Выбрать главу

Pasemos ahora a las razones racionales. Establezco un esquema ideal de acontecimientos; si salió punto, seguirá saliendo punto. Debo apostar a la seguidilla de puntos. De salir banca, apuesto a la seguidilla de banca. Si sale un punto y una banca, un punto y una banca, etcétera, apuesto al juego llamado uno y uno, y juego alternativamente a punto y banca. Si observo que están saliendo dos puntos y dos bancas, juego dos veces a punto, y después dos veces a banca, y así sucesivamente.

Hay una segunda razón racional que me hace apostar, por ejemplo, a banca. Cuando han salido, supongamos, diez puntos seguidos, la lógica me hace suponer que corresponde que venga banca. Tiene ya más posibilidades el punto que la banca, porque en el pasado, la abrumadora mayoría de los casos ha demostrado que hay un límite para las seguidillas. Entonces, después del décimo pase de punto, juego a banca.

Siempre, mi referencia es el pasado. Cada jugada, sin embargo, preparada en el borde del futuro, sale hacia el pasado, atravesando la evidencia fugaz del presente. Cada presente es único. Ningún presente se repite; puede, a lo sumo, parecerse a algún otro presente ya confinado en el pasado, tener alguna semejanza con él. Creemos que porque en el pase anterior la banca le ganó al punto por nueve a seis, en este pase va a ocurrir lo mismo. Porque han salido ya veinte puntos; y tenemos la experiencia de que en el pasado jamás ha habido una seguidilla de puntos tan grande, que en el pasado siempre las seguidillas de punto son cortadas en una cifra prudencial por la aparición de una banca, en esta seguidilla de puntos, donde se han dado ya veinte, cifra completamente loca, una banca prudencial va a aparecer a tiempo para cortar la seguidilla.

Porque se han dado ya dos bancas, nuestra lógica nos dice que tiene, necesariamente, que darse una tercera. Porque ha habido cuatro pases de uno y uno, estamos seguros de que tiene que haber cuatro más.

Estas son las razones racionales por las que juego al punto y banca. Pero ya sabemos que la repetición no existe. Existe, a lo sumo, el parecido, la semejanza. Y de este modo, después de veinte puntos seguidos, pueden salir veinte más, treinta, cincuenta, mil, un millón mas de pases de punto. Puede suceder que diez generaciones de jugadores atónitos contemplen, transmitiéndose el fenómeno de padres a hijos, una seguidilla de puntos que dure mil años. Eso no impedirá que el jugador racional siga jugando a banca. Y puede suceder, también, que después de la seguidilla de un millón de pases de punto el jugador racional aprenda por fin y aproveche su experiencia, jugando a punto, y aparezca el pase de banca prudencial que han venido esperando diez generaciones.

En el juego de uno y uno jugaré a punto, después que ha salido banca, y a banca, después que ha salido punto. Eso no significa que no pueda venir banca después de banca, y punto después de punto. Al darme vuelta, viendo que el juego de punto se repite, jugaré a punto, lo cual no impide que aparezca otra vez la banca, reiniciándose otra vez el uno y uno. Que yo pueda seguir un juego durante diez pases, no significa que el pasado se esté repitiendo, sino que mi gesto, simplemente, ha coincidido con la realidad. Como cuando disparo un tiro al aire sin levantar la cabeza, y cae un pato salvaje.

Lo antedicho demuestra que, en el juego de punto y banca, todas las razones que rigen mis apuestas, tanto las racionales como las irracionales, son irracionales.

La singularidad de este juego reside en que se trata de un juego de naturaleza compleja que me impide desde todo punto de vista una conducta racional, un juego en cuyo interior, un espacio limitado, debo moverme con los manotazos de ciego de mi imaginación y mi emoción y en el que la única certeza que puedo verificar por medio de mis sentidos, se presenta ante mis ojos con un relumbrón rápido, cuando ya no me sirve porque he debido apostar a ciegas, y enseguida desaparece.

De esta manera, todas las apuestas, al punto y banca, son apuestas desesperadas. La esperanza es un accesorio edificante, pero inútil.

En su esfera, la experiencia no se capitaliza. Cada destello de evidencia está separado de cada destello de evidencia por un abismo, y la relación que existe entre ellos permanece fuera del alcance de nuestro conocimiento. No quiero decir que no haya una relación, sino sencillamente que no podemos conocerla. Digo que toda apuesta es desesperada, porque apostamos por un solo motivo: para ver. Dejamos en el lugar en que el espectáculo se manifiesta todo lo que tenemos porque, aunque ya no nos sirve, tenemos curiosidad por saber cómo era, qué había oculto detrás en el momento en que apostamos. Si la realidad coincide con nuestra imaginación, tenemos como premio un montón de excremento: dinero. No es raro que al salir de un pozo ciego traigamos con nosotros, adheridos a nuestra ropa de exploradores, cuajarones de mierda.

El primero de marzo llamé a Delicia al escritorio. Le dije que iba a pagarle la mensualidad. No dijo nada. Recogió los billetes de sobre el escritorio y se fue para la cocina. No hacía ni dos meses que había cumplido los quince años. Ahora tenía que usar unas blusas más amplias en la parte delantera y debajo de la espalda la pollera se le combaba. Me quedé hasta el anochecer en el escritorio, escribiendo mi séptimo ensayo: Sivana y la ciencia moderna: ¿conocimiento puro o compromiso? Al anochecer salí y me fui para la cocina.

Hacía calor. Delicia había terminado la limpieza y miraba el patio trasero a través de la puerta de tela metálica. Me preguntó si quería comer algo y le dije que era demasiado temprano. Después le pregunté si tenía en vista en qué iba a gastar su mensualidad. Me dijo en nada. Delicia, le dije entonces. ¿Me harías el favor de prestarme esos tres mil pesos hasta mañana? No dijo una palabra, fue hasta la pieza que ocupaba en la planta alta, un altillo, y volvió con una lata de té. Se paró al lado del fogón y la abrió.

Había un montón de billetes de mil adentro. Los contó, uno por uno, estirándolos, porque algunos estaban enrollados y otros hechos una pelota. Los fue amontonando en una pila y después los volvió a contar, humedeciéndose previamente el índice y el pulgar con la punta de la lengua. Eran cincuenta y cuatro mil pesos. Había trabajado durante dieciocho meses sin gastar un solo centavo. Se vestía con la ropa vieja de mi mujer que había quedado en el ropero desde el día de su muerte, sin que yo la hubiese siquiera tocado. Supuse que tendría puestos sus corpiños y sus calzones.

Me extendió el montón de billetes de mil y me dijo que podía usar lo que necesitara. Le pregunté cómo se las había arreglado durante dos años para vivir sin gastar ni siquiera diez centavos, y ella me contestó que no era así, que ella se había traído setecientos pesos que le habían quedado de un empleo anterior que había tenido. Después hice memoria y me acordé que en esos dieciocho meses no se había enfermado, no había salido más que hasta el mercadito de la esquina a hacer las compras, no había hablado con nadie que no fuese yo, salvo el carnicero o el panadero, y no había escuchado la radio o leído una revista (no sabía leer) ni había hecho otra cosa que no fuese limpiar la casa durante el día y pararse a mirar el patio trasero por la ventana de la cocina al atardecer. Le pregunté si no necesitaba la plata y me dijo que no. Entonces le dije que con diez mil pesos me alcanzaba y le devolví el resto. Me dio la caja con todo el dinero y me dijo que yo la guardara en el escritorio y que fuese poniendo allí todos los meses los tres mil pesos de su sueldo.

Después me dio de comer. No cruzamos una palabra durante la comida. Cuando me levanté, pasé al lado de ella y le acaricié la cabeza. Está en mi casa la más hermosa de todas las criaturas, le dije, y me fui para la partida.

Perdí los diez mil pesos, y diez mil más que prometí pagar al otro día. Me levanté a las dos de la tarde y fui derecho para el estudio, leí una historieta completa del Capitán Marvel, tildé los cuadros más importantes, y después me puse a escribir. Hacía todavía más calor que el día anterior. Sentía los párpados pesados, y la camisa hecha sopa, pegada a la espalda. Me quedé dormido sobre el escritorio. Cuando me desperté estaba anocheciendo. Fui y me di un baño y después me dirigí a la cocina. Delicia estaba sentada frente a la puerta de tela metálica. Miraba las manchas oscuras en el mosaico de la galería, las manchas que ni siquiera ella había podido borrar y eran la huella imperecedera de los gallos pardos de mi abuelo.

Delicia, le dije. He decidido enseñarte a leer y escribir. Todos los días a esta hora, vamos a dar una clase de lectura y escritura. ¿Te parece bien? Me dijo que le parecía bien. De acuerdo, Delicia, le dije. Manos a la obra, entonces. Fui al escritorio, traje un cuaderno y unos lápices, y los puse delante de ella. Tuve que enseñarle como se agarraba el lápiz. Con letra grande y muy prolija dibujé, más que escribí, el abecedario completo. Delicia miraba los trazos que yo iba dejando grabados sobre el papel rayado. Después hice una línea de separación debajo, y, dejando un renglón, dibujé la letra a. Ésta es la letra a, le dije. Llena ahora dos renglones con la letra a. Mientras tanto, dijo Delicia, vaya y aféitese.

Hacía tres días que no me afeitaba. Fui y me afeité. Cuando volví, Delicia había llenado dos renglones con la letra a. Algunas eran irreconocibles. Nadie hubiese dicho que algunas de ellas eran la letra a. No parecían la letra a de ningún modo. Después dibujé la letra b. Ésta es la letra b, le dije a Delicia. Llena ahora dos renglones con esta letra. Delicia se inclinó hacia el cuaderno y comenzó a dibujar, con gran aplicación y cuidado, la letra b. He sabido jugar cincuenta mil a una carta, y eran los últimos cincuenta mil que tenía. Y no deseé tan fuertemente que viniera mi carta como estaba deseando en ese momento que Delicia pudiese dibujar la letra b. Sacaba la lengua y se la mordía, y estaba tan inclinada sobre el cuaderno que pensé que en un momento dado su cara iba a chocar contra la hoja llena de garabatos. Por fin dibujó la primera. Debe haber demorado lo menos un minuto para hacerlo. Un minuto o más. Pero por fin la escribió. Y después se puso a llenar dos renglones con la letra b. Pensé que tenía tiempo de ir a darme un paseo por la otra punta de la ciudad y volver al otro día, y la iba a encontrar todavía llenando los dos renglones con la letra b.

Después le dije que por ese día bastaba y que me diera de comer. Durante la comida me preguntó sí no iba a darle deberes, de modo que cuando terminé de comer dibujé la letra c, dejé dos renglones en blanco y dibujé la letra d. Le dije que me llenara dos renglones de cada una para el otro día.

Fui al escritorio, saqué los cuarenta y cuatro mil pesos que quedaban, y me fui a jugar. Pagué los diez mil pesos que debía y perdí los otros treinta y cuatro mil. Esa noche no tuve crédito, así que me volví temprano y me fui a la cama. Al otro día temprano, salí al centro y gestioné una hipoteca sobre la casa. Cuando salí de la Inmobiliaria, encontré a Carlos Tomatis en la esquina del Banco Provincial. Estaba hablando con un vendedor de lotería. Me dio la mano y me preguntó si no jugaba a la lotería, y le dije que no jugaba contra Dios.

Estás cada día más flaco, Sergio, me dijo.

Le dije que podía tratarse de una opinión subjetiva de él, porque yo lo encontraba cada día más gordo.

Dijo que era posible. Después dijo que Dios no tenía nada que ver con el azar, que el Nuevo Testamento decía que Dios era capaz de ver hasta el último de los cabellos del último de los hombres. Y dijo que no uno por vez sino todos al mismo tiempo, y al mismo tiempo, uno por vez. Dije que todo eso era francamente aterrorizador, que no podía concebir que Dios lo estuviese vigilando tan al detalle. Pero que de todos modos, Dios tenía la pequeña desventaja de no poder jugar a la lotería. Vengo siguiendo el dos cuarenta y cinco desde hace un año, dijo después.