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– Dos cuarenta y cinco, dos cuarenta y cinco, dos cuarenta y cinco -canturreó mirando la lista de números-. Ni figura, el dos cuarenta y cinco.

Me saludó y se fue. Pero después nos vimos varias veces, y si bien nunca pudimos hablar de su segundo libro, cuando murió mi padre y me quedé solo con mi madre, fui a verlo para preguntarle si me podía conseguir trabajo. Yo conocía otras personas, mucho más influyentes que él, para ir a pedirles que me consiguieran algún trabajo, pero quería pedírselo a él. Quería que él me diera algo. Y me lo dio, porque no sé de qué manera, el siete de febrero a las diez de la mañana yo estaba con el viejo Campo, el antiguo encargado de la sección, que estaba a punto de jubilarse, recorriendo las oscuras galenas de los Tribunales, subiendo y bajando las escaleras de mármol pulido, entrando y saliendo en unas oficinas desoladas de techo altísimo, atestadas de expedientes.

– Éste -me decía el viejo Campo, arrugando su nariz de mono- es el Juzgado Civil de la Segunda Nominación, y aquél es el secretario. Ahí está el Colegio de Abogados. Por cualquier duda que tengas vas al segundo piso donde está la Oficina de Prensa, que ahora está cerrada por la feria judicial, y pedís hablar con el encargado, un señor Agustín Ramírez, que él va a prestarte toda su colaboración.

Marcaba con lentitud algunas palabras como "Nominación", "feria judicial", "Prensa", "Ramírez", esperando que yo tratara de grabármelas. Yo ni lo escuchaba. Mientras la cara de mono del viejo Campo (un mono pacífico, dulce, ajeno a este mundo) gesticulaba poniendo en movimiento todos sus pliegues arrugados, yo paseaba mi mirada distraída por los corredores oscuros en que las siluetas borrosas de litigantes y funcionarios entraban y salían, los altos armarios de expedientes que evocaban en mí la imagen fácil de Kafka, las escaleras de mármol que ascendían hacia el primer piso con una curva amplia y anacrónica, el sol de febrero que penetraba en el vestíbulo a través de la gran puerta de entrada.

En cuanto a la sección Estado del Tiempo, ahí mi función era aproximadamente la de Dios. Yo tenía que ir cada tarde, alrededor de las tres, a la terraza del edificio del diario y tomar los datos de los aparatos de observación meteorológica. Nunca los entendí. De modo que cuando fui a preguntarle a Tomatis, que había comenzado también haciendo esa sección en el diario, me dijo que tampoco él los había entendido nunca y que a su juicio lo más razonable era inventar o copiar. Usé los dos métodos. Durante veinte días, en el mes de febrero, pasé al taller la misma información sobre el estado del tiempo, que copié en forma textual de la aparecida el día anterior a mi entrada en el diario. Durante veinte días según los aparatos de observación del diario La Región, las condiciones meteorológicas de la ciudad fueron las siguientes: a las ocho de la mañana presión atmosférica, setecientos cincuenta y seis con ochenta; temperatura, veinticuatro grados dos décimas, y humedad relativa sesenta y cuatro por ciento; a las tres de la tarde: presión atmosférica; setecientos cincuenta y cuatro con cuarenta; temperatura, treinta y seis grados una décima y humedad relativa ochenta y dos por ciento. Encontré un título ingenioso para la noticia, gracias a la ayuda de Tomatis: “Mantiénense invariables las condiciones del tiempo en ésta”. El veintisiete de febrero una lluvia puta me hecho a perder todo el trabajo. Por desgracia; yo ya había pasado toda la información, porque me las tomé antes de hora, de modo que cuando llegué a la oficina del director llevaban ya llovidos ciento cincuenta milímetros desde el mediodía del día anterior, y eran apenas las once de la mañana. El director tenía sobre el escritorio el paquete de diarios del mes de febrero y todas las secciones Estado del Tiempo aparecían en cada ejemplar señaladas con un furioso círculo rojo hecho a lápiz.

– No vamos a echarte -dijo el director-. Vamos a suspenderte por cinco días. No por bondad. No queremos problemas con el sindicato. Pero el día que yo llegue a sentir que está más fresco que de costumbre y que me parezca que sopla alguna brisa, aunque más no sea porque me he levantado de buen humor, y aunque el sol esté partiendo la tierra, y esa sensación mía no aparezca registrada al detalle en la crónica meteorológica, no te van a alcanzar las dos piernas para llegar a la calle.

Así que decidí inventar. Al principio me guiaba por las opiniones de los miembros de la redacción, y anotaba las cifras de acuerdo con sus expresiones. Durante la primera semana se las llevaba al director para que él las supervisara. Después dejé de hacerlo, cuando me volví a ganar su confianza, o quizá por comprobar que más que supervisarlas, el director se limitaba a echarles una mirada rapidísima y a ponerles un visto bueno con el lápiz rojo, ya totalmente apaciguado. Después ya no me conformé con cifrar las opiniones sobre el tiempo que emitían mis colegas de redacción. Me pareció que era mejor inventar, y de acuerdo con las cifras que aparecían cada día en las columnas del diario, la ciudad se oprimía, sudaba, se sentía rejuvenecer con temperaturas primaverales, experimentaba lluvias de sangre detrás de los ojos y golpeteos furiosos y sordos en los tímpanos por los efectos de la presión atmosférica que yo había creado. Era una verdadera fiebre. Y me detuve y volví a inventar con prudencia cuando me di cuenta que Tomatis, que estaba al tanto de todos los detalles de mi empresa, empezaba a proponerme variantes cada vez más exageradas. Fue el seis de marzo, la noche de la comida que le hicieron al viejo Campo porque acababa de jubilarse. (Después de la comida, el viejo Campo fue a su casa y se envenenó.) Durante el discurso del director, Tomatis comenzó a sugerirme que inventara lluvias que no habían sucedido, por ejemplo lluvias que se suponía hubiesen caído de madrugada, y que poca gente hubiese estado en condiciones de confirmar o negar. Me di cuenta de que quería perderme. Al mismo tiempo comprendí que no me había conseguido el trabajo en el diario por compasión ni por ninguna otra razón humanitaria, sino por tener con quien conversar en la redacción o a quien pedirle prestado, de vez en cuando. Se lo dije. Y él se echó a reír y recitó:

I thought him half a lunatic, half knave, and told him so, but friendship never ends.

Y tenía razón. Pero yo me mantuve firme y murmuré:

– La sección Estado del Tiempo es mía. Yo soy el que decide si llueve o hace sol.

– Sin embargo -dijo Tomatis- yo soy el autor de la idea y entiendo que puedo tener voz en la cuestión.

Fumaba un cigarro, mordiéndolo y entrecerrando los ojos mientras me echaba el humo en la cara.

– Te voy conociendo -le dije-. Empezás por proponerme que difunda un chaparrón que nunca ocurrió y vas a terminar por inducirme a anunciar una lluvia de fuego.

– ¿Y por qué no? -dijo Tomatis, masticando las palabras a través del cigarro-. No estaría mal. Van a sentirse achicharrados como si el fenómeno hubiese ocurrido. Y además, Sodoma era Disneylandia en comparación con esta ciudad podrida.

Después se levantó, en medio del discurso del director, y salió del restaurante. Siempre hacía eso, por distracción, supongo. Había oído hablar de que tales cosas Tomatis no las hacía por distracción, sino simplemente por hijo de puta. Así que al otro día, en el velorio de Campo, fui y se lo pregunté.

– Tomatis -le dije-. ¿No te diste cuenta de que estaba hablando el director en el momento en que te levantaste?

– Sí -me dijo.

– ¿Y por qué te levantaste? -le dije.

– Me paga un sueldo para que escriba su diario, no para que oiga sus discursos -dijo.

Así que no lo hacía por distracción. Salimos del velorio de Campo y fuimos a un café.

– ¿Estás escribiendo? -le dije.

– No -dice Tomatis.

– ¿Traduciendo? -le dije.

– No -dice Tomatis.

Estaba mirando fijamente algo que se hallaba detrás de mí, por encima de mi cabeza. Me di vuelta. No había más que una pared desnuda, pintada de gris.

– ¿En qué estás pensando? -le dije.

– En el viejo Campo -dijo-. ¿No te dio la impresión de que parecía estar riéndose de nosotros? No, no lo digo en sentido literario. No me refiero al cadáver. Digo anoche, en la despedida. No debió haber ido a la fiesta. Debió haberse matado antes. Nos ha puesto en ridículo a todos. Ha sido siempre un viejo hijo de puta.

Yo le dije que a mí más bien me había parecido una buena persona.

Pero él ya no me estaba escuchando. Miraba la pared gris por encima de mi cabeza.

– Creo que se mató contra todos nosotros -dijo después.

Durante los cinco días de la suspensión, no salí de mi casa. Recién el cinco de marzo me afeité y salí. Me pasé los cinco días tirado en la cama, leyendo, sentado en un sillón de mimbre en la galería, al atardecer, o corriendo a la mañana cien vueltas de trote alrededor del paraíso del patio. De noche me sentaba en medio del patio, en plena oscuridad, con un espiral encendido para protegerme de los mosquitos, de cara a las estrellas. A las dos o tres de la mañana, a veces entraba mi madre. Yo la veía abrir la puerta de calle, mostrar su silueta negra durante un momento contra el hueco de la puerta, y después desaparecer en la oscuridad y con suavidad hasta el dormitorio. Oía el chirrido gradual de la puerta al abrirse y al cerrarse y después nada más. Ella creía que yo estaba durmiendo. Yo no volvía a remirar con normalidad hasta no sentirme seguro de que ella estaba completamente dormida. Después encendía un cigarrillo, me llenaba un vaso de ginebra con hielo en la cocina, me lo traía al patio, me desnudaba, y me sentaba a fumar y tomar ginebra de a cortos tragos. Me quedaba así hasta que empezaba a percibirse el primer destello de claridad diurna. A veces me masturbaba. La noche del cuatro de marzo, en que mamá no había salido, yo estaba con mi vaso de ginebra en una mano y el cigarrillo en la otra y de golpe se encendió la luz de la galería y vi a mamá contemplándome desde la puerta del dormitorio. Me miraba sorprendida. Yo me había tomado más de media botella. Me puse de pie de un salto.

– Salud -le dije, alzando el vaso hacia ella y mandándome un trago.

Ella estuvo parpadeando durante unos segundos, inmóvil, mirándome de arriba abajo. Después volvió a entrar en su dormitorio, dando un portazo, sin apagar la luz. Recién cuando estuvo adentro me di cuenta de que yo estaba completamente desnudo y con el pito parado.

A partir de ese día las cosas empezaron a andar mal entre Nosotros. Cosa de nada, al principio, pero cuando estábamos juntos nos poníamos de mal humor. Mi madre andaba alrededor de los treinta y seis años, por esa época, y se conservaba bastante bien. Era alta y muy bien formada y se vestía bien a la moda. Tal vez no tenía mucho gusto, porque prefería la ropa ajustada. Una idea aproximada del aspecto que ella tenía para esa época puede darla el hecho de que una vez que yo estaba con un tipo que había hecho la escuela secundaria conmigo y pasó mi madre por la vereda de enfrente y me llamó y me dio un beso, cuando volví el tipo me dijo que él conocía a esa mujer, que la había visto hacer strep-tease en un cabaret de Córdoba el año anterior. Yo le dije que era mi madre y que él debía estar confundido, porque mi madre por lo menos hacía siete años que no iba a Córdoba, y que de eso yo estaba bien seguro. Antes de que hubiese terminado la frase, el tipo ya había desaparecido. Yo creo que mi madre hubiese sido mucho más atractiva si se hubiese dejado el cabello oscuro, en vez de teñírselo de rubio al mes siguiente de que murió mi padre. Platinada no quedaba bien. Mi padre, mientras estuvo enfermo de cáncer en la cama, sabía discutir con ella por lo mucho que ella salía, y yo lo vi francamente enojado cuando ella le comunicó su deseo de teñirse el cabello. Mí padre dijo que no iba a permitírselo mientras él estuviera vivo. Mi madre le dijo que, después de todo, no estaba lejos el tiempo en que ella iba a poder decidir sola.