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Nos turnábamos para proponer. El que acertaba, seguía eligiendo. Cuando erraba, el derecho de elección pasaba al otro. Delicia no erraba nunca. Viéndola adivinar con absoluta naturalidad cada pase, adivinar incluso con qué cifra ganaría, y una vez incluso el color de los palos con que ganaría la cifra, y una vez con qué cartas iba a hacerse la combinación me acordé de Marcos y pensé que era necesario estar afuera para ver con claridad y acertar. Pero, para el que jugaba, no se podía estar afuera. No podía hacer apuestas infalibles y ocasionales. Tenía que someterse a un ejercicio continuo, desde el comienzo hasta el final, sin posibilidad de tomar distancia mediante alejamientos ocasionales. El distanciamiento podía servir para algún pase aislado, que en el conjunto de la jugada, o incluso de la vida entera del jugador, no tenía ningún valor. Para acertar siempre, había que estar fuera siempre. Pero, por otra parte, acertar siempre significaba jugar siempre, y el que jugaba siempre no podía, por el mismo ritmo de los acontecimientos, ponerse fuera. Era un círculo, aunque el que jugaba tendía a concebirlo como una espiral. No, de ninguna manera. No es una espiral, sino un círculo.

Por fin llegó el cinco de abril. Estuve en la Inmobiliaria a las ocho de la mañana, firmando papeles hasta después de las once. El empleado, de vez en cuando, me ofrecía café. Yo no aceptaba. Desde el hall de la Inmobiliaria, un quinto piso, se veía la ciudad hacia el río, por un ventanal. Cada vez que terminaba de firmar una tanda de papeles, me acercaba al ventanal y contemplaba la ciudad. Aparte de los cinco o seis edificios de más de cinco pisos, todo era chato. Pero había cierta armonía en todas esas terrazas de baldosas rojizas en las que de tanto en tanto se veía cruzar con pasos lentos alguna mujer diminuta, y en las que la llovizna lavaba incansable montones de objetos abandonados y estragados por la intemperie. Hacia el otro lado estaban el puerto, con sus dos diques, paralelos uno al otro, y más allá el río y todos los riachos que lo entrecruzaban, formando islas bajas en el medio. La llovizna borraba el horizonte. A las doce menos cuarto me llamaron por última vez a la administración y me dieron el cheque. Estaba mi nombre escrito, y debajo decía quinientos mil pesos. La cifra estaba escrita también en la esquina superior derecha de la franja de papel, pero en números. Doblé el cheque, lo guardé en el bolsillo de mi impermeable, me despedí del empleado, y salí al pasillo. Cuando salí del ascensor en la planta baja, y comencé a caminar hacia San Martín pensé que ya debían haber cerrado los bancos. Fui a mi casa y guardé el cheque en la lata de té que Delicia me había dado. Me encerré en el escritorio, y no salí hasta el anochecer. Cuando Delicia me trajo el mate, yo me dedicaba a tildar cuadros de Blondie. Después agarré una lapicera y escribí con letra lenta y pareja: Se dice que la comedia es superficial porque elude las evidencias de la tragedia. Pero no hay en sí tragedia. No hay más que comedia, en el sentido en que la realidad es superficial.

La tragedia es puramente imaginaria. Me pareció algo perfecto, pero cuando volví a leerlo, su sentido se había esfumado. Abrí el cajón del escritorio y saqué la lata. El cheque estaba todavía adentro. Lo extendí sobre la hoja escrita. Estuve mirándolo durante un buen rato. Comparé su letra con mi propia letra. Por un momento, sentí una especie de extrañamiento. Ese papel valía medio millón de pesos. Yo iría con él al banco, al otro día, y me darían un montón de papeles, todos completamente diferentes al papel del cheque, algunos parecidos entre sí, que valdrían también medio millón de pesos. Durante la noche, yo podría cambiar los papeles recibidos en el banco por los rectángulos verdes y los óvalos amarillos, y los rectángulos rojizos y los redondeles plateados. Todas esas figuras geométricas valían también medio millón de pesos. Pero su radio de acción era limitado. Las fichas no servían más que para la mesa de juego, el cheque, para el Banco de la Provincia, el dinero en efectivo, para el país. Es necesario creer en ciertos símbolos para que tengan valor. Y para creer en ellos, hay que estar dentro de su radio de acción. No puede creerse en ellos desde afuera. Incrédulo, el cajero del banco me creería loco si yo le llevase mis redondeles plateados y mis óvalos amarillos para canjearlos por dinero en efectivo. Esos círculos cerrados que trazan los símbolos al girar en torno de su radio de acción es posible que lleguen a tocarse a través de nuestra imaginación, pero en la realidad ni siquiera se rozan. Cuando salí, encontré a Delicia en la cocina. Me dijo que había pedido crédito en el mercadito, en mi nombre, y que se lo habían dado. Comimos carne frita, y papas. Después nos pusimos a jugar al punto y banca hasta la madrugada.

Durante cuatro días, el cheque estuvo intacto en la caja de té, pero el nueve de abril, alrededor de las dos de la tarde, llegó Tomatis. Dijo que venía a escuchar mi ensayo sobre Sivana. Cuando terminé de leérselo dijo que estaba muy bien, pero que yo estaba envenenado de trotzkismo, y yo le dije que no podía estar envenenado de trotzkismo, porque yo era peronista, no trotzkista, pero después me di cuenta de que me había dicho eso por decir algo, que ni siquiera había escuchado durante la lectura del ensayo. Sabía que había estado pensando en otra cosa, y cuando habló más tarde, supe en qué.

Me preguntó si había cobrado la hipoteca, y le dije que sí, y entonces me pidió veinticinco mil pesos prestados. Yo emití una sonrisa seca, abrí la caja de té, y le mostré el cheque. Tomatis lo miró con unos ojos grandes como monedas de veinticinco pesos. Después silbó.

Aparte de esto, dije yo, no hay en toda la casa una chirola.

Se encogió de hombros.

Por lo menos, dije yo, hubieses escuchado la lectura.

Me dijo que la había escuchado.

No la escuchaste, dije yo.

Escuché en partes, dijo Tomatis,

Ni en partes, dije yo. Mientras yo leía, pensabas en cómo ibas a hacer para pedirme los veinticinco mil.

Puede haber algo de verdad en eso, dijo Tomatis.

Me reí, y él se rió a su vez. Después dijo que no estaba de ánimo para escuchar nada, salvo el crujido particular de los billetes de diez mil. Porque tienen un crujido particular, distinto a todos, ¿no es así?, dijo.

Además, emiten un resplandor, dijo. Están como rodeados por un nimbo. Brillan con luz propia. Dondequiera que vayan los sigue esa claridad.

Rebordes por donde se derrama el significado, dije yo.

Sí, dijo Tomatis.

Nos reímos a carcajadas.

Pero queda un problema, dijo Tomatis. ¿Cómo hago para juntarme con la vigésima parte de ese cheque?

Voy a cambiarlo mañana a la mañana, dije yo.

Así que el diez a la mañana saqué el cheque de la caja de té y lo cambié en el banco. Me dieron cincuenta billetes de diez mil, y los metí en la caja de té. A las cinco de la tarde en punto, sé que eran las cinco porque Delicia entró en el escritorio con la pava y el mate, llegó Tomatis. Afuera lloviznaba. Como Tomatis no tenía vuelto, tuve que darle treinta mil. Me dijo que iba a devolvérmelos a fin de mes, cuando volviese de Buenos Aires, donde iba a trabajar en un guión de cine. Le dije que no los quería, pero que en cualquier momento, en el futuro, yo no sabía cuándo, estuviese preparado porque podía caer a pedírselos.

No quiero excusas cuando llegue ese momento, le dije. Si es que te los pido, es que ya no tengo de dónde sacar un centavo.

Trato hecho, dijo Tomatis. Después hizo un momento de silencio. Ahora estoy en condiciones de escuchar ese ensayo, dijo. Ahora has perdido tu oportunidad, dije yo. Ya te lo leí una vez, y no lo escuchaste.

Cuando Carlitos Tomatis se fue, salí del escritorio y llamé a Marcos.

Cobré la hipoteca, le dije, ¿Cómo puedo hacer para devolverte los treinta mil?

No te los di para que me los devuelvas, dijo Marquitos, No te pregunté para qué me los diste sino cómo puedo hacer para devolvértelos, dije yo.

Puedo esperar todo el tiempo que quieras, dijo Marquitos. No necesito esa plata.

¿Paso esta noche por tu casa y te los dejo?, dije yo. No es necesario, dijo Marquitos. En todo caso, voy a verte uno de estos días.

Le dije que tratara de que fuese lo antes posible y colgué. Después llamé a Delicia al escritorio. Saqué seis billetes de diez mil y se los extendí.

Aquí están los cincuenta y cuatro mil pesos que me diste, más tres mil del mes de marzo, y tres mil adelantados sobre el mes de abril, lo que hacen sesenta, dije yo.

Delicia dijo que los guardara en la caja de té. Saqué el resto de los billetes de la caja. Después guardé la caja en el primer cajón del escritorio.

No tiene llave, dije. Cuando quieras sacarlos, en cualquier momento, a cualquier hora del día o de la noche, están ahí.

Después guardé el resto de los billetes en el segundo cajón. Para entonces, ya había oscurecido. Seguía lloviznando. Más tarde comimos. Cuando salí a la calle, eran más de las diez. Llevaba dos billetes de diez mil en el bolsillo. La noche estaba borrosa debido a la llovizna. Cuando llegué al club subí las escaleras lentamente y al llegar a la sala de juego comprobé que la partida no había empezado todavía. Había varias sillas desocupadas, de modo que fui hasta la caja, recibí dos óvalos amarillos y diez rectángulos rojos y me senté a la derecha de uno de los empleados. Apilé las fichas sobre el paño, frente a mí, y pedí un cartón. En el momento en que un empleado me lo alcanzaba, los dos de la mesa comenzaron a revolver los cinco mazos sobre el paño. Movían las manos al azar, preferentemente en círculo, y ponían especial cuidado en desordenar las barajas. Los doscientos sesenta reversos rayados, insignificantes, se mezclaban bajo las manos de los empleados. Después comenzaron a hacer las hileras de pilas bajas. Por último, las encimaron en una sola pila y el empleado me extendió el mono para que cortara. Tenía, entonces, que asumir la primera decisión a ciegas. Recorrí el borde de la pila, rozándolo en el filo del mono, y al final lo inserté. El empleado invirtió el orden de las dos porciones del mazo, en que yo lo había dividido al insertar el mono, poniendo la superior debajo de la inferior. Después guardó el mazo dentro del sabó y empezó la partida.

El primer pase no jugué a nada. Vino punto. El segundo pase tampoco jugué, y volvió a venir punto. En el tercer pase jugué, por lo tanto, a punto. Hubo un empate de ocho, y después volvió a venir punto. Había puesto un óvalo amarillo, de modo que me devolvieron dos. Volví a ponerlos a punto y volví a ganar. Me devolvieron, en vez de los dos óvalos amarillos, dos rectángulos de los grandes, color verde. Esperé un pase y ganó la banca. Entonces puse uno de los rectángulos verdes a banca y vino banca. Dejé los dos rectángulos a banca y me devolvieron cuatro. De los cuatro, jugué dos a banca y me devolvieron cuatro. Esperé un pase, y vino punto. Después puse dos rectángulos verdes a punto, y vino punto. Dejé los cuatro a punto, y volvió a venir punto. Me dieron ocho rectángulos verdes.