Llego por fin a la boca del puente colgante, que he visto avanzar hacia mí, con sus mástiles envueltos en una niebla que los deja entrever, oscurecidos y relumbrantes por la humedad, por sus desgarrones y de tanto en tanto. Un gorila envuelto en un capote negro, la cabeza cubierta por una gorra de vigilante, está parado a la puerta de una garita gris. Tiene los ojos fijos en la niebla, y está completamente inmóvil. Después desaparece. Queda atrás. El puente también queda atrás. Se extiende ahora delante de mí la costanera vieja, con su asfalto lleno de grietas y resquebrajaduras, manchado de lubricante. La baranda de concreto muestra su hilera interminable de balaustres manchados por la intemperie. De tanto en tanto, la ausencia de alguno rompe la uniformidad. Y a veces, también, el balaustre roto ha caído en pedazos sobre la ancha vereda de enormes lajas grises. Del otro lado de la costanera, veo los álamos altísimos, ya deshojados, avanzar hacia mí y después desaparecer. Delante está la niebla. Forma un murallón blanco, cerrado. El automóvil va entrando en ella como una cuña reluciente, detrás de la cual la niebla se vuelve a cerrar. Al entrar en la costanera nueva, más amplia, sin puntos inmediatos de referencia, por un momento no hay más que el automóvil y la niebla, en una especie de inmovilidad. No hay más que el gran globo blancuzco cuyas partículas giran en su lugar, como planetas diminutos, y el automóvil moviéndose y dando la ilusión de no avanzar, tan uniforme es la densidad de la niebla. Pero de pronto a un costado la copa carcomida de un árbol que chorrea agua avanza lentamente y después desaparece, quedando atrás, de modo que se revela por un momento que he estado avanzando aunque el volver a entrar en la niebla más completa vuelva a tener la ilusión de la inmovilidad.
Los gorilas estarán a esta hora saliendo de sus guaridas, dejando sus jergones malolientes, observando sus dentaduras carcomidas frente al espejo del baño, deponiendo sus excrementos, mirando por la ventana la niebla, revolviéndose modosamente en las camas donde han copulado con sus hembras de sexo rojizo, entre rugidos apagados y lamentos brutales, las hembras han de estar mirando a los machos desde la cama, oyéndolos moverse por las cocinas mal iluminadas mientras se preparan el desayuno antes de salir a trabajar. Después entornarán los ojos, se harán un ovillo entre las frazadas calientes y volverán a dormirse hasta media mañana. Después se levantarán y saldrán al mercado a comprar alimentos, mientras los machos escriben unos trazos ininteligibles sobre grandes libros de caja en oficinas de techo altísimo y piso de madera. Los veo abrir la puerta de calle, lanzando los primeros eructos pasmados, mirar la niebla, y encorvarse después mientras caminan en la llovizna hasta la primera esquina, para tomar el colectivo. En el colectivo se aplastarán unos contra otros, refregándose los culos carnosos y echándose el aliento sobre la cara todavía hinchada por el sueño. Emitirán unos sonidos roncos, sacudiendo la cabeza, abriendo desmesuradamente los ojos y moviendo las manos en ademanes ininteligibles.
Un refugio en la parada del colectivo, de paredes amarillas, me saca por un momento de la inmovilidad ilusoria en que permanezco, y después pasa y queda atrás. Las primeras casas sobre la costanera nueva, del lado opuesto al río, se divisan mustias y borrosas. Sus techos de tejas rojas, no obstante, brillan por el agua. Del otro lado, el río ha desaparecido. En el lugar en que la costanera hace una curva amplia, avanzando sobre el río, detengo el automóvil. El silencio del motor apagado se vuelve para mí más monótono que el zumbido monótono del motor en marcha, que ha dejado una especie de eco que resuena un momento más en mi mente y después se esfuma. Miro fijamente la niebla hacia donde supongo está la orilla del agua. Desgarrones muy leves me dejan imaginar, más que ver, la superficie. De pronto, una mancha negra, brillante, aparece y se borra. Vuelve a aparecer y se vuelve a borrar. Después reaparece permaneciendo un momento. Alcanzo a distinguir la grupa y la cola de un caballo. La cola se sacude, y después todo vuelve a borrarse. Queda otra vez la niebla vacía, a través del parabrisas. La inmovilidad del limpiaparabrisas hace que el vidrie se llene de gotitas diminutas que presentan una línea muy delgada de destello. Hago funcionar otra vez el limpiaparabrisas y veo nuevamente las gotitas aplastarse y desaparecer de modo que el cristal queda limpio otra vez. Espero par; ver reaparecer la mancha oscura del caballo, pero durante tres minutos no pasa nada, de modo que pongo otra vez e motor en marcha, bruscamente, y continúo avanzando.
Llego a Guadalupe, rodeo la rotonda, y comienzo a re correr otra vez la costanera en sentido contrario. A no se por el recuerdo de haber llegado hasta el final de la costanera y haber rodeado la rotonda, ahora parece no sólo no haber movimiento, sino tampoco dirección. Ninguna dirección, salvo que doy el frente hacia alguna parte -mi cara mira hacia alguna parte, de igual modo que la parte delantera del automóvil- pero, si no recordara que he dado la vuelta a la rotonda de Guadalupe, no sabría hacia dónde. Después un árbol vuelve a emerger, fragmentario y húmedo, en la altura, la copa comida por la niebla, y avanza lentamente y queda atrás.
Retomo la costanera vieja, y al llegar a la boca del puente colgante -el gorila con gorra de policía ha desaparead y queda únicamente la garita gris- doblo por el bulevar e vez de seguir en dirección a la avenida del puerto. Ruedo por el bulevar hacia el oeste, paso las vías, y después veo el gran edificio de la vieja estación de trenes. Sus paredes pardas están húmedas, las grandes puertas y ventanas ciegas, sin que ninguna luz las ilumine desde el interior. Dos gorilas hembras, con paraguas lilas, idénticos, salen por la gran puerta principal. Una hilera de taxis vacíos permanece inmóvil en la calle, frente a la gran fachada. Percibo, en algunos, las medías figuras borrosas de los gorilas conductores. Apenas si se los distingue. Los grandes árboles del bulevar están quietos y mojados. Ahora hay un poco más de tránsito en el bulevar, un tránsito lento, de ómnibus y automóviles. Cuando llego al primer semáforo, diez cuadras después de la avenida, la niebla está ya disipándose, y la luz roja me induce a detenerme instintivamente. El motor queda en marcha, y el limpiaparabrisas se desliza en semicírculo con su rumor regular, arrasando las gotas. La luz roja se apaga, y en el momento en que se enciende la verde estoy ya atravesando la bocacalle, y la aguja gótica de las Adoratrices aparece semiborrada, en la altura, por la niebla. Cinco cuadras más adelante, antes de llegar al segundo semáforo, aminoro para pasar las vías frente al Molino, y como la luz verde está encendida, doblo hacia el norte, tomando la calle Rivadavia: la vereda izquierda presenta una hilera de casas antiguas y modestas, de una planta, y a la derecha tengo los baldíos del ferrocarril y más allá el largo paredón del Molino, al que distingo borroso a través del vidrio lateral. El paredón ciego, larguísimo, de ladrillos sin revocar, se deforma por momentos hacia el baldío en unas estructuras cilíndricas que vistas a través del vidrio lateral toman las proporciones más locas y las formas más extrañas. Después doblo otra vez hacia la izquierda, recorro una cuadra de grueso empedrado, que hace vibrar y retumbar la carrocería, y doblo hacia el sur, por 25 de Mayo. Recorro una cuadra y atravieso el bulevar, siempre en dirección al sur, por 25 de Mayo. Las calles están llenándose de gorilas, mientras la niebla se disipa, pero la llovizna continúa. Al pasar delante del Banco Provincial veo que sus puertas están abiertas, y que gorilas entran y salen apresurados. Veo primero el reloj redondo, marcando las ocho y doce minutos en sus números romanos, y después el reflejo fugaz de los vidrios de la puerta giratoria, que escupe y traga a los gorilas. Después queda todo atrás. Vienen, sucesivamente, la esquina del hotel Palace, y al final de la misma vereda, en la otra esquina, el bar Montecarlo, A la izquierda están los fondos del Correo, más allá de la plazoleta, y en la vereda de enfrente los andenes de la estación de ómnibus. Cruzo la bocacalle, siempre por 25 de Mayo hacia el sur, y todo eso queda atrás. En la primera esquina doblo hacia la derecha, hago una cuadra, y doblo después a la izquierda, tomando San Martín en dirección al sur. Hay cada vez más gorilas en la calle. Algunos manejan automóviles, otros miran mansamente desde las ventanillas de los colectivos, otros se alzan el cuello del impermeable al asomarse a la puerta de sus casas, disponiéndose a salir. San Martín aparece lavada por la lluvia; lavada, y al mismo tiempo sucia, ya que la larga llovizna de días y días ha hecho que los zapatos embarrados de los miles de gorilas que recorren las veredas las conviertan en unos charcos oscuros, viscosos y aguachentos. Seis cuadras más y llego a la Plaza de Mayo. Debo esperar unos momentos ante el semáforo, ya que la luz roja me impide pasar. Después la luz roja se apaga y se enciende la luz verde, y doblo hacia la derecha avanzando por la calle que rodea la plaza hacia los Tribunales. A mi izquierda están las palmeras y los naranjos, y los grandes robles, entre cuyos troncos mojados se entrecruzan los senderos rojizos. Enfrente el edificio de los Tribunales avanza hacia mí. Cruzo la bocacalle y entro en el patio trasero de los Tribunales. Estaciono el automóvil en la estrecha franja embaldosada y detengo el motor y el limpiaparabrisas. Quedo un momento en el interior del silencio del automóvil, oyendo todavía el eco del sonido del motor y el del murmullo rítmico del limpiaparabrisas que ya comienza a desvanecerse. Es un solo eco. Después recojo el portafolios de sobre el asiento trasero, bajo del coche -la llovizna me golpea en la cara-, cierro con llave la portezuela y entro en el edificio.
Gorilas se pasean por los fríos corredores, y entran y salen de las oficinas. Saludo a algunos, con una inclinación de cabeza. Llego al amplio vestíbulo y comienzo a subir las escaleras de mármol blanco, anchas. Están todavía limpias. En el primer piso me detengo y me apoyo en la baranda, mirando hacia abajo: cruzan el hall unos gorilas apresurados, llevando portafolios y grandes legajos en las manos, mientras grupos distribuidos en el vasto espacio cuadrado de mosaicos blancos y negros conversan en voz alta. Parecen piezas de ajedrez sobre un tablero. Continúo subiendo, a través de la amplia escalera blanca de mármol, y al echar un último vistazo hacia el vestíbulo, desde el tercer piso, las figuras de los gorilas se han reducido tanto, achatadas contra el tablero blanco y negro, que el efecto de ser unas rígidas piezas de ajedrez se hace de pronto perfecto. Sólo que de vez en cuando cruzan en diagonal, o vertical-mente, el tablero, unas manchas apresuradas. Sigo por el frío corredor y entro en mi oficina. En la antesala, el secretario está sentado frente a su escritorio, estudiando un legajo. Alza la cabeza entrecana y me saluda. "¿Tan temprano, juez?", dice. Le respondo que son casi las ocho y media, y paso a mi despacho. Dejo el portafolios sobre el escritorio, me saco el impermeable colgándolo de una percha, y voy y pliego las persianas. Entra la luz gris en el despacho. Los árboles de la plaza, las altas palmeras de hojas brillantes y los naranjos más reducidos, en los que los frutos manchan de amarillo la fronda verde, se ven achatados contra los senderos rojizos. Después voy y me siento al escritorio y abro el portafolios. Saco el libro, el cuaderno, los lápices, y el grueso diccionario. Después dejo el portafolios en el suelo, al lado de la silla.