"¿Y qué iba a ver?", dice. "Lo que yo ya había cantado que iba a pasar desde que entraron. 'Másime' que él la dejaba hablar y decir todas esas cosas, y mientras tanto se reía. Yo veía que él se reía. Y también ella se reía. Hasta que pensé que todo era puro teatro y nos estaban tomando el pelo. Cuando salí al patio, vi que la camioneta pasaba bajo la luz de la esquina, a todo lo que da, y desaparecía. El turco Jozami le estaba alumbrando la cara a la mujer, y después se levantó diciendo que estaba muerta. Yo ya soy un hombre fogueado para estas tragedias. Ni un pelo se me movió. Cuando se mató Domingo Bucci, yo era su mecánico. Y yo le digo: Domingo, tengo un pálpito feo para la 'prosima' vuelta. No me gusta nada. Y él me dijo: De algo hay que morir, Pedrito, y siempre se muere rápido. Así es, señores. Yo, desde que los vi entrar con la escopeta y esos patos muertos, no di un centavo por la vida de esa mujer." Miro al vigilante. "Llévelo, nomás", digo. Él se para, y se inclina, dándole forma al ala de su sombrero negro. "No es por 'jatancia'", dice, "pero el diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo. Mucho gusto, Gorosito", y estira la mano hacia mí. "Vaya, está bien", digo. Sale. Después, el policía vuelve. "Tráigame mañana a las cuatro al inculpado", le digo. "A la mañana vamos a ir con el secretario al lugar del hecho." Cuando el vigilante sale, me levanto y camino hacia la ventana. Ha oscurecido completamente, sobre los árboles de la plaza. El secretario hace resonar la máquina de escribir a mis espaldas. Después me pongo el impermeable y salgo. El corredor está desierto. Llego hasta el borde de la escalera, y asomándome a la baranda, veo al grupo de testigos cruzar el cuadrado ajedrezado, de mosaicos blancos y negros, y después desaparecer en dirección a la salida. Bajo lentamente las escaleras. Cuando llego a la planta baja, el vestíbulo está desierto. Atravieso los corredores desiertos, oscuros, y salgo a la oscuridad del patio trasero. En la oscuridad, la lluvia me golpea la cara, levemente. El automóvil es una masa más densa de penumbra, pegada sobre la oscuridad lluviosa. Cuando toco el picaporte de la portezuela, lo percibo helado. Me siento frente al volante y enciendo el motor. La luz roja del tablero toca levemente mi rostro y alcanzo a percibir sus reflejos en el retrovisor. Después hago un medio giro, lentamente, y avanzo lentamente por el patio estrecho, saliendo a la Avenida del Sur. La llovizna se adensa en masas blancuzcas alrededor de las lámparas a gas de mercurio, que arrojan una luz blanca. Avanzo hacia el oeste y en el momento en que estoy llegando a la primera bocacalle la luz roja del semáforo se apaga y se enciende la verde, de modo que doblo a la izquierda y avanzo por la calle oscura, de empedrado grueso; a mi izquierda y a mi derecha comienzan a desfilar, incrustadas entre construcciones más modernas, pequeñas y antiguas casas coloniales, de paredes amarillas y ventanas enrejadas, agolpadas sobre el cordón de la vereda, o en esquinas sin ochavas. En la calle desierta veo cruzar un perro, lentamente, bajo la luz del foco de la esquina y detenerse en los escalones que acceden a la puerta de un almacén. La puerta del almacén, en la esquina, arroja una luz borrosa hacia la calle, y distingo, al pasar, las figuras vagas de dos o tres gorilas, machos y hembras, resaltando contra el fondo abigarrado de las estanterías Después veo como la masa arbolada del parque -siluetas negras de árboles pegadas sobre la oscuridad mas difumada de la noche- avanza hacia mi, desprendiéndose de! horizonte negro Al llegar al parque doblo hacia la izquierda, v avanzo, teniendo siempre el par que a mi derecha Sus senderos bajan escalonados entre los árboles, hacia el lago, y algunos globos del alumbrado expanden una luz débil que se incrusta entre la fronda de los árboles y a cuyo alrededor se condensa la llovizna. Bordeo suavemente la curva del parque y comienzo a rodar por San Martín hasta que a mi izquierda comienza la hilera de casas. Espero que pase un camión con acoplado que avanza por la mano opuesta en dirección contraria iluminando todo el interior del automóvil con sus faros, y después cruzo v estaciono a mitad de cuadra, la parte delantera del coche apuntando hacia el norte Apago el motor, salgo del auto, v comienzo a subir la escalera iluminada Después cuelgo el impermeable en la percha del baño y me dirijo al estudio Enciendo la luz del escritorio toda la zona del escritorio se sumerge en una esfera de claridad cálida, en tanto que el resto del recinto queda envuelto en una penumbra débil Me siento un momento en el sofá doble, de espaldas al ventanal cuyas cortinas están descorridas. Cierro los ojos, y apoyo la nuca en el borde del respaldo de terciopelo Quedo en esa posición durante un momento Entonces veo, otra vez, el incendio parejo de la vasta extensión plana, que se propaga, calladamente.
Veo el vestíbulo ajedrezado del Tribunal, desierto.
Las oficinas y los corredores desiertos.
Y, de nuevo, por segunda vez, las llamas de altura regular, ondeando suavemente, en una extensión lisa que abarca todo el horizonte visible, sin crepitaciones.
Abro los ojos, sacudiendo la cabeza y me incorporo. Me paro. Me sirvo dos dedos de whisky y me los tomo de un trago, puro. Después me siento ante el escritorio. Esta el cuaderno abierto con la última frase escrita en letra apretada, hecha con tinta negra. “Los detalles son siempre vulgares”. El tercero, cuarto y quinto renglón de la página ciento quince, aparecen subrayados con una línea débil, entrecortada, hecha con una birome de color verde. También el diccionario esta abierto, y los lápices aparecen desparramados sobre el escritorio, entre el diccionario y el cuaderno. Comienzo a trabajar. Hago marcas, cruces, líneas-verticales y horizontales-, círculos, con tinta de todos colores, mientras la caligrafía apretada va llenando, entre los pálidos renglones azules, el espacio blanco de la hoja. Cuando entra Elvira yo estoy escribiendo la frase: “El único encanto del pasado es que es el pasado” Alzo la vista después de escribir por segunda vez la palabra “pasado”. Elvira me dice que ha venido el cobrador del Country, que ha vuelto a llamar mi madre v me pregunta si voy a comer. Queda parada quietamente cerca del escritorio, las manos a los costados del grueso cuerpo, la cabeza canosa inclinada blandamente hacia un costado, en el límite exacto en el que la esfera de claridad cálida de la lámpara comienza a perder intensidad y a mezclarse con la penumbra del recinto. Le digo que me sirva algo en el escritorio. Cuando ella sale, subrayo dos frases: The allways want a sixth act, and as soon as the interest of the play in intirely over they propose lo continue it. If they were allowed their own way, every comedy would have a tragic ending, and every tragedy would culminate in a farce. En ese momento suena el teléfono.
Es la voz de siempre, aflautada, chillona, como la de una mascarita, esforzándose por no ser reconocida. Me llama lo de siempre: hijo do mala madre, ladrón, invertido. Me dice que hable, que no me quede callado, que sabe muy bien que estoy ahí, escuchando. No abro la boca. Dice que no esta lejano el día en que voy a pagarlas todas juntas, con sangre y lágrimas. Me dice que ésta tarde, mientras yo estaba en los Tribunales, todo el mundo vio con escándalo como mi mujer entraba en un hotelito, en compañía de uno de sus padrillos. Me dice que ya hubiese yo querido, ese padrillo para mí, "¿no es verdad?". Emite una risa aguda, entrecortada. Después cuelga. Cuelgo, a mi vez.
A las dos de la mañana, me asomo al ventanal, contemplo cómo la llovizna cae sobre el parque, y después me voy para la cama. Me tiendo bocarriba, en la más completa oscuridad. Me duermo en el acto. Tengo un sueño rápido, vertiginoso, fragmentario, en el que una horda de gorilas se apresta a un sacrificio ritual. Yo soy la víctima. Veo un cuchillo ensangrentado, brillando al sol, pero no percibo mi muerte. Sé que he muerto, porque el cuchillo ya está ensangrentado, pero no puedo verme a mí mismo, ni muerto ni vivo. Después veo un espacio vacío, rodeado por un horizonte de piedras y árboles. El sol cabrillea en los confines y resbala sobre las hojas de los árboles, destellando por momentos. Un cuerpo inclinado, confuso, se reclina, de espaldas, en el tronco de uno de los árboles, en la distancia. Soy yo el que mira el cuerpo y el horizonte, pero no puedo verme a mí mismo. Después despierto. Enciendo la luz. No son todavía las tres. Ya no vuelvo a dormir.
Me levanto cuando creo que son las cinco y media. Voy, lentamente, y me afeito, oyendo el zumbido monótono de la afeitadora. Después me baño. Me dejo estar largo rato bajo la lluvia caliente. Después me visto tomo una taza de leche caliente en la cocina, y salgo a la calle.
Llovizna. Veo, más allá de los árboles del parque, en el cielo, una franja de claridad. Debo intentar varias veces con la llave antes de que el motor se encienda. Al mismo tiempo que el motor, comienza a funcionar el limpiaparabrisas. Cada vez que el motor está por encenderse, fallando, el limpiaparabrisas se mueve en un aleteo tenso, tembloroso, y después queda inmóvil. Por fin arranca el motor y el limpiaparabrisas comienza a moverse. Recorro San Martín hasta el bulevar, doblo a la derecha, llego hasta el puente colgante, atravieso la costanera vieja, después la nueva, y en la rotonda de Guadalupe, doy un rodeo y comienzo a rodar en sentido inverso, avanzando otra vez hacia el centro. En la boca del puente colgante doblo a la derecha y tomo el bulevar, en dirección oeste. Llego hasta el final y doblo a la izquierda avanzando por la Avenida del Oeste hasta la Avenida del Sur. Allí doblo a la izquierda, avanzo hacia el este, y cuando llego al Tribunal subo a la vereda y penetro en el patio trasero. Detengo la marcha y salgo del coche, sintiendo cómo la llovizna fría golpea mi cara. Recorro los corredores desiertos, atravieso el vestíbulo ajedrezado, también desierto, y comienzo a ascender la blanca escalera de mármol blanco, apoyando la mano derecha en el pasamanos. En el tercer piso, miro el vestíbulo por encima de la baranda: está vacío y las baldosas blancas y negras aparecen diminutas, regulares, pulidas. Entro en mi despacho, pasando primero por la oficina del secretario, que está vacía, y enciendo la luz. Me asomo a la ventana y miro las palmeras y los naranjos del parque, que condensan a su alrededor masas blancas de llovizna. Las gotas blancas de llovizna parecen girar en lenta rotación. Entra una luz gris, exangüe, en el despacho. La Plaza de Mayo está desierta. Los senderos rojos se entrecruzan bajo la fronda de los árboles.