Despierto casi enseguida. Creo que ha sido enseguida, pero miro mi reloj pulsera y compruebo que son las dos y diez. Me paro. Toso. Salgo del estudio, acomodándome la ropa y voy hacia el comedor. Elvira está sentada en la cabecera de la mesa, servida con el mantel que ocupa la mitad de la mesa, dos platos, cubiertos, y una copa. Hay también una panera con dos o tres galletitas. "Entré y vi que dormía y no quise despertarlo", dice Elvira. "Me quedé dormido", digo yo. La cabeza canosa de Elvira concentra la claridad gris que no puedo adivinar por dónde se cuela. O tal vez es la cabeza misma la que la propaga. Me siento en la cabecera. Elvira desaparece, renqueando, hacia la cocina, y vuelve con una sopera que echa humo. Sirve en mi plato un cucharón de un líquido dorado que hierve. Después desaparece en dirección a la cocina. Tomo tres o cuatro cucharadas de sopa y dejo la cuchara sumergida en el plato. Poco a poco, el líquido dorado deja de humear. En su superficie van formándose unos coágulos dorados que empalidecen lentamente. Con el filo del cuchillo hago tintinear la copa de alto pie, tres o cuatro veces. Elvira reaparece con un botellón de agua que deja sobre la mesa. Se lleva el plato con la sopa fría y regresa con una fuente que tiene dos o tres papas y un pedazo de carne. Sirve en mi plato una papa y el pedazo de carne y deja la fuente sobre la mesa. Después se va. Pruebo dos o tres bocados de la carne, pero la papa queda intacta, Golpeo otra vez el vaso, esta vez con el borde mocho del cuchillo, para no engrasar el cristal, y cuando Elvira reaparece alzo la cabeza y le digo: "Mañana tengo gente a comer conmigo, doña Elvira. Quiero que haga algo especial". Elvira me contempla durante un momento. "¿Un pollo estaría bien?", dice. "Sí", le digo. "Y algo más también." "Ya veré qué hago", dice Elvira. Después mira mi plato. Observa los cubiertos cruzados sobre los restos de alimento. "¿Esto es todo lo que ha comido?", dice. "No tengo hambre", digo yo. Elvira lanza un suspiro y recoge los platos. Me levanto, voy al cuarto de baño, orino, y después me lavo los dientes y las manos. Mi rostro se refleja durante un momento en el espejo del baño, mientras me lavo los dientes, pero cuando me inclino para escupir desaparece. Me enjuago la boca, y después me lavo las manos. Cuando me yergo para secármelas con la toalla que cuelga del toallero a un costado de la pileta, mi cara reaparece en el espejo. Después apago la luz y salgo. Me dirijo hacia el estudio y me siento en el sofá doble. Cuando me despierto, ya ha anochecido. Mejor dicho, está por anochecer.
A través del ventanal veo la atmósfera azul. Llovizna. Los árboles del parque están envueltos en la penumbra azul, y más allá, por entre la fronda, el lago está inmóvil y azul, pero de un azul negruzco, turbio. Dos figuras indiscernibles -gorila hembra y gorila macho, seguramente- pasean lentamente entre los árboles, en dirección al lago. Estoy rascándome la cabeza cuando suena el teléfono. Levanto el tubo. Es la voz de siempre, afalsetada, como la de una mascarita, que comienza a emitir rápidamente su larga sarta de insultos. Me llama ladrón, puto, miserable. Me dice que ya las voy a pagar todas juntas. Escucho impasible hasta que termina y cuando siento que ha colgado el auricular, cuelgo a mi vez. Después me sirvo un vaso de whisky y me lo tomo, puro.
Me pongo el impermeable, el sombrero para la lluvia, y salgo. Bajo sin ruido las escaleras. En la puerta, me detengo un momento, miro hacia el parque, la calle desierta, y después subo al automóvil. Ha llovido todo el día sobre él, de modo que el parabrisas está empañado. Apenas si distingo en el exterior una penumbra azulada, deforme, en la que algunas luces rotas se incrustan a lo lejos, Espero un momento, en silencio, antes de arrancar. El motor vacila dos o tres veces antes de ponerse por fin en marcha. Enciendo también el limpiaparabrisas y espero que haya alguna visibilidad antes de comenzar a andar. Al arrasar el agua que cubre el parabrisas, el limpiaparabrisas me deja ver la curva de San Martín hacia el sur y los árboles del fondo, que parecen cortar la calle debido a que la curva del parque acompaña también la curva de la cinta de pavimento azul. Enciendo los faros, que atraviesan la penumbra azulada. Una pareja de gorilas jóvenes viene por la vereda hacia mí, tomados del brazo. Parpadean a la luz de los faros. Espero que pasen junto al automóvil, y después comienzo a avanzar, tan lentamente, que me lleva muchísimo tiempo llegar a la primera esquina y doblar a la derecha. El empedrado grueso hace retumbar la carrocería del coche. La calle está desierta. En la primera esquina, doblo otra vez hacia la derecha y comienzo a rodar por el liso asfalto de San Gerónimo, en dirección al norte. En la tercera esquina desemboco en la Plaza de Mayo. Avanzo con la plaza a mi derecha y el edificio de los Tribunales, del que no se ve una sola luz, a la izquierda. Cruzo la bocacalle en la Avenida del Sur y en la primera esquina doblo hacia la derecha, recorro una cuadra, doblo hacia la izquierda, y entro en San Martín avanzando hacia el norte. Distingo al frente los letreros luminosos de San Martín, haciéndose cada vez más abigarrados y más densos. Manchan la oscuridad -que ya es casi negra- con su luz verde, roja, lila, amarilla, azul. También, están encendidas las luces del alumbrado público, y las vidrieras de las casas de comercio aparecen completamente iluminadas, El Teatro Municipal tiene también el hall iluminado, pero no distingo a nadie en él. De pronto, la lluvia se hace más gruesa. Ahora toda la calle es un manchón luminoso que distingo a través del parabrisas, un manchón que adquiere una forma precisa pero inestable durante un momento, y después vuelve a convertirse en el manchón luminoso en el que los colores se mezclan locamente. Voy muy despacio, detrás de una larga hilera de coches. Por la mano opuesta avanza también lentamente una larga hilera de automóviles en dirección contraria. Después de pasar frente a los corredores iluminados de la galería compruebo que el chaparrón de lluvia gruesa se ha convertido otra vez en la imperceptible llovizna de días y días. Recorro dos cuadras más, lentamente, siguiendo la hilera de lentos automóviles que me antecede y después doblo hacía la derecha, saliendo de San Martín. Cruzo 25 de Mayo en la esquina del Banco Provincial y sigo hacia el este. Tomo la avenida del puerto, cuyo grueso empedrado hace retumbar la carrocería, la recorro en toda su extensión, hasta llegar a la boca del puente colgante. La garita gris arroja por la puerta una claridad débil hacia el exterior lluvioso. Doblo hacia el bulevar y comienzo a recorrerlo hacia el oeste. Cruzo las vías, después paso frente a la fachada de la estación de trenes -el hall está iluminado-, me detengo a esperar ante el primer semáforo, arranco otra vez cuando se enciende la luz verde, bordeando el colegio de las Adoratrices, contemplo fugazmente el edificio del Molino antes de cruzar las vías y el segundo semáforo, y después recorro dos cuadras más y doblo otra vez en San Martín, rodando hacia el sur. A medida que avanzo hacía el centro, debo seguir cada vez más lentamente una larga hilera de automóviles. Después paso frente al edificio del diario La Región, en el que la única luz que se distingue es la de las pizarras de información; más adelante, ante los pasillos iluminados de la galería, que ahora están a mi izquierda, y cuyo hall se ha llenado ahora de gorilas vestidos con ropa oscura y peinados con brillantina, y gorilas hembras llenas de joyas y vestidos de fiesta, y después llego por fin a la Plaza de Mayo, bordeándola por su lado este. Avanza hacia mí el edificio de la Casa de Gobierno, y por los vidrios laterales de la derecha puedo ver, entre la fronda de la plaza, la masa oscura de los Tribunales. La Casa de Gobierno queda atrás. Cruzo la primera bocacalle, luego la segunda, y por fin detengo el coche a mitad de cuadra, frente a mi casa. El parque está oscuro, y cuando salgo del coche y lo cierro con llave puedo sentir la lluvia cayendo sobre mi cara y sobre mi sombrero. Por encima del techo del automóvil veo brillar un momento, y después oscurecerse otra vez, las aguas del lago, entre los troncos de los árboles. Trato de no manchar la suela de mis zapatos, cruzando la vereda en puntas de pie, y entro en la casa. Cierro la puerta con llave y comienzo a subir las escaleras.