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En medio de ese polvo sanguinolento una pareja abrazada rueda por el suelo hasta caer en medio de la hoguera, levantando un loco chisporroteo. Ni siquiera allí se separan, sino que vuelven a rodar, cubriéndose de polvo las quemaduras durante la rodada. Ahora todo el claro se ha convertido en un montón informe de cuerpos que gimotean y se arrastran, se enciman unos con otros, se golpean, se lamen, se muerden, se acarician, penetran unos en otros a través de los genitales. Después, el tumulto, en medio de las nubes de polvo rojizo, va atenuándose. El polvo se disipa, vuelve a asentarse. Los gorilas van inmovilizándose, en las posiciones más extrañas: unos están echados bocabajo, la cara aplastada contra el suelo, mientras otro yace sobre él, también bocabajo, con el vientre apoyado en su espalda, formando una cruz. Otros están de costado, un brazo estirado a lo largo del cuerpo y el otro sirviendo de apoyo a la cabeza. Otros están bocarriba, con las piernas abiertas. Uno se masturba, silenciosamente, jadeando. Las respiraciones van haciéndose cada vez más profundas y rítmicas, se oyen suspiros, ronquidos. De golpe, una risa súbita suena y se apaga. Más tarde, no se oye más que la respiración. El alba los sorprende dormidos, lagañosos, bufando y resoplando. Se mueven inquietos y se encogen para ahuyentar el frío del sereno. La claridad comienza a incomodarlos, de modo que se incorporan a medías, mirando a su alrededor con perplejidad y extrañeza; tosen y escupen. Tienen las comisuras pegoteadas de baba reseca. La hoguera no es ahora más que un montón de ceniza blanquecina, en la que no queda un solo rescoldo. Unas manchas sanguinolentas se mezclan al pasto y al polvo, resecándose, las manchas de las heridas que se han producido durante la noche. Apenas si se cruzan unas señas fatigadas o ademanes. De vez en cuando emiten algunos sonidos con la boca. Algunos, más perezosos, remolonean antes de levantarse; otros acarician por última vez, de un modo mecánico, los brazos lisos de las hembras. Del interior de las cuevas -cavadas por la erosión en las rocas- sacan pedazos de carne cruda y se los comen llenándose las barbas de manchones sanguinolentos. A la luz del sol, parpadean, dando enormes mordiscones a los trozos de carne. Están otra vez en el mismo claro, con el horizonte de árboles y rocas por los cuatro costados, en los que la mirada rebota. Están las mismas piedras y los mismos árboles, y encima de sus cabezas el mismo cielo azul, y el disco amarillo, incandescente, que atraviesa el cielo con una lentitud exasperante, sorda, sin estridores, la pulida superficie azul que va llenándose de destellos y que al mediodía es imposible mirar. Es el mismo espacio de todos los días que los rodea. En él se mueven, sin entender. El que cruza la línea de roca o de árboles, el horizonte inmóvil y estable, perpetuo, desaparece, y no vuelve nunca más. Pasa con él lo mismo que con el animal que atraviesa el horizonte en dirección contraria y entra en el claro: los dientes, y las piedras, y las picas y las flechas que vigilan el espacio del claro del que se han adueñado caen sobre él y lo destrozan. Quedan entonces agazapados, armados con sus picas, sus piedras y sus flechas, en espera de que algo vivo cruce la línea de peligro para arrojarse sobre él y destrozarlo. Cuando el animal emite sus últimas palpitaciones cálidas y queda tieso, muerto, ellos lo llevan hasta la cueva y allí lo reparten. Las partes más suculentas para el jefe, los despojos para la muchedumbre. Las moscas esmeralda tienen todavía tiempo de amontonarse y zumbar sobre los restos. Cuando han llenado sus estómagos, los gorilas se acuclillan pensativos, a la sombra, y contemplan el horizonte, un brazo doblado sobre el abdomen, el codo apoyado sobre la palma y la cabeza apoyada por la mandíbula en la otra palma. De vez en cuando suspiran y entrecierran los ojos, para atisbar mejor la distancia nítida que los separa de la línea del horizonte en la que los árboles y las rocas parecen testimonios mudos del otro lado, testigos que hacen precisamente evidencia testimonial de su silencio. Otros gorilas contemplan alelados sus propios cuerpos; las rocas de las rodillas, la vegetación de los vellos, las protuberancias de los dedos, las cuevas secretas de los esfínteres, ¡a vida torva y lenta de los genitales creciendo o abriéndose húmedos por su propia cuenta. En esa melancolía extrañada pasan las horas de ocio, hasta que otra vez el sol comienza a declinar, y el horizonte se pone rojo, y la oscuridad cae por fin otra vez sobre la hoguera encendida al crepúsculo alrededor de la cual comenzarán otra vez las ceremonias nocturnas.

Estoy echado en la cama, en plena oscuridad, con los ojos abiertos. Permanezco inmóvil. Es una oscuridad sin grietas, sin fisuras; la habitación no tiene ventanas, y la puerta que da a la antecámara está cerrada, de modo que no entra un solo resquicio de luz. De nuevo el rumor comienza a ascender, entre formas fosforescentes. Ahora entre la oscuridad interna y la externa no hay barrera de división, y las imágenes flotan en la dirección -si es que hay alguna dirección- en que mis ojos enfocan, y después desaparecen.

Ahora veo a los gorilas en una gran procesión: visten ropas chillonas, y unas chafalonías doradas y plateadas, con piedras que emiten reflejos a la luz solar, cuelgan de sus cuellos, de sus orejas, se ciñen a sus dedos y a sus muñecas. Han sustituido el tambor por unos instrumentos de bronce que producen unos sonidos estridentes cuando se los llevan a la boca. Los jefes marchan a la cabecera, con grandes túnicas púrpuras que unos esclavos con el torso desnudo llevan por los extremos para impedir que se arrastren sobre el suelo empedrado. Después van los segundos funcionarios, con vestidos negros; detrás los terceros, con túnicas verdes; forman hileras parejas, y no caminan sino que marchan en una especie de danza al compás de la música. Detrás vienen las mujeres, con vestidos de todos colores, que dejan ver sus senos blancos hasta los círculos violados de los pezones. Y más atrás, después de las mujeres, la muchedumbre de gorilas rotosos que tratan de espiar la ceremonia y de vez en cuando son empujados a latigazos por capangas de a caballo. Al caer los primeros, los que vienen detrás tropiezan con ellos y caen a su vez; cuando los que han caído comienzan a incorporarse, la gran comitiva a cuya cabeza marcha la banda de música se ha alejado un gran trecho, de modo que los capangas hacen galopar los caballos sobre el empedrado para aproximarse a la retaguardia de la comitiva y resguardarla. La muchedumbre apura el paso, alcanza a la comitiva, y otra vez los capangas la emprenden a latigazos, de modo que la distancia ganada es perdida otra vez. Y de nuevo, mientras la muchedumbre de gorilas rotosos pugna por incorporarse, los cascos de los caballos de los capangas resuenan sobre el duro empedrado, galopando hacia la comitiva. Los rostros gordinflones de los jefes, envueltos en las togas púrpuras, permanecen elevados en una expresión de dignidad. Los segundos funcionarios miran fijamente las nucas de los jefes vestidos de púrpura; y los terceros, vestidos de verde, miran la nuca de los funcionarios negros. Las mujeres acomodan sin cesar sus ropas chillonas y sus chafalonías brillantes. Algunas acomodan sus corpiños de modo tal que sus senos blancos resalten todavía más. Y los caballos de los capangas, cuando se han acercado suficientemente a la retaguardia de la comitiva, pegan giros bruscos produciendo golpes sonoros sobre el empedrado. Los capangas miran con gestos amenazantes a la muchedumbre, aunque el montón de gorilas rotosos no ha logrado todavía incorporarse más que a medias. Llegan ahora al gran lugar de la ceremonia. Veo de golpe, desde la baranda de hierro trabajado del tercer piso, el vestíbulo cuadrado del Tribunaclass="underline" el piso ajedrezado, vacío. La escalera blanca que desciende en una curva, también vacía. La baranda de hierro oscuro rodea también, formando un cuadrado con un lado de menos, el gran vacío que cae a pique sobre el vestíbulo de mosaicos blancos y negros.

La ceremonia se realiza en un enorme recinto de paredes altísimas, con ventanas muy altas cuyo huecos rematan en ojivas y cuyos vidrios tienen pintados sobre las superficies motivos que representan a los gorilas jefes en hermosos colores. Hay una larguísima mesa tendida. Cuenta con tres alas, una central y dos laterales que parten verticales desde los extremos de la mesa central. En el medio, un gran espacio vacío. Dos hileras de esclavos, con los torsos desnudos, llevando antorchas en alto, flanquean en la entrada el paso de la comitiva. Los músicos dejan de hacer sonar sus instrumentos y se retiran a un costado de la entrada. Los jefes, de púrpura la cabeza todavía más alzada en una expresión todavía más digna, entran en el enorme recinto y van a ubicarse en la mesa central. A su derecha, los funcionarios de negro. A su izquierda, los de verde. Las mujeres se amontonan en el espacio vacío del centro y esperan nerviosamente. La muchedumbre se ha amontonado ante la gran puerta de entrada, pugnando por contemplar la escena. Los capangas han bajado de sus caballos y los golpean desde el interior del recinto, empujándolos hacia atrás. Pero la orden es dejarlos ver. De modo que los golpean más suavemente de lo que parecen amenazar con sus expresiones, para que sepan que están queriendo acceder a un privilegio que no les está permitido, pero al mismo tiempo para que ellos se queden y los jefes puedan ser contemplados.

Después comienza el banquete. Esclavos con el torso desnudo traen las grandes fuentes a la mesa central y van despresando los animales sacrificados bajo la mirada vigilante de los jefes, que ordenan el tamaño de las porciones y el destinatario de cada una. Ellos, apenas si prueban bocado. El jefe máximo ni siquiera contempla el trabajo de los esclavos. Está en el centro exacto de la mesa, y a su túnica púrpura agrega un gran medallón de obsidiana que cuelga de una cadena dorada de su cuello. Su larga mano huesuda juguetea con el medallón. La muchedumbre de gorilas rotosos lo contempla extasiada, con una mezcla de asombro, furia, admiración y terror, ya que una especie de nimbo luminoso parece rodear su gran cabeza entrecana y su rostro pálido que emerge de entre una barba negra cuidadosamente ensortijada. Cuando los funcionarios terminan de comer, bajo la mirada negligente de los jefes, los esclavos de torso desnudo recogen las sobras y vienen hasta la puerta tirándolas hacia la muchedumbre de gorilas. En la rebatiña, los gorilas se golpean, se empujan, se muerden, se insultan. Hay corridas, escupitajos, sangre, lamentos. Dentro, mientras los gorilas se sientan al sol crepuscular a mordisquear los huesos de los que cuelgan unos filamentos de carne exangüe, el desfile de las mujeres ha comenzado, al son de la música. Cada una de ellas, del montón nervioso y expectante apretujado en un rincón de la sala, avanza hacia el espacio ahora otra vez vacío y comienza a efectuar contorsiones, movimientos de vientre, saltos, que hacen tintinear sus chafalonías multicolores. Algunas se desnudan mientras bailan. Otras, ya llegan desnudas al espacio vacío ante las largas mesas. Los funcionarios verdes y negros permanecen inmóviles, tiesos, callados, contemplando las contorsiones de las mujeres sin hablar. Únicamente los jefes de púrpura hacen comentarios entre ellos ante cada mujer. Algunos ríen y señalan a las bailarinas con el dedo. Otros hacen ademanes obscenos. Únicamente el gran jefe permanece callado, jugueteando incansablemente con su medallón de obsidiana. Por fin ante una de ellas, el jefe alza la mano, sin hablar, y la señala con el dedo. Los esclavos desaparecen por los largos corredores laterales y regresan con un gran diván que cargan por encima de sus cabezas. Ponen el diván en el centro del espacio vacío. La elegida se echa, desnuda, en el diván, con las piernas abiertas. El gran jefe se levanta y avanza hasta el centro del enorme recinto. Dos esclavos desnudos lo siguen desde cerca. Cuando el gran jefe se detiene junto al diván hace un gesto y los dos esclavos lo desnudan. Uno de ellos unta su miembro con ungüentos. Otro besa su medallón. El gran jefe echa una última mirada a su alrededor, para verificar que es contemplado por todos. Hace una señal imperceptible a los capangas para que dejen aproximarse a la muchedumbre hasta el hueco de la puerta. Después se inclina, y entra en la mujer. De la muchedumbre, de las dos hileras de funcionarios, de los esclavos y del montón de mujeres agrupadas en el rincón parte una exclamación y un vítor en el momento en que el gran jefe penetra en la mujer. Después suena la música.