Yo le dije que por mi parte estaba fundido. Y que acababa de hipotecar mi casa.
Ideal para tirarte la manga, dijo Tomatis.
Después fuimos a un café a tomar un aperitivo. Tomatis insistió en ir al bar de la galería, así que caminamos hasta allá. Doblamos por San Martín y le dimos para el norte. El reino del azar es el reino del demonio, Sergio, hay que convencerse, me dijo Tomatis durante el trayecto.
Sergio. Es extraño, dije yo. Hace meses que nadie me llama Sergio.
Deberíamos vernos más seguido, dijo Tomatis.
En el bar de la galería me preguntó si había vuelto a escribir algún ensayo.
Estoy escribiendo uno, justamente, dije yo. Le conté de mi trabajo sobre Sivana. Tomatis sostuvo la tesis de que al lado de Sivana el Capitán Marvel era un personaje secundario. Que ya Superman había agotado la línea.
Le respondí que en parte tenía razón, y en parte estaba equivocado. Le dije que si analizábamos la cuestión desde el punto de vista ideológico, él podía tener razón pero que, de algún modo, los poderes de Superman, tenían un no sé qué de antihumanos. El hecho de que él venga de Cripton ya lo convierte en sapo de otro pozo. Cierra la puerta a las posibilidades humanas de cambio, dije yo. El Capitán Marvel, en cambio, se vale de la palabra. Es la apoteosis del poder de la palabra. Es la palabra mágica, Shazam, la que permite el alcance de los poderes. Está bien que la palabra Shazam no significa nada. Pero desde el punto de vista del comienzo del lenguaje, ninguna palabra significa nada. Shazam es al mismo tiempo una palabra mágica, y todas las palabras. En ese sentido, el Capitán Marvel es un personaje simbólico.
¿Y qué pasa con Sivana?, dijo Tomatis.
Sivana representa la ciencia moderna. El ansia de poder disimulada detrás del cuento de la ciencia pura, dije yo. Yo pongo en el título del ensayo un interrogante: ¿ciencia pura o compromiso? La tesis del ensayo es que Sivana simula estar por la ciencia pura, pero que estar por la ciencia pura es un compromiso, y un compromiso activo. Se trata de una coartada ideológica.
Inteligente. Mucho, dijo Tomatis. Después agregó que estaba citando.
Tomamos un aperitivo, y después otro. Después de pagar los aperitivos, Tomatís sacó del bolsillo un billete de cinco mil pesos y me lo extendió. Me dijo que era a cuenta de lo que me debía, pero, que yo supiese, no me debía nada.
Nos separamos e-n la esquina de Casa Escassany, justo cuando el reloj daba la una. Le dije que me llamara por teléfono una de esas tardes, que cuando tuviese listo el ensayo se lo iba a leer. Me contestó que iba a llamarme y se fue para el diario.
Hacía todavía más calor que los días anteriores. Había un sol matador. Las hileras de casas no proyectaban un centímetro de sombra. Compré unas uvas en una verdulería y me fui para mi casa. Cuando llegué Delicia me preguntó si quería comer y yo le dije que para eso llevaba las uvas. Las puse en el congelador de la heladera para que se pusiesen bien frías, me lavé la cara, y me fui para el escritorio. Estuve unos diez minutos releyendo unas tiras de Superman, porque la conversación con Tomatis me había dejado algunas dudas. Después llame a Delicia. Cuando entró, le dije que se sentara. Sentía que mi cara ardía, y no del calor.
Delicia, le dije. He estado jugando con tus cincuenta y cuatro mil pesos, y los he perdido.
Delicia permaneció callada. Me pareció notar una expresión de extrañeza en su rostro. Pensé que ella no sabía que yo jugaba, y que debí habérselo dicho antes de pedirle prestado. Pero no dijo ni una palabra.
Sí, Delicia, dije yo. Perdí todo, hasta el último centavo.
Ha tenido mala suerte, dijo Delicia.
Muy mala suerte,?, dije yo.
¿Y ahora no tiene más nada para jugar?, dijo Delicia. Tengo cinco mil pesos, dije yo. Me los ha prestado un amigo. Pero no pienso jugarlos sino ponerlos en tu caja de ahorros.
Abrí la caja, saqué el billete del bolsillo, y lo dejé caer en el interior de la caja. Después cerré la caja. No los guarde, dijo Delicia. Juéguelos.
¿Que juegue los cinco mil pesos, después de haber perdido todos tus ahorros?, dije yo.
Si se los di es porque pensé que me los pedía para jugarlos, dijo Delicia.
Así que ella sabía que yo jugaba. Debió haber escuchado alguna conversación telefónica, porque, que yo supiese, desde que ella entró a trabajar, nadie había pisado mi casa. Había limpiado mi casa enteramente, salvo las manchas oscuras de los gallos pardos de mi abuelo, imborrables, cobrando la mísera suma de tres mil pesos mensuales, sin gastar un centavo durante dieciocho meses, y después me había dado todos sus ahorros para que yo los perdiera en dos horas. Me levanté y le di un beso en la frente.
Que Dios te bendiga, le dije. Que Dios bendiga cada uno de tus cabellos y te tenga en la gloria, por toda la eternidad.
Delicia se echó a reír y después dijo que se iba a dormir la siesta. Le dije que comiera unas uvas, que las había comprado para ella, y que no lustrara la chapa de la puerta, que no valía la pena.
Es trabajo inútil, le dije.
Delicia dijo que no era inútil que todo estuviese limpio y después se fue. Oí el ruido de la puerta de la heladera, al abrirse, y después al cerrarse. Me puse a trabajar. Leí otra vez toda la tira de Superman, y releí los cuadros tildados del Capitán Marvel. Después rebusqué en el archivo y saqué una tira completa de Mary Marvel. Trasladada a un personaje femenino, la historia no tenía ningún atractivo. Mary Marvel no inspiraba ningún respeto, con su aire de universitaria norteamericana. La sospechaba machorra. Después me pregunté si Clark Kent y Luisa Lane se acostarían juntos. Me pregunté por la sexualidad de Superman, durante horas sin llegar a ninguna conclusión. Se veía que Clark sentía afecto por Luisa, pero no pude apreciar si ese afecto llegaba a ser atracción sexual. Al fin, sin saber por qué, me expedí por la negativa.
A las cinco, Delicia me trajo mate amargo. Sabía que yo tomaba mate a esa hora, pero nunca me había traído. Tomé el primero y le dije que me había retrasado tres días en enviar la carta bimensual a su madre, de modo que le pregunté si quería mandar a decir algo. Supuse que los últimos acontecimientos podían variar su mensaje, que durante los dieciocho meses había sido: Que estoy bien, pero me dijo exactamente lo mismo. Después le dije que me dejara la pava y el mate y escribí durante una hora.
Al anochecer nos ocupamos de la letra e y de la f. Ahora, Delicia escribía un poco más rápidamente, y los renglones de letras iban haciéndose más parejos y las letras más parecidas unas a otras. Después comí y me fui a jugar.
Llevaba el billete de cinco mil pesos hecho una pelota en el bolsillo del pantalón. Cuando llegué a la partida, acababa de comenzar. Un montón de jugadores parados se inclinaban hacia la mesa por encima de las cabezas de los jugadores sentados en primera fila. Me hice lugar detrás de uno de los empleados y me puse a contemplar la partida. Por las dudas, miré el cartón de anotaciones del jugador que se hallaba sentado a la izquierda del empleado. Acababan de salir dos bancas. Pensé que tenía que salir banca otra vez, pero me abstuve de jugar, y vino punto. Apreté el billete en el interior del pantalón y lo hice una pelota todavía más compacta y achatada. Mi mano sudaba, y la consistencia dura del billete, crocante, iba desapareciendo para convertirse en una cosa blanda y húmeda.
Pensé que si hacía diferencia a mi favor con los cinco mil pesos, iba a anular la hipoteca.
En el próximo pase vino la banca. La razón me dijo lo siguiente: se ha declarado un juego de dos pases de banca y uno de punto. Tiene que venir una banca más para que después venga el punto. Si viene la banca en el próximo pase, entonces, en el siguiente, corresponde jugar a punto.
Cuando vino la banca, tal como yo lo había calculado, cambié el billete de cinco mil por cinco fichas rojas de mil pesos. Puse tres a punto, y vino una tercera banca.
Por lo tanto, el juego de dos bancas, un punto, se había quebrado en favor de la banca. Puse las dos fichas de mil pesos a banca, y vino banca. Cobré los cuatro mil y esperé.
Vinieron otras dos bancas. Se habían dado, por lo tanto, seis bancas. Eran demasiado bancas. A mi juicio, correspondía jugar a punto. Por lo tanto, jugué los cuatro mil pesos a punto, y vino punto, de modo que cobré los ocho mil.
El próximo fue un empate de seis. La tradición dice que después del empate de seis, viene banca. Jugué cinco mil a banca. No vino banca, sino un empate de siete, y como la tradición dice que después del empate de siete no viene banca, sino punto, retiré lo que había puesto a banca, y los puse a punto. Vino banca.
Después jugué los tres mil pesos a banca, y vino banca, y enseguida jugué cinco mil a banca y vino otra vez banca. Tenía en la mano una ficha amarilla, ovalada, de cinco mil pesos, y seis fichas rojas rectangulares de mil pesos. Fui hasta el bar, tomé una taza de té, y volví a la mesa diez minutos más tarde. Me abrí paso entre los tipos parados alrededor de la mesa y me ubiqué otra vez detrás del empleado, inclinándome hacia la mesa por encima de su hombro izquierdo.
Ni siquiera miré el cartón del tipo que estaba sentado a la izquierda del empleado. Ahora tengo que jugar a punto, pensé. Jugué los once mil pesos a punto. Vino punto. El empleado me entregó una ficha rectangular, verde, que tenía grabada en el centro la cifra de diez mil, en números dorados. Me dio además una ficha ovalada de color amarillo y siete rectángulos rojos.
Si llego a treinta mil, pensé, anulo la hipoteca de la casa
Ahora tenía que venir punto otra vez. Algo me decía en el corazón que iba a venir punto por segunda vez, jugué ocho mil, entregándole al empleado la ficha amarilla, de forma ovalada, y tres fichas rectangulares de color rojo. Si viene punto, pensé mientras se las daba, hago con estos ocho treinta mil, y anulo la hipoteca de la casa. Algo volvía a decirme en el corazón que iba a haber un tercer punto. No es nada más que un tercer punto, no es demasiado pedir que venga. Hubo un empate de ocho, y después vino punto. Durante el empate pensé retirar las fichas que había puesto, pero algo me dijo que tenía que tener paciencia, y confiar. El empleado me dio una ficha verde, rectangular, con el número diez mil grabado en cifras doradas, una ficha amarilla ovalada, y un rectángulo rojizo. Yo tenía en la mano dos fichas con la cifra grabada en dorado, una ovalada amarilla, y cinco rectángulos rojizos. Me alejé de la mesa y me fui para el bar. Tomé una segunda taza de té. Saqué una ficha de mil del bolsillo del pantalón y pagué el té. Recibí el cambio en efectivo y me lo guardé en el otro bolsillo.
Sentía la camisa pegada a la espalda, y toda la cara húmeda. Cuando me incliné hacia la taza de té, una gota de sudor cayó de mi frente y se diluyó en el té. Cuando terminé de tomar el té, sudándolo en el acto, de modo que el sudor me corría por toda la cara y toda la camisa estaba hecha sopa, cuando dejé la taza vacía sobre la mesa y me entretuve un momento mirando las figuras extrañas que formaban las hojas en el fondo de la taza, ya había tomado una decisión, de modo que volví a la mesa de juego.