Elvira está en el comedor. "¿Va a comer ya?", dice. Le digo que me deje algo preparado, que por el momento no tengo hambre. Elvira desaparece en dirección a la cocina. '"Lléveme hielo al estudio", le digo. Cuelgo el impermeable y el sombrero en la percha del baño, orino, y me dirijo al estudio. Las cortinas están descorridas, de modo que las vuelvo a correr. No queda más que la luz del escritorio, un círculo de claridad, encendida. De sobre el sillón recojo el portafolios, saco el diccionario, el cuaderno, el libro y los lápices, y los dejo sobre el escritorio. Arrojo el portafolios vacío sobre el sillón. Me sirvo un gran vaso de whisky y me siento ante el escritorio, con el vaso en la mano. Tomo un corto trago. Después abro el cuaderno en la primera hoja, y estudio el manuscrito lleno de tachaduras y marcas, hechas con tinta de diferente color -verde, roja, azul- al de la caligrafía, negra. Elvira golpea la puerta y después entra con la hiciera. "Le he dejado unos sandwiches preparados en la cocina", dice. Le pregunto si ha hecho las compras para el día siguiente y me dice que sí. Después me da las buenas noches y desaparece. Echo hielo en el vaso de whisky y tomo ahora un lento trago, después de sacudir el vaso y hacerlo tintinear, Después dejo el vaso a mi derecha, al alcance de mi mano sobre el escritorio, y abro el libro en la primera página, llena de marcas hechas con tinta de tres o cuatro colores, Leo lo escrito en el cuaderno. Hay una primera palabra, escrita con letra de imprenta en el centro de la página. Dice "prefacio". Después hay debajo una línea escrita con letra común. Dice: "El artista es el creador de cosas bellas". La palabra El aparece entre paréntesis. Vacilo un momento y después agarro una lapicera de tinta roja y tacho la palabra El, superponiendo después una a mayúscula a la a minúscula de la palabra artista. Entonces me queda: "Artista es el creador de cosas bellas". En la segunda línea dice "Revelar el arte y ocultar al artista es el fin (propósito) (finalidad) del arte". Vacilo un momento y después tacho la palabra fin, para evitar cualquier clase de malentendido.
Línea tras línea voy tachando y corrigiendo con lapiceras de distintos colores: verde, azul, rojo, sobre la escritura negra. Las marcas, cruces, círculos, líneas y flechas se superponen a las marcas ya hechas durante la redacción de la primera versión. A las doce y diez me levanto del escritorio, tomo el último trago de whisky, y me voy para la cama. Me desnudo lentamente, y me pongo mi traje pijama. Las frazadas están tibias y la luz del velador arroja un cono alargado de claridad sobre la pared blanca. Me cubro con las frazadas hasta el mentón y me quedo mirando el cielo raso. Después estiro la mano, dejando inmóvil el resto del cuerpo, y apago la luz. No empieza enseguida. Primero están los pensamientos comunes, los recuerdos, los fragmentos de percepciones visuales o auditivas adheridas todavía a la retina o al tímpano, el rumor cada vez más confuso, lento, débil del gran sonido diurno apagándose. Después comienza el propio rumor. Se mezcla al primero durante un lapso incalculable. Los dos al unísono me llenan de confusión. Es la hora en que los gorilas comienzan a deslizarse hacia el lecho, desnudándose. Los gorilas hembras esperan con las piernas abiertas, como grandes flores carnívoras, los ojos entrecerrados y las manos abiertas, con las palmas hacia arriba, sobre la almohada, a los costados de la cabeza. Estoy en plena oscuridad, oyendo los dos rumores mezclados. El rumor propio comenzará a crecer, mientras el otro se apaga, hasta reinar por completo en la oscuridad de mi mente. Del rumor comenzarán a partir unas manchas fosforescentes, pálidas, fosforescentes otra vez, hasta que la corriente de rumor comience a formar unas figuras vagas, o de fugaz nitidez, en la cámara oscura. Fragmentos de caras de gorilas ya muertos, enterrados hace tiempo. Manos de gorilas, de vello erizado. Un meteorito verde, incandescente, creciendo a medida que cae hacia la tierra, atravesando la oscuridad. Pero todavía permanece, apagándose gradualmente, el rumor de afuera. Veo el limpiaparabrisas rasar regularmente la superficie del cristal en el que caen las gotas, y la miríada de luces brillantes descomponerse en locas figuras sobre el cristal, mientras por los vidrios laterales las fachadas borrosas de las casas -manchones pardos, amarillos, grises, blancos- se deslizan lentamente hacia atrás. Ventanas apagadas, rostros pálidos. Papeles tirados en la calle, pisoteados y llenos de barro. Un paquete vacío de cigarrillos, retorcido, con el reborde plateado del envoltorio interno asomando; hojas podridas, amontonadas en un colchón húmedo bajo los árboles. Monedas apiladas sobre la mesa de luz, y un vaso de agua con una cucharita dentro. Las pilas de expedientes en las oficinas del Tribunal; gruesos, de bordes amarillentos, llenos de polvo, con las tapas de un rosado desteñido, sobre los escritorios, o en anaqueles, amontonados hasta el techo. La garita gris, vacía, reluciendo en la niebla, a la entrada del puente colgante. Paraguas silenciosos, de todos colores, deslizándose rígidos, horizontalmente, en varias direcciones. El edificio de la estación de trenes, solitario, con el vestíbulo iluminado. Un gorila envuelto en un impermeable azul, tosiendo, y desapareciendo después detrás. La luz verde del semáforo, encendiéndose. Las vías extendidas, atravesando la calle. El trayecto completo, inmóvil, cambiando, inmóvil, los naranjos y las palmeras de la Plaza de Mayo recibiendo la incansable llovizna y refulgiendo por un momento en la oscuridad.
Cuando el otro rumor comienza a crecer, llega un momento en que el rumor exterior que se apaga y el interno, que crece, tienen la misma intensidad, la misma calidad, el mismo ritmo. Son el mismo. Permanecen estables en su intensidad, en su calidad y en su ritmo, en suspensión, hasta que después el rumor externo comienza a decrecer en un grado que otro no percibiría, y el interno a crecer, de golpe, mostrando de ese modo la distancia entre ambos, como ayudan a crecer la distancia dos automóviles que se cruzan superponiéndose por un momento y después alejándose en dirección contraria. Estoy echado bocarriba, con las frazadas hasta el mentón, en la oscuridad. Tengo los ojos abiertos, y cada vez más abiertos, a medida que crece el rumor. Veo las manchas fosforescentes, las manchas pálidas, las formas brillantes y fugaces acompañadas de un estridor inaudible, tratando de fijar alguna imagen que saque a esas manchas del fuego puro y a ese estridor del puro sonido insignificante. Pero por un momento no consigo nada, salvo esperar en completa inmovilidad el errabundeo que se enciende, titila, y desaparece, y el estridor inaudible parecido a un rumor de años en brusca retirada y acumulación mortal en un lugar inalcanzable, pero bien visible. Salto de la dársena al buque en movimiento, y el buque se aleja, dejando ver la dársena cada vez más completamente, más nítidamente, hasta que puede abarcarse en totalidad. Pero después comienzan las imágenes convocadas, para llenar la oscuridad y el tiempo que abarca, el espacio negro.
Veo generaciones y generaciones de gorilas, avanzando desde la oscuridad. Hordas hostiles babeando en los primeros crepúsculos con mezcla de terror y extrañamiento. Unas moscas de color esmeralda se posan sobre las llagas abiertas en sus cuerpos por las desgarraduras de dientes y garras, producto de las últimas batallas. Las hordas se pasean inquietas por un claro del bosque, mirándose entre sí con extrañamiento, esperando la noche. Los genitales de los machos cuelgan entre sus extremidades inferiores, sacudiéndose. Los de las hembras, son un tajo rojizo y húmedo. Rechinan los dientes y entrecierran los ojos, mirando el espacio abierto a su alrededor, la sempiterna igualdad de los árboles y de las rocas que permanecen extáticos de noche y de día, obstruyendo la mirada. Y cuando llega la noche, los veo agruparse excitados, refregarse unos contra otros, alrededor de la gran hoguera que han encendido con ramas secas y que llena de sombra los huecos y las salientes de sus rostros brutales. Cuando comienza el tam-tam, los gorilas forman ruedas, anillos concéntricos, hileras que se lazan incesantemente con un ritmo torpe, hasta que los débiles se desploman jadeantes en el pasto, la lengua rosada a un costado de los labios negruzcos, relamiéndose la comisura. En el centro de la rueda a un costado de la hoguera que brama y cruje, expandiendo un gran resplandor que se desvanece a medida que asciende hacia las alturas negras, el gorila hembra y el gorila macho se abrazan y ruedan por el suelo, levantando nubes de polvo. El círculo de gorilas erguidos que los contempla los acompaña con batir de palmas. Producen un ruido seco, múltiple, que remeda el tam-tam fragoroso. Hembra y macho se levantan y vuelven a caer, abrazados, acompañando sus movimientos brutales con jadeos, gritos ahogados, suspiros, lamentos, risas, golpes. Después la hembra queda en cuatro patas, expectante, y el gorila macho entra en ella. La hembra grita. Ha entrado todo, salvo los testículos, que quedan golpeando debajo del trasero de la hembra. Sin salir de ella, con las piernas medio dobladas, los pies desnudos bien afirmados en el suelo, el gorila macho se incorpora todo lo que puede, alza los brazos, como para mostrar que no hay truco de ninguna clase, y saluda al círculo de caras expectantes que lo contempla. El batir de palmas se hace todavía más fragoroso, y los gorilas del círculo lo acompañan dando furiosos golpes de satisfacción contra el piso de tierra levantando unas nubes de polvo. El ritmo del tam-tam crece. Ahora a la mezcla de palmadas, golpes sordos de los pies contra el suelo y la resonante explosión continua del tambor, se incorpora un griterío enloquecido que suena lleno de voces, de risas, y llanto. La pareja del centro se confunde con un montón de parejas que se han formado con los miembros del círculo que están ya abrazándose y revolcándose en el suelo, levantando una nube de polvo que se vuelve rojizo al resplandor de las llamas.