Hablan de vicios solitarios, y de vicios que no lo son. Todos los vicios son solitarios. Todos los vicios necesitan de la soledad para ser ejercidos. Asaltan en soledad. Y al mismo tiempo, son también un pretexto para la soledad. No digo que un vicio sea malo. Nunca puede ser tan malo como una virtud, trabajo, castidad, obediencia, etcétera. Digo sencillamente cómo es y de qué se trata.
Llegué a la mesa exactamente en el momento en que el tipo sentado a la izquierda del empleado se levantaba dejando la silla libre y haciendo una pelota con su cartón de anotaciones. Me senté en su lugar, saqué las fichas del bolsillo y las puse sobre el paño, contra el borde de la mesa. Las coloqué en orden: primero, apoyándose en el borde, una de diez mil, después la otra, después la ovalada de cinco mil y después los cuatro rectángulos rojizos. El empleado me dijo que era mi turno para la banca. Puse el óvalo amarillo. Mi plan era dejar en el casillero de la banca el óvalo amarillo hasta que se pudriera. Significaba que, después del primer pase, habría diez mil pesos, después del segundo, veinte, después del tercero, cuarenta, después del cuarto, ochenta, después del quinto, ciento sesenta, y así sucesivamente.
Cuando el punto dio vuelta las cartas, se vio que era un rey de diamante y una dama de trébol. Vale decir que tenía cero. Di vuelta las mías, y se vieron un ocho de corazones y un cuatro de diamante. Por lo tanto tenía dos, dos veces más que cero. Le dieron una tercera carta al punto, y se vio que era un as.
Yo le llevaba mil metros de ventaja. Con todas las cartas del mazo ganaba, salvo el nueve, con el que empataba, y el ocho, con el que hacía cero (dos más ocho, cero). Me dieron el ocho. Así que la banca pasó al próximo jugador, el tipo que estaba a la derecha de! empleado. Tengo que llegar otra vez a treinta mil, pensé, para anular mañana la hipoteca de la casa.
Erré cuatro paradas seguidas de cinco miclass="underline" en la primera, jugué a banca y vino punto, en la segunda volví a jugar a banca y volvió a venir punto, en la tercera, jugué a punto y vino banca, y en la cuarta jugué a banca, me arrepentí porque hubo un empate de siete, lo cual marcaba la posibilidad de que viniese punto, retiré la ficha de banca, la puse a punto, y vino banca.
Estaba sudando tanto, que en las orejas sentía unas gotas de sudor que vistas desde fuera debían parecer lágrimas. De vez en cuando, unas gotas caían sobre el paño y dejaban un redondel húmedo que después se evaporaba. Los cuatro últimos rectángulos rojizos no habían quedado apilados contra el borde de la mesa sino desparramados sobre el paño. Yo los juntaba, sin mirarlos, y los volvía a desparramar. No los miraba. Con los dedos de la mano izquierda realizaba la misma operación una y otra vez. Por fin me separé de ellos, apilándolos prolijamente y haciéndolos deslizar por el paño hasta las manos del empleado. A punto, dije.
Y vino banca. Pensé en la caja de té de Delicia, donde había estado guardando sus ahorros de dieciocho meses y decidí que no había la menor diferencia entre su conducta y la mía. Era exactamente lo mismo. Únicamente que uno lo cambiaba por unas figuras geométricas de nácar, de todos colores, y la otra los guardaba en una caja de tata. Me levanté, crucé la sala en dirección a la salida. En la escalera metí la mano en el bolsillo del pantalón y palpé los billetes que me habían dado como cambio de la ficha de mil. Me detuve en medio de la escalera, saqué los billetes del bolsillo, y los conté. Había novecientos cincuenta pesos. Todavía quedaban unas monedas en el bolsillo; eran todas de diez, y sumaban sesenta pesos. Tenía en total mil diez pesos. Así que volví a subir las escaleras. Fui directamente a la caja y cambié los mil pesos, entregando los novecientos cincuenta pesos en billetes y las cinco monedas de diez. Pedí fichas de quinientos. El cajero me dio dos redondeles plateados, del tamaño de monedas de veinticinco pesos. Ese plateado era un lujo, porque eran charamusca. Pura vistosidad. Por cabala, las guardé en el bolsillo superior de la camisa, en vez de guardarlas en el bolsillo del pantalón, como había hecho con las otras. Mi corazón golpeaba tan fuerte, que mientras caminaba hacia la mesa pensé que al dar sobre las fichas, que estaban en el bolsillo izquierdo, iba a hacerlas tintinear. Al primer pase ya no hubo peligro de que tintinearan, porque quedó una sola. Di la vuelta y me ubiqué detrás del empleado, jugando por encima de su hombro izquierdo. De modo que estaba exactamente en el punto opuesto del que había estado un rato antes.
Durante cinco o seis pases no jugué ni a punto ni a banca. No jugué a nada. Ni siquiera miré qué estaba pasando con las barajas. Me limité a esperar mi pálpito. Dejo que mi mente se vacíe, de todo, abro el tapón y dejo que todo se vaya al resumidero. Todo: recuerdos, deseos, cálculos, razones. Todo por el resumidero al pozo negro, de modo que la mente quede vacía como la hoja vacía en la que Delicia escribió su primera letra. Únicamente que el pálpito se escribe a sí mismo, se graba con letras de fuego capaces de horadar la roca, en el vacío de la mente. Si uno sabe vaciar la mente del todo, y sobre todo no engañarse, y sentirse capaz de esperar, el pálpito llega. Al llegar, dijo banca, así que saqué el redondel plateado del bolsillo de la camisa y le dije al empleado que lo jugara a banca. Recibí dos redondeles plateados y enseguida volví a jugarlos a banca; me devolvieron dos rectángulos rojos. Después jugué uno a banca y me devolvieron dos. Jugué dos, y me devolvieron cuatro. Tenía por lo tanto cinco rectángulos rojos. Iba a jugarlos, y en ese momento se cortó la luz.
Hicimos cola en la caja, y cambiamos nuestras fichas a la luz de un sol de noche. Recibí un billete de cinco mil pesos, tan arrugado y húmedo que pensé que era el mismo que yo había cambiado por fichas al llegar. Después bajé las escaleras, guiado por la linterna de un empleado, y salí a la calle. Atravesé la ciudad oscura y me fui a dormir, alumbrándome con fósforos para abrir la puerta de calle y encontrar mi dormitorio.
Al otro día me despertó Delicia golpeándome la puerta y diciendo que me llamaban por teléfono. Debía hacer seis meses que no recibía una llamada. Y creo que la última, seis meses antes, había sido un tipo que se había equivocado de número. Era Marquitos Rosemberg. Me dijo que quería hablar conmigo esa misma mañana. Le dije que se viniera para mi casa, colgué, y me di un baño. Hacía todavía más calor que los tres días anteriores.
Marquitos llegó media hora después, cuando yo estaba comiéndome las últimas uvas que habían quedado del día anterior. Estaba en mangas de camisa y traía un portafolios negro en la mano. Me di cuenta de que venía de Tribunales. En la Inmobiliaria me habían pedido referencias y yo había dado su nombre. Hacía tres años que no lo veía, y vivía a ocho cuadras de mi casa. La última vez nos habíamos encontrado de pasada, en la calle. Él iba por una vereda y yo por la otra, en dirección contraria. Nos saludamos sonriendo y alzando la mano. Eso había sido todo.
Lo llevé a mi escritorio y le alcancé unas uvas en un plato. No eran más de cinco o seis, y me privé de ellas para ofrecérselas. Marquitos fue tragándoselas una a una, escupiendo la cáscara y las semillas en el plato. Yo tenía en el bolsillo del pantalón el billete de cinco mil, hecho una pelota húmeda.
Así que vas a hipotecar la casa, dijo Marquitos, cuando terminó la última uva.
Le dije que efectivamente, así era.
Prueba de que estás muy mal, dijo Marquitos.
Le contesté que sí, que estaba muy mal. Que nunca, que yo recordase, había estado peor. Pero que no sabía de nadie que estuviese mejor que yo a menos que se hubiese vuelto loco, o acabara de morir. Después llamé a Delicia y le dije que, si tenía tiempo, nos hiciera café.
Marquitos me dijo que iba a tratar de encontrar algún medio de ayudarme. Le contesté que el único medio de ayudarme era darme medio millón de pesos.
¿Medio millón?, dijo Marquitos. Abrió los ojos y se inclinó hacía adelante. El sillón crujió.
Medio millón, sí, dije yo. Mi casa está en el centro, es nueva, y tiene dos plantas. Vale cinco millones de pesos, o más. La pongo de garantía. Quiero medio millón de pesos, y todo arreglado.
Medio millón de pesos, dijo Marquitos. ¿Para qué querés medio millón de pesos, Sergio?
Para jugar al punto y banca, dije yo. Marquitos se apoltronó en el sillón y se echó a reír. Como chiste, dijo, es de gusto dudoso. Será de gusto dudoso, dije yo, pero no es un chiste. He dicho que quiero medio millón de pesos para jugar a punto y banca y no lo he dicho por hacer un chiste. Desde luego, dijo Marquitos.
Me he jugado hasta los ahorros de dieciocho meses de mi sirvienta, dije yo.
No pretenderás que te haga un cheque por medio millón de pesos para que vayas a jugarlo. Ni que dé buenas referencias tuyas para que hipoteques tu casa, dijo Marcos.
No pretendo nada, dije yo. Estoy llegando a los cuarenta años. No tengo hijos ni parientes de ninguna clase. Vivo en una propiedad que no he robado con argucias a ninguna anciana paralítica incapaz de defenderse. ¿Soy o no dueño de hipotecarla, si se me da la gana?
Dueño, absolutamente, dijo Marquitos. Muy bien, dije yo. ¿Qué pasa entonces? El juego es autodestrucción, dijo Marquitos. Le dije que no había dado su nombre como referencia para que viniera a mi casa a mostrarme los progresos que había hecho en el Ejército de Salvación. Después entró Delicia con los cafés. Marquitos la miró. No le sacó la vista de encima hasta que desapareció de la habitación.
Te has jugado los ahorros de esa criatura, dijo después, mirándome.
Ella misma me los dio para que los jugara, dije yo.
La habrás engañado de alguna manera, dijo Marquitos.
No la engañé, dije yo. fui honradamente y le pedí que me prestara tres mil pesos y ella me dio todo lo que tenía diciéndome que hiciera lo que quisiese y que yo mismo se los guardara.
Marquitos se limitó a sacudir la cabeza y a echarle azúcar a su café. Durante algunos minutos no dijimos una palabra. Después lo miré a la cara.
¿Vas a dar o no esas referencias?, le dije.
Sí, dijo Marquitos, voy a darlas.
Después abrió el portafolios. Sacó el talonario de cheques.
No quiero nada, dije yo. Sos el segundo tipo que quiere darme plata en dos días, aparte de Delicia. Y no insistas, porque no puedo darme el lujo de vacilar demasiado en recibirlo.
Pequeño burgués podrido, dijo Marquitos.
Es mejor un pequeño burgués podrido que un pequeño burgués sano, dije yo. Es mejor una manzana podrida, que una sana, porque la manzana podrida está más cerca de la verdad que la manzana sana. La manzana podrida es un espejo en el que pueden mirarse un millón de generaciones antes de reventar.
Aforismo que no te honra, dijo Marquitos.
Probablemente, dije yo.
Después le dije que necesitaba que la hipoteca se arreglara lo antes posible. Me preguntó si estaban todos los papeles en regla y le respondí que sí.