Está desierta. Detrás del marco en cruz de la ventana, en mi despacho, relumbra la oscuridad del día gris. Enciendo la luz, dejo el portafolios sobre el escritorio y sacándome el impermeable, lo cuelgo de la percha. Camino sobre el piso de madera encerado hasta la ventana. En la plaza, la lluvia moja las palmeras y los naranjos cuyos frutos amarillos manchan las duras hojas verdes. Los senderos rojizos están desiertos. Me vuelvo hacia el escritorio y me siento en mi sillón. Del portafolios saco el cuaderno, el libro, el diccionario y las lapiceras de todos colores. La página ciento diez, señalada con la hoja doblada de papel blanco, está llena de marcas y de líneas en su mayor parte. Abro también el cuaderno, en el que la escritura hecha con una apretada letra negra, presenta también señales de todas clases: cruces, círculos, rayas verticales u horizontales. La página ciento once del libro no muestra más que la pareja letra de imprenta, sin una sola marca adicional. Leo, subrayándolo débilmente y con una línea entrecortada, el primer párrafo limpio de la página ciento diez: "Your wife! Donan!… Dind't you get my letter? I wrote to you this mormng, and sent the note down, by my own man". "Yourletter? Oh, yes, I remember. I bave not read it yet, Harry. I was afraid there might something iit that I wouldn't like. You cut life lo pieces with your epigrams" En la palabra epigrams termina la página ciento diez. Subrayo también, con una línea débil y entrecortada, hecha con una lapicera a bolilla azul, la primera frase de la página ciento once: You know nothing then? Después escribo en el cuaderno en tinta negra y con una caligrafía apretada: "¡Tu esposa! ¡Dorian! ¿No has recibido mi carta?".
Cuando entra el secretario, he llegado casi hasta el final de la página ciento once. Estoy traduciendo el antepenúltimo renglón. Toda la página ciento once se ha llenado de señales y marcas hechas con lapiceras y lápices de todos colores. El secretario se acerca al escritorio inclinando su cabeza entrecana hacia mí. "Doctor", me dice."Han pasado un informe de jefatura sobre un homicidio ocurrido anoche en la seccional sexta." "Sí", digo. "Me llamaron por teléfono anoche." "Dicen que no tienen espacio en la jefatura, y si usted no puede tomarle declaración", dice el secretario. "Teníamos una audiencia esta mañana", digo yo. "Puede suspenderse", dice el secretario. "¿Y los testigos?", digo yo. "Hay algunos", dice el secretario. "No puedo tomar declaración al imputado si no hablo antes con los testigos", digo yo. "Es la pura verdad", dice el secretario. "Diga que me manden los testigos a primera hora de la tarde", digo yo."Y si puede suspender la audiencia de la mañana, suspéndala. Si me buscan o me llaman por teléfono, diga que estoy en la audiencia". "¿A qué hora quiere los testigos?", dice el secretario. "A las cuatro" digo yo. El secretario sale. Me inclino hacia el antepenúltimo renglón de la página ciento once y subrayo débilmente, con una lapicera a bolilla color verde, en una línea entrecortada: They ultimately found her lyin dead on the floor ofher dressing-room. Cuando el secretario vuelve a entrar, yo estoy subrayando la delgada línea entrecortada hecha con la lapicera a bolilla de color verde la antepenúltima, la penúltima, y la última frase de la página ciento trece: "Harry", cried Donan Gray, coming over and sitttng down beside him, "why is it that I cannot feel this tragedy as much as I want to? I don´t think I am heartless. Do you?". Entra exactamente cuando yo subrayo las últimas dos palabras. "Está el cronista de La Región, juez", dice. "Quiere hablar con usted." "Dígale que estoy ocupado, en la indagatoria", digo yo. "Me preguntó cuándo va a tener lugar la indagatoria de la que usted le habló", dice el secretario. "¿Cree que mañana a mediodía vamos a terminar con todos los testigos"?, digo yo. "Creo que sí", dice el secretario. "Dígale entonces que mañana a las cuatro" digo yo. El secretario sale. Me levanto y me asomo a la ventana. Ahora la atmósfera se ha aclarado algo, pero la llovizna continúa. En la plaza, las palmeras relumbran. Algunos gorilas, encogidos en la llovizna, caminan por los senderos rojizos, en dirección a la Gobernación. Mi reloj pulsera me indica que son las diez y cincuenta y cinco. Después me vuelvo a sentar ante el escritorio y continúo traduciendo hasta las doce. Guardo todas las cosas en el portafolios, me pongo el impermeable, paso por la oficina del secretario, le digo que a las cuatro en punto voy a comenzar a interrogar a los testigos, y salgo al corredor. Camino hasta el borde de la escalera, me apoyo en la baranda, y miro hacia abajo: el cuadrado de mosaicos blancos y negros, ajedrezado, está lleno de figuras achatadas que hormiguean en pequeños grupos que se rompen y vuelven a nuclearse, en distintos puntos de! damero. Después comienzo a bajar, oyendo las voces cada vez más nítidamente, hasta que se convierten en un estruendo incomprensible cuando llego a la planta baja y atravieso el vestíbulo en dirección al patio trasero. Cruzo los corredores del fondo, más vacíos, y llego al patio. La llovizna me golpea la cara. Cierro los ojos durante un momento, deteniéndome, pero sigo enseguida hasta el automóvil. Subo al automóvil, pongo el motor en marcha, y salgo reculando, lentamente, hacia la calle.
En la calle pongo la culata hacia el este, y después comienzo a avanzar por la Avenida del Sur. Cuando llego a la Avenida del Oeste doblo a la derecha y sigo recto por la avenida -el Regimiento, el Mercado de Abasto, el cine- hasta llegar al bulevar. Allí doblo otra vez hacia la derecha y avanzo hacia el este. Llego hasta San Martín, después de pasar frente a la fachada amarilla, con las incrustaciones de las celosías verdes, de la Universidad, y doblo hacia el sur. En San Martín, los gorilas se amontonan bajo los aleros, en los umbrales, bajo los toldos, para protegerse de la llovizna. Paso frente a las vidrieras de La Región -a mi derecha-, los corredores de la galería, iluminados -a mi izquierda-, el Teatro Municipal -a mi izquierda-, rodando lentamente, detrás de una larga hilera de automóviles, la marcha entorpecida de tanto en tanto por gorilas jóvenes que saltan por encima de los charcos y cruzan corriendo las calles para no mojarse. Después espero ante el semáforo de la Avenida del Sur, y cuando la luz verde se enciende, cruzo la bocacalle y marcho con la Plaza de Mayo a mi derecha, y la esquina gris de la Gobernación que avanza hacia mí hasta que queda atrás. Después viene el convento, y por fin los árboles del parque más allá del cual se vislumbran las aguas del lago. Detengo el coche junto a la vereda, a la derecha, frente a mi casa. Recojo el portafolios y bajo.
Subo las escaleras y entro directamente en el estudio. Casi enseguida, mientras estoy sacándome el impermeable, entra Elvira. Me pregunta si voy a comer. "Sí, algo", digo yo. "Sírvame aquí, en el estudio." Después le digo que si viene el cobrador del Country a cobrar las cuotas de mamá, que se las pague. Pongo en el tocadiscos el Concierto para violín y me siento en el sofá doble, de espaldas al ventanal, a escucharlo. Al rato, entra Elvira con una bandeja y atraviesa la habitación en puntas de pie. Con la cabeza, le hago una seña para que deje la bandeja sobre el escritorio y antes de salir recoge el impermeable de sobre un sillón y sale. Me levanto y miro la bandeja. Hay unas galletas en un plato y un tazón de sopa dorada, espesa, que humea. Mientras suena la música, tomo lentamente la sopa, y como tres o cuatro galletitas. Después me sirvo un vaso de whisky y me lo tomo, puro, de dos o tres tragos. Después me reclino en el sofá, hasta que el concierto termina. Entonces se oyen los ruidos del automático, y después nada más.