Resuena en mí, inaudible, y la gran multitud abigarrada se esfuma. Quedo otra vez en la más completa oscuridad, con los ojos abiertos. Ahora, ni las manchas informes, fosforescentes, que titilan, la cruzan. No llega de la calle ningún rumor, la pieza está en completo silencio. Me muevo, sin desplazarme, sin girar, sino sacudiendo levemente las piernas, y la cama cruje. Ahora veo otra vez el vestíbulo ajedrezado de los Tribunales, los mosaicos blancos y negros. No se ve a nadie en el vestíbulo. Veo la baranda de hierro y la escalera.
El limpiaparabrisas arrasa rítmicamente las gotas que estallan sobre el parabrisas, produciendo un sonido monótono, regular. Por los vidrios laterales, la ciudad borrosa va desplazándose hacia atrás.
Veo emerger un manchón oscuro que restalla, en medio de la niebla, en donde creo adivinar que está la orilla del río.
Un pedazo de carne pálida, rodeado de papas hervidas, en el plato, sobre la mesa, y el rumor de la pollera de Elvira alejándose en dirección a la cocina.
Avanzo por San Martín en dirección al centro, viendo la loca miríada de colores de los letreros luminosos que forman unas imágenes brillantes y fugaces a través del cristal del parabrisas donde choca la lluvia gruesa estallando y enturbiando mi visión antes de que el limpiaparabrisas regrese en su parábola y arrase el agua dejando limpio el cristal otra vez.
Por un momento, la garita gris entra y sale de la niebla, en la boca del puente colgante.
Enciendo la luz. La escalera blanca de mármol, que desciende desde el tercer piso, se ilumina.
Me incorporo y contemplo mi habitación. Las paredes blancas no refulgen porque la luz del velador no llega hasta ellas, salvo el cilindro de claridad pálida que ilumina suavemente la pared en que se apoya la cabecera. Saco la cucharita del vaso y tomo un trago de agua. Apago la luz nuevamente, y cierro los ojos.
Veo los árboles del parque, y el lago refulgiendo súbito y después desapareciendo, detrás de la fronda; después otra vez la escalera de mármol de los Tribunales, y el vestíbulo ajedrezado, con mosaicos blancos y negros, desde la baranda del tercer piso; los corredores iluminados de la galería y los ventanales ciegos de la estación de trenes, y después otra vez la escalera de mármol blanco de los Tribunales y el hall ajedrezado, con mosaicos blancos y negros, y los árboles de la Plaza de Mayo, palmeras y naranjos. Las naranjas amarillean entre las hojas verdes que la lluvia ha puesto como laqueadas.
Ángel entra rápidamente en el diario La Región, Saluda y desaparece.
Veo la mano del gran jefe jugueteando con el medallón de obsidiana.
En el gran espacio amurallado de árboles y rocas, los gorilas se pasean y se detienen, apoyando perplejos las palmas de las manos contra las nalgas, mirando el horizonte mudo.
La garita gris entra y sale de la niebla, errabundeando. Veo el perfil del gorila uniformado, cortado verticalmente por el filo de la puerta.
En los andenes de la estación de ómnibus, gorilas tosen y se encogen, fumando. Sus caras pálidas y sus manos se mueven en la penumbra del amanecer.
Desde el tercer piso, el vestíbulo de los Tribunales aparece vacío. Los mosaicos blancos y negros están limpios, pulidos. La escalera blanca desciende, efectuando una curva pronunciada, hacia el segundo piso.
Veo el limpiaparabrisas arrasar las gotas finas de lluvia que caen sobre el cristal deformando las luces brillantes de los letreros luminosos, mientras avanzo hacia el norte por San Martín.
Despierto. Durante un momento, no sé que he despertado. La habitación está en penumbra. Después enciendo la luz. Miro el reloj sobre la mesa de luz. Son las dos. Me levanto y salgo de la habitación, en dirección al cuarto de baño. Por la claraboya del baño veo la luz del día, gris. Me desnudo, defeco, y después me meto bajo la ducha caliente. Después voy a mi habitación, envuelto en una salida de baño, y me seco y me visto en ella. Frente al gran espejo del ropero veo mi rostro. Mi barba ha crecido, en dos días. Después de vestirme, regreso al cuarto de baño, y me afeito, lentamente. La afeitadora eléctrica produce un zumbido apagado, monótono. Voy pasándome suavemente el dorso de la mano por la cara, a contrapelo. Después desenchufo la máquina, la guardo y salgo del cuarto de baño. "Ha hablado su señora madre", dice Elvira, cuando me encuentra en el comedor. "La llamo enseguida." "Doctor", dice Elvira. "Son las tres de la tarde. ¿Va a comer?" Le digo que me sirva un plato de sopa y que me lo lleve al escritorio. Al correr las cortinas, entra en el escritorio una luz gris, tensa.
Disco el número de mi madre. Escucho su voz. "Hace dos días que no venís a verme", dice. "He estado muy ocupado, mamá", digo. "¿Estás bien?" dice. "Estoy perfectamente. Nunca he estado mejor", digo. "Sabrás la última de tu mujer", dice. "No sé nada, ni quiero saber", digo. "Ha venido otra vez a la ciudad, esta vez para quedarse. Me han dicho en el club, ayer de tarde, que está paseándose lo más oronda por el Country con su nuevo macho" dice mamá. "No me interesa, mamá", digo yo. "Y se ha emborrachado, Ernesto. Se ha emborrachado y ha andado diciendo porquerías sobre nuestra familia", dice mamá. "No ha de ser ella" digo. "¿Cómo que no ha de ser ella?", dice mamá. "Sobre que te ha abandonado, todavía te atreves a defenderla." "No la defiendo", digo yo. "Digo simplemente que puede no ser ella." "¿Acaso las chicas no van a saber si se trata de mi nuera o no, después de haber estado casada ocho años con mi hijo?", dice mamá. "No sé qué va a venir a hacer a esta ciudad", digo yo. "Nunca sabes nada", dice mamá. "¿Cómo está papá?", digo yo. "Corno siempre", dice mamá. "Bueno", dice, "ya es hora de que te acuerdes de que tenés madre y vengas a verme. Ya ni sé cómo es tu cara". "Es la misma de siempre", digo yo. "Es probable que pase el cobrador del Country una de estas tardes por tu casa", dice mamá. "Págale que estoy debiendo dos meses." "¿Necesitan algo?", digo yo. "Por ahora, nada", dice mamá. Nos despedirnos y colgamos.
Casi enseguida llega Elvira con un tazón de sopa. Es el mismo líquido espeso y dorado de siempre, que humea. Me siento en el sillón doble, de espaldas al ventanal, y tomo lentamente la sopa. Después dejo el plato vacío sobre el escritorio y me paro al lado del ventanal, mirando el parque. La luz gris nimba las copas de los árboles, sobre el terreno que se extiende, en ligero declive, hacia el lago. Los senderos del parque son oscuros y están cubiertos de una hojarasca pútrida. Algunos árboles sin hojas atraviesan con sus ramas la fronda verde. Una pareja de gorilas está sentada, de espaldas al ventanal, y mirando por lo tanto hacia el lago, en un banco de piedra sin respaldo. La hembra tiene reclinada la cabeza sobre el hombro del macho. Están inmóviles. De pronto se levantan y comienzan a caminar en dirección al lago; luego doblan a la derecha, siguiendo el trayecto del sendero, y después desaparecen.
Continúo corrigiendo la traducción hasta que comienza a anochecer. Después corro las cortinas y enciendo la luz del escritorio. Trabajo un momento a la luz de la lámpara, que arroja un círculo de claridad cálida sobre el escritorio y sus alrededores. El resto de la habitación está en una especie de semipenumbra. Después me levanto, me pongo un saco sport y me dirijo hacia la cocina. "¿Está todo listo para la noche, doña Elvira?", digo. "Estoy preparando", dice Elvira. "Doy una vuelta y vuelvo", digo yo. Bajo las escaleras y ya estoy en la calle. Me sumerjo en una atmósfera fría y azulada; un poco más y se hará de noche.
Subo al automóvil y tengo que hacer girar la llave de arranque varias veces, antes de lograr ponerlo en marcha. Cuando arranca, quedo unos momentos acelerándolo. Después lo pongo en primera, y comienzo a avanzar lentamente. Doblo en la esquina, hacia la derecha, y cuando comienza a rodar sobre el empedrado grueso, el coche comienza a retumbar y a vibrar. Pasada la tercera esquina tengo ya a mi derecha la Plaza de Mayo y a mi izquierda la larga fachada de los Tribunales. Doblo en la Avenida del Sur, hacia el oeste. La avenida está iluminada con lámparas a gas de mercurio, que arrojan una luz blanquecina, gélida, desde las dos veredas, hacia el centro de la calle. También la Avenida del Oeste está iluminada con las mismas luces, que cuelgan de altas columnas curvas que se inclinan en la altura hacia la calle. Más allá del cantero central, a mi izquierda, están los jardines del Regimiento después, también a la izquierda, la fachada amarilla del Mercado de Abasto, más adelante el cine Avenida, todo oscuro, y después siguen las dos hileras de casas de una y dos plantas hasta que llego al bulevar. En el bulevar doblo a la derecha y avanzo lentamente hacia el este. Cuando llego al primer semáforo, después de haber pasado frente a la fachada amarillo pálido de la Universidad, con sus ventanas verdes, ya ha anochecido. Debo esperar en el semáforo hasta que se apague la luz roja y se encienda la verde, y cuando sigo avanzando, al pasar el semáforo, las vías del ferrocarril hacen trepidar apagadamente la carrocería. A mi izquierda esta el Molino. El segundo semáforo me deja el paso libre -la luz verde se apaga y se enciende la amarilla en el momento en que estoy cruzando la bocacalle- y acelero ligeramente. El hall de la estación de trenes está iluminado, y en el primer piso también hay luz, ya que las altas ventanas arrojan manchas de claridad a la oscuridad del aire. Paso las vías y llego a la rotonda del puente colgante. La garita gris está iluminada por dentro, y la silueta de un gorila de uniforme intercepta el paso de la luz por la abertura de la puerta. Tomo la costanera vieja que está casi desierta -apenas si me cruzo con dos o tres automóviles que vienen en dirección al puente colgante-, y acelero cuando llego al asfalto liso de la costanera nueva, lleno de cunas amplias. Los chalets de la costanera muestran sus techos rojos de tejas, entre la fronda negra de los árboles. A veces, alguna luz semioculta ilumina las hojas lavadas. Cuando llego a Guadalupe doy la vuelta a la rotonda y comienzo a avanzar en sentido contrario. Ahora el río está a mi izquierda. No lo distingo. En la distancia, los altos mástiles del puente colgante se distinguen claramente por las cuatro lucecitas rojas que se encienden y se apagan. Ahora voy solo por la ancha avenida. La luz de los faros ilumina un sector del pavimento y cuando hago algún cambio de luces, la luz alta hace que el haz de claridad pegue una especie de salto y se expanda bruscamente hacia adelante y en los costados. Al bajar la luz, el haz de claridad se reduce iluminando apenas el asfalto delante del coche. La luz roja del tablero, en el interior del automóvil, toca débilmente mi rostro. De vez en cuando, puedo ver reflejado, de un modo fugaz, un fragmento de mi rostro en el retrovisor, que a veces se llena bruscamente de luz cuando algún automóvil que viene detrás se adelanta y me pasa velozmente. Veo sus luces traseras, dos puntos rojos, achicarse hasta desaparecer. Después llego otra vez a la costanera vieja, y aminoro la marcha, ya que el asfalto es menos liso, lleno de remiendos de alquitrán, grietas y protuberancias. Al llegar a la boca del puente colgante, una camioneta celeste que sobre la caja trasera lleva la inscripción "Molino Harinero S.A.", sale velozmente del puente y me obliga a efectuar una frenada brusca. También la camioneta frena bruscamente. En el interior de la cabina en penumbra distingo la silueta de un hombre al volante y una mujer sobre cuya falda se halla sentada una niña. La camioneta arranca otra vez y desaparece velozmente por el bulevar. Yo sigo en línea recta, bordeo la plazoleta de la costanera, y entro en la avenida del puerto, que cruza en diagonal hacia el centro. A pesar de los globos blancos del alumbrado, de menor estatura que las palmeras, cuyas hojas brillan por momentos, la avenida está oscura, y salvo la complicada estructura de la usina central, toda llena de luces, no se ven más que unos paredones ciegos semiocultos por la fronda de los árboles. Del otro lado, a mi izquierda, están los grandes tanques de combustible, plateados, de los depósitos portuarios, y las playas de maniobras del ferrocarril del puerto. Llego al centro, paso frente al Correo oscuro, el costado y los fondos de la estación de ómnibus, y después doblo a la derecha, recorro dos cuadras, y doblando otra vez a la izquierda, entro en San Martín, hacia el sur. La calle está iluminada, pero casi desierta. Después está el Teatro Municipal, a oscuras, y unas cuadras más adelante el semáforo de la Avenida del Sur. Ahí me detengo, esperando que se apague la luz roja y se encienda la verde. Al arrancar, después que la luz verde se ha encendido, veo avanzar hacia mí la esquina de la Gobernación, y deslizarse hacia atrás, por el vidrio lateral a mi derecha, el lado este de la Plaza de Mayo, y más allá, oscura y borrosa, entre los árboles, la fachada de los Tribunales. Cruzo la bocacalle -la plaza y la Gobernación quedan atrás- recorro dos cuadras y media, y cuando a mi derecha han terminado las arcadas blancas del convento de los Franciscanos y comienza la arboleda del parque del sur, estaciono el coche junto al cordón de la vereda, frente a mi casa, y apago el motor. Apago también las luces. Salgo del coche, cierro la portezuela con llave, y entro en mi casa. No he terminado de subir las escaleras cuando oigo que comienza a sonar el teléfono. Apuro el paso y entro al estudio, y alzo el tubo en el mismo momento en que enciendo la luz del escritorio.