salir. Juego a banca. Le debo un favor al tipo que va a dar vuelta las cartas del punto. Eso hace que juegue a punto. Tengo la norma de que debe seguirse al ganador; el ganador ha tirado ya seis pases de banca. Corresponde, sostengo, jugar a banca, y juego a banca. Puede venir punto o banca, si descontamos el empate. No hay otra variante. Mi emoción ha predominado en las razones de mi apuesta. He hecho por lo tanto una apuesta irracional.