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Marquitos me preguntó se había leído El jugador de Dostoievski, y cuando le dije que sí me preguntó qué opinaba. Le dije que me había parecido bueno. Terminamos de comer y fuimos a tomar un café al centro, en el auto de Marquitos. Era un coche chico, de color celeste. Tomamos un café en el bar de la galería, pero ya ni siquiera Marquitos trató de hablar. Me preguntó si quería ir a alguna parte y le dije que si iba de camino me dejara en la puerta del club. Cuando llegamos, Marquitos detuvo la marcha y apagó las luces del coche. Dijo que quería verme en acción y que bajaba conmigo. Le dije que se iba a aburrir pero me contestó que de todos modos no había posibilidad de que se aburriera más que durante la comida, y salió del coche. Cuando llegué al pie de la escalera que llevaba a la sala de juego, yo ya había empezado a sudar. Le dije a Marquitos que me esperara cerca de la mesa y fui a la caja. Entregué un billete de diez mil y me dieron un óvalo amarillo y cinco rectángulos rojizos. Los puse en el bolsillo superior de mi camisa y fui donde estaba Marquitos. Ni siquiera me oyó llegar: tenía los ojos clavados en el centro de la mesa.

No había una sola silla desocupada, y los jugadores se apretaban en torno de la mesa. Tuve que ponerme en segunda fila y ver lo que pasaba por encima de los hombros de los tipos parados detrás de las sillas. Comprobé que Marquitos estaba en puntas de pie, y que se balanceaba levemente. Tenía los ojos muy abiertos. Le pregunté qué había sido el último pase y me dijo que había sido banca. Por encima del hombro de uno de los tipos parados en segunda fila, me incliné hacia la mesa y tiré al centro el óvalo amarillo para jugarlo a banca. Después esperé el pase y vino punto. Marquitos me miró con desaliento. Al próximo pase, tiré los cinco rectángulos rojos, a punto. Vino punto. Dejé los diez mil a punto, y en el tercer pase vino banca.

Fui a la cola, cambié el segundo billete por dos óvalos amarillos, y volví a la mesa. Marquitos me miraba. Yo simulé no verlo. Desvié la mirada. Durante unos segundos supe que me estaba contemplando, aunque yo estaba mirando hacia el centro de la mesa. Después dejó de mirarme, se puso otra vez en puntas de pie, y fijó la mirada en el centro de la mesa. Yo tenía los dos óvalos amarillos en la mano derecha, apretándolos mucho. Estaban húmedos. Estaba por tirar uno al centro de la mesa, cuando vi que Marquitos se abría paso entre los dos tipos parados contra la mesa, y desaparecía; me asomé por entre los tipos y vi que acababa de sentarse. Me llamó y me dijo que me parara al lado de la silla. La cara rubia se le había enrojecido levemente. Pensé que estaba algo turbado. Me incliné hacia él y le dije qué pensaba hacer.

Ver todo un poco más de cerca, dijo.

Después tiré los dos óvalos amarillos a la vez, a punto. Fui a la caja, cambié el billete de diez mil por un rectángulo verde con la cifra grabada, en el centro, en números dorados, y volví a pararme al costado de la silla de Marquitos, abriéndome paso a codazos entre los tipos parados detrás de él. Me incliné hacia Marquitos y le pregunté cómo veía la cosa.

Oscura, me dijo. Su cara rubia había vuelto a empalidecer.

No volví a hablar con él durante por lo menos quince minutos. Defendí como pude mi rectángulo verde, pero al final me lo llevaron. Con los últimos cinco mil apelé al palpito, pero por más que vacié mi mente durante un minuto seguido, sin interrupción, no vino nada a ella para llenarla y tiré el óvalo amarillo a ciegas. No pasó nada. Me lo llevaron. Exactamente en ese momento, Marquitos se dio vuelta y me hizo inclinar hacia él. Me preguntó si había terminado y le dije que sí. Entonces me dijo si podía cambiar un cheque allí mismo. Le dije que se podía. Se paró, inclinó la silla sobre el borde de la mesa, para reservarla, y fue conmigo hasta la caja. Le dije al cajero que Marquitos quería cambiar un cheque. Le presenté a Marquitos y me mantuve a distancia. Marquitos habló dos o tres palabras con el cajero, se inclinó sobre la mesa, llenó un cheque y se lo extendió. El cajero le dio diez rectángulos verdes. Marquitos se los guardó en el bolsillo del pantalón y me miró, sacudiendo la cabeza para indicar que lo siguiera. Volvimos a la mesa y me dijo que me sentara. Por su tono, más bien me lo ordenó. Él se quedó parado a mi derecha. Después dejó caer tres rectángulos verdes sobre el paño, ante mis ojos. Alcé la cabeza y vi que miraba el centro de la mesa con una sonrisa malévola, pero que movía sin parar la pierna izquierda, golpeando con e! talón el suelo.

Le pregunté a qué quería que jugara.

No tengo ninguna clase de preferencia, dijo Marquitos.

Así que puse el primer rectángulo a punto, y vino punto. Dejé los dos rectángulos a punto y me devolvieron cuatro. Marquitos se inclinó hacia mí, me preguntó sí yo había visto lo fácil que era, y después recogió los seis rectángulos verdes y se los guardó en el bolsillo. Después empezó a alejarse de la mesa. Me levanté, incliné la silla para reservarla, y lo seguí. Iba en dirección a la caja. Lo alcancé a mitad de camino. Le pregunté qué estaba haciendo.

Voy a cambiar a la caja, dijo Marquitos. Llegó a la caja, pidió que le devolviesen el cheque, y lo cambió por diez rectángulos verdes de diez mil. Después entregó los tres últimos rectángulos y recibió tres billetes rojizos de diez mil pesos. Se guardó el cheque y me extendió los billetes.

Son los tuyos, me dijo.

Recibí los billetes y me los guardé en el bolsillo. Le pregunté a Marquitos si quería esperarme o si se iba, y él me dijo que se iba. Lo acompañé hasta la punta de la escalera y me quedé mirándolo cuando bajaba. Después le grité que me apurara el asunto de la hipoteca y volví para la mesa. Un tipo se había sentado en la silla que yo había reservado, así que le di un golpecito en el hombro derecho con la punta de los dedos y el tipo me dejó el lugar. No jugué un centavo hasta que llegó mi turno para la banca y en el momento en que iba a poner los primeros diez mil en la banca, terminó la partida. Así que me fui para mi casa y me acosté a dormir.

Los treinta mil de Marcos me duraron unos ocho días así que para alrededor del quince yo estaba seco. Me había defendido bastante bien, pero al fin me los llevaron. No alcancé ni siquiera a comprar el libro de lectura de Delicia, pero comida no nos faltó, y cada par de días yo me iba hasta el mercado central y elegía dos o tres kilos de las uvas últimas, que son dulces y duras, y tienen mejor gusto porque ya no va a haber más hasta el otro año. Venía pellizcando los racimos durante el trayecto desde el mercado hasta mi casa, y después las guardaba en el congelador. Después iba y me encerraba en el escritorio. El quince, a eso de las cinco de la tarde, mi séptimo ensayo estaba terminado. Decidí llamar a Carlitos Tomatis para leérselo.

Pero esperé todavía dos o tres días más, y el diecisiete, fue Tomatis el que me llamó, preguntándome si por fin había conseguido juntarme con el dinero de la hipoteca. Le dije que podían venir los bomberos a revisar mi casa que no iban a encontrar un solo centavo en ella. Y que la hipoteca la iba a cobrar recién el cinco de abril. Tomatis dijo que era una lástima, y estaba por cortar, cuando yo le conté que había terminado el ensayo sobre Sivana y que tenía deseos de leérselo.

Una de estas noches paso por tu casa, entonces, Sergio, dijo Tomatis.

Es raro que yo esté de noche, dije yo. La tarde es mi hora fácil.

Dijo que le parecía perfecto, que ya iba a venir a verme una de esas tardes, y cortó. Me quedé en el escritorio hasta el anochecer. Cuando oscureció abrí la ventana que daba a la calle de par en par, y apagué la luz. Estuve horas en la oscuridad, hasta que Delicia me golpeó la puerta y me dijo que fuera a comer.

Desde el quince hasta el cinco de abril fui a jugar al club una sola vez, la noche del día veintidós de marzo, en que vendí la máquina de escribir. Pasé a máquina el ensayo sobre Sivana, y después fui a venderla. Había usado esa máquina siete veces en los últimos tres o cuatro años: una por cada vez que terminaba un ensayo y los pasaba. Hacía tres copias de cada uno, y los guardaba en una carpeta rosada, de las que yo había hecho imprimir especialmente para mi estudio de abogado. La carpeta tenía un membrete en el ángulo inferior derecho, que decía: Doctor Sergio Escalante, abogado. Me dieron dieciocho mil por la máquina, y me duraron dos noches. Después ya no quedó nada que vender. A gatas si comíamos. Me pasaba las horas en el escritorio, revisando mi colección de tiras cómicas. Delicia venía a las cinco y me traía el mate. A las cinco en punto. No sé cómo lograba calcular la hora, porque, salvo mi reloj pulsera, no había otro en la casa, y yo lo llevaba siempre en mi muñeca. No necesitaba mirar la hora para saber que eran las cinco, cuando ella golpeaba la puerta del escritorio, y entraba con la pava de aluminio y el mate con su soporte plateado. Sabía que eran las cinco en punto. No llegaba ni un minuto antes, ni un minuto después. No; llegaba a las cinco en punto. Yo le había pedido la primera vez que me trajese el mate alrededor de las cinco, que siempre, alrededor de esa hora, me gustaba tomar unos amargos. Y en todo ese tiempo, ella no había dejado un solo día de golpear la puerta a las cinco. El veinticuatro de marzo yo no tenía un centavo así que el veinticinco vendí también mi reloj pulsera. No me dieron ni mil pesos por él. Con unas monedas que encontré en el fondo del cajón de la cómoda de mi mujer, que yo no había abierto desde el día en que tomó raticida y vino rodando por la escalera hasta la planta baja, complete mil pesos para poder canjearlos por dos redondeles plateados que me llevaron enseguida. Después, entre el veinticuatro de marzo y el cinco de abril, llegó el otoño.

Vino con mucha agua, pero no puede decirse que haya hecho demasiado frío. No hizo frío hasta mayo. El veintiocho fui a la Inmobiliaria a firmar un montón de papeles y el empleado me aseguró que el cinco iba a tener el cheque por medio millón. Cuando volví a mi casa, era más de mediodía, y encontré a Delicia en la cocina, comiendo unas galletas marineras que untaba con picadillo de carne. Untó una y me la ofreció, pero yo le dije que no tenía hambre, y me fui para el escritorio. Al anochecer salí y fui para la cocina. Le pregunté a Delicia si había para comer algo esa noche, y me dijo que no. Le pregunté si tenía hambre. Me dijo que no tenía. Después estuve pensando durante un rato y le dije que iba a enseñarle algo nuevo. Que por unos días íbamos a suspender las lecciones de lectura y escritura (Delicia aprendía rápidamente al principio, pero después empezó a volverse lerda hasta que me di cuenta de que había perdido todo el interés) para aprender otra cosa. Le pregunté si estaba de acuerdo y me dijo que sí. Entonces fui hasta el escritorio, saqué cinco mazos de cartas francesas del último cajón, alcé unas hojas de papel y un lápiz, y volví para la cocina.

Aprendió enseguida. Lo que más me costó fue enseñarle cómo, pasando el nueve, se caía otra vez en el cero y había que empezar a contar otra vez. Todo lo demás fue muy fácil. Primero hacíamos apuestas verbales, por poca cantidad, y las cantidades fueron creciendo, y haciéndose cada vez más complicadas, hasta que decidí comenzar a anotarlas en una de las hojas de papel. Delicia no controlaba mis anotaciones. Se limitaba a esperar la preparación del pase, y estaba de acuerdo por completo en la cantidad que yo fijaba para la apuesta. Después del pase, yo anotaba. No lo hacía poniendo hileras de cantidades parciales una debajo de la otra, cantidades que sumaría al final, sino que sumaba mentalmente la cantidad actual a la anterior, tachaba la anterior, y escribía la cantidad nueva, en la que había incorporado la apuesta actual o la había restado en caso de que Delicia o yo, según a quien correspondiese la cantidad, hubiésemos perdido la apuesta. Había por lo tanto dos hileras de cifras tachadas, que ocupaban una angosta franja vertical de la hoja, y que culminaban siempre en una cifra legible. A cada apuesta, esta cifra legible era a su vez tachada, y debajo de ella aparecía una nueva cifra, jugamos tantos pases la primera noche, que Delicia y yo éramos titulares de hileras de cifras tachadas que ocupaban el anverso y el reverso de dos hojas. Después abandonamos el sistema de apuestas, y nos limitábamos a adivinar.