Supongo que como todo jugador, tendrás la ilusión de algún método seguro para ganar, dijo Marquitos.
No tengo ningún método seguro para ganar, dije yo. Tengo incluso certeza de que voy a perder. Pero quiero jugar. Si tuviese algún método seguro para ganar, no jugaría más.
No entiendo nada, dijo Marquitos.
No juego para ganar. Mientras tenga para comer y pagar la luz, me alcanza y sobra. Y así tenga que alumbrarme a vela y comer una vez a la semana, voy a seguir jugando. El finado mi abuelo sostenía que la única manera segura de ganar al poker era haciendo trampas. En eso se ve que era hombre de otra generación. Y sobre todo, que no le gustaba el juego. Yo jugaría incluso contra un tipo que me esté haciendo trampas, si la trampa que hace me permite alguna chance. He jugado al poker contra tres tipos que estaban en combinación y habían pasado un mazo de cartas marcadas, y les he ganado. No hay trampa que valga cuando un tipo tiene la suerte de su lado. Y yo he optado por considerar la trampa como un margen mayor de suerte contraria, nada más. Quiero ese medio millón de pesos para estar tranquilo al menos durante quince días y gozar del juego sin angustiarme a cada momento durante la partida pensando de dónde voy a sacar plata para jugar al otro día, si me secan. Si yo anduviese buscando un buen pasar no jugaría: me dedicaría al comercio o seguiría siendo penalista.
No creo que la cuestión de la hipoteca pueda arreglarse antes de quince días, dijo Marquitos. Y eso porque yo conozco muy bien a los tipos de la Inmobiliaria, y me deben favores.
Ya lo sé, dije yo. Por eso recurrí a ellos.
Voy a tratar de que salga lo antes posible, dijo Marquitos.
Te lo agradecería, dije yo.
Marquitos guardó el talonario de cheques, cerró el portafolios, y se paró. Yo también me paré. Estuvimos mirándonos unos segundos sin parpadear.
Sergio, dijo Marquitos. Tendríamos que vernos de vez en cuando. Tendríamos que salir a tomar una copa.
Nos aburriríamos, dije yo. Después traté de sonreír. Seguirás en el partido, supongo, dije.
Sigo, sí, dijo Marquitos.
Es un vicio, como cualquier otro, dije yo.
Marquitos volvió a sacudir la cabeza. Se dio vuelta y avanzó hacia la puerta. De pronto se detuvo, quedó un momento de espaldas, y volvió a mirarme. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Pensé que se debía al dolor, que tenía los ojos enrojecidos y sudaba. Pero no, estaba llorando. No propiamente llorando, sino con los ojos llenos de lágrimas.
Habrás leído los diarios, la semana pasada, supongo, dijo, vacilando ante cada palabra.
Le dije que hacía años que no leía un diario.
César Rey, dijo Marcos. Se mató. En Buenos Aires.
¿El Chiche?, dije yo. No podía esperarse otra cosa de él.
No, dijo Marcos. Fue un accidente. Resbaló en el andén del subterráneo y lo pisó un tren.
Estaría borracho, supongo, dije yo.
Marquitos se pasó el dorso de la mano por los ojos. Ya no lagrimeaba.
¿Y Clara?, dije yo.
Está aquí otra vez, dijo Marcos.
Después se fue. Lo acompañé hasta la puerta y me quedé, viéndolo alejarse muy pegado a la pared, para aprovechar la franja de sombra que iba estrechándose a medida que avanzaba la mañana. Me quedé parado en la puerta hasta que dobló la esquina. También yo hubiese lagrimeado de llegar a enterarme que al tipo que se fugó con mi mujer lo pisó el subterráneo, y mi mujer está en vísperas de volverse para casa. Habría llorado a gritos, más que lagrimear. No porque el tipo haya sido mi íntimo amigo, sino porque mi mujer está por volver a casa. Lo habíamos pasado bastante bien con Marquitos y el Chiche, muchos años antes. Al Chiche hacía pilas de años que no lo veía. También él sabía jugar.
A la noche me fui otra vez para el club, después de enseñarle un par de letras más a Delicia y comer algo. Durante el día no trabajé nada. Después que Marquitos se fue me metí en la cama y dormí hasta el atardecer. En el club, perdí los cinco mil pesos y no conseguí un centavo de crédito. Al otro día me levanté tarde y me fui derecho para el escritorio. Delicia me trajo mate a las cinco.
Delicia, le dije. He notado que no escuchas la radio. ¿Puedo saber a qué se debe?
Delicia dijo que no le gustaba.
¿Estás segura de que no va a empezar a gustarte de ahora en adelante?, dije yo.
Dijo que estaba completamente segura.
Voy a llevarla para que le den una revisada, entonces, dije yo.
Así que envolví la radio con unos diarios viejos, a los que até con un hilo grueso, y salí a venderla. En dos horas fui a tantas casas de electricidad y la envolví y desenvolví tantas veces, que ya no quedó papel. Mi pretensión de venderla como nueva se desmoronó, así que fui directamente a una casa de empeños. Me dieron mil setecientos pesos por ella. Compré dos kilos de uvas blancas y me volví para casa. Fui pellizcando los racimos durante el trayecto, y cuando llegué encontré a Delicia en la cocina. Miraba en el corredor del patio trasero las manchas oscuras de los gallos de mi abuelo.
No salen con nada, dijo. Las hizo mi abuelo, y ya murió, dije yo. Esa noche, en el club me dieron tres fichas plateadas, redondas. Las perdí una detrás de la otra. No pude ni tener la satisfacción de decir después que había acertado una sola parada. Tampoco pude entretenerme a la salida, durante el trayecto de vuelta a mi casa, en las posibilidades que pudieron haberse dado en algún momento de la jugada. Erré los tres tiros consecutivos que jugué. No hubo ninguna posibilidad. Me acosté hecho sopa por el sudor, pero dormí de un tirón hasta después de mediodía. Hacía un calor matador. Me di un baño y me fui para el escritorio. Estuve dos horas hojeando una colección completa de Blondie, que había recortado o hecho recortar de la revista Vosotras durante los últimos quince años. Recortaba cada semana la tira completa, que salía en la última página, y la pegaba en una hoja de carpeta. Después pasaba la hoja por los cordones de una carpeta escolar y la archivaba. Las últimas tiras estaban recortadas, pero no las había pegado a ninguna hoja de carpeta. Estaban entre la última página de la carpeta y la tapa, encimadas unas a otras. Eran como cincuenta.
Después me quedé horas sin hacer nada, con todas las tiras desparramadas sobre el escritorio. Estuve todo el tiempo mirando un punto impreciso del vacío, sin verlo. De vez en cuando carraspeaba, entrecerraba los ojos, y nada más. A las cinco, Delicia entró con el mate. Reconocí en el vestido que llevaba puesto un viejo batón de entrecasa de mi mujer, floreado y todo descolorido. Vi que acababa de lavarse y peinarse, porque tenía el pelo húmedo y estirado hacia atrás, y una gota de agua le caía por la frente. El vestido le quedaba demasiado grande todavía, pero un tiempo más y tal vez le quedaría estrecho.
Delicia, le dije. Un par de días más, y voy a comprarte un libro de lectura.
Me dijo que primero tenía que aprender a leer, y yo le expliqué que un libro de lectura era justamente para aprender a leer. Después se fue y me dejó solo. Diez minutos después me puse a recorrer la casa, buscando qué vender. Encontré un revólver Ruby, treinta y ocho largo, que había sido de mi abuelo. Salí a venderlo y volví al anochecer, con el revólver metido en la cintura. No disparaba. Cuando entré a mi casa fui derecho al teléfono. Busqué el número de Marquitos Rosemberg y lo llamé. Atendió él mismo.
Marquitos, le dije. Sergio.
Sí, dijo Marquitos. He hablado justamente esta mañana con los tipos de la Inmobiliaria. Van a entregarte el dinero el cinco de abril.
¿El cinco de abril?, dije yo.
Sí, dijo Marquitos. El cinco de abril. Iba a llamarte justamente en este momento para avisarte. Supuse que estarías esperando mis noticias, o algo así.
Sí, dije yo. Pero no te llamaba por eso.
¿No?, dijo Marquitos. ¿Y por qué me llamabas?
Por la cuestión del cheque que ibas a darme ayer, dije yo.
¿Qué pasa con ese cheque?, dijo Marquitos.
Nada, dije yo. Lo estoy necesitando. ¿Por cuánto pensabas hacerlo?
No había decidido nada, dijo Marquitos. Iba a preguntarte cuánto necesitabas, y después lo iba a hacer.
¿Podes hacerlo por treinta mil pesos?, dije yo.
¿Treinta mil?, dijo Marquitos. Sí. Puedo. Mañana de mañana sin falta te lo llevo.
No, dije yo. Lo quiero ahora.
¿Ahora?, dijo Marquitos. Estoy propiamente en pelotas, y a punto de meterme en la bañadera.
Puedo pasar a buscarlo, dije yo.
Marquitos vaciló y después me dijo que iba a ser mejor encontramos en un bar del centro. Propuso el de la galería. Después colgué. Le di la lección de escritura a Delicia y después me fui al centro. Cuando llegué al bar de la galería eran las nueve. Marquitos estaba sentado a una mesa y tenía el cheque en la mano. Había una taza vacía de café sobre la mesa. El cheque estaba al portador y era por treinta mil pesos. La firma de Marquitos era un garabato ininteligible.
Está muy bien, dije yo, recibiendo el cheque. Faltaba resolver ahora un último problema: quién va a cambiármelo.
Eso es fácil, dijo Marquitos. Dame el cheque.
Se lo entregué y se levantó, fue hasta la caja, y se puso a hablar con la cajera. La cajera sacudió la cabeza, y Marquitos volvió, diciendo que el dueño del bar no estaba. Quedo parado cerca de la mesa, pensativo, con el cheque en la mano derecha y un llavero que hacía tintinear en la izquierda. Después dijo que volvía enseguida, y desapareció por quince minutos. Volvió con tres billetes de diez mil hechos un rollo, en la mano derecha. Mientras se sentaba los dejó sobre la mesa. Yo los recogí y los guardé en mi bolsillo. Marquitos me miraba con fijeza, con una especie de mueca alegre y asombrada en la cara.
Si no tuvieses la piel tan oscura, de nacimiento, dijo, la gente se daría cuenta al verte de que el sol del verano ni te ha rozado. Estás muy flaco, Sergio.
Después me preguntó si había comido y le dije que no, y entonces me invitó a comer.
Tenías un compromiso, dije yo.
Lo suspendí, dijo Marquitos.
Has hecho mal, dije yo. Vamos a aburrirnos.
Yo voy a encargarme de sacar adelante la conversación, dijo Marquitos.
Fuimos a una parrilla y nos sentamos en una de las mesas del patio. Desde donde yo estaba sentado, podía ver el fuego de la parrilla y el asador que manipulaba con el fuego y la carne sin acercarse demasiado a ellos. Cada vez que realizaba una tarea junto al fuego, se volvía hacia una especie de mostrador en el que atendía a los mozos y de vez en cuando se mandaba un trago de vino. Estuve mirando todo el tiempo lo que hacía. Después empecé a especular sobre si tomaría o no el vaso de vino cada vez que se volvía. Pensaba en qué momento el hecho iba a producirse: si después de haber atendido a un mozo, después de remover las brasas o después de retirar de un gancho que colgaba cerca de la parrilla una tira de carne, salarla y estirarla sobre la parrilla. Mentalmente, comencé a tratar de adivinar en qué momento preciso su mano se iba a estirar hacia el vaso de vino para agarrarlo y mandarse un trago. Acerté seis veces y erré dos. Marquitos me preguntó qué me pasaba, que no decía una palabra, y yo le dije que me sentía lo más bien y que estaba contento de que hubiésemos salido a comer. En el patio de la parrilla, el calor no se notaba. Corría una especie de brisa, y el humo de la parrilla espantaba a los mosquitos.