– Mil cosas a la vez es imposible hacer -dice la voz de ella, desde la cocina.
– ¿Voy a tener que preparármelos yo, entonces? -digo. Ella se asoma a la puerta de la cocina.
– No soy tu sirvienta -dice.
En las manos tiene un paquete envuelto en papel de diario. Esta terminando de envolverlo.
– Te he dicho que no me gusta que envuelvas la comida en papel de diario -digo.
Me tira con el paquete, que golpea contra mi brazo. El papel se rompe y caen al suelo -los ladrillos de la galería, el barro del patio- cuatro panes. Ella quiere que yo la mate. Quiere eso. Me mira furiosa desde la puerta de la cocina. Es una furia que se muestra en los ojos porque la boca se ríe con una especie de mueca. Quiere eso. Me agacho y recojo los panes. El que ha caído sobre el barro está manchado, y ha dejado una marquita sobre el patio. Arrojo el pan al aire, en dirección al tapial. El pan atraviesa el aire gris, rígidamente, oscureciéndose a medida que se aleja, y después desaparece detrás del tapial.
– Tranquila, Gringa -digo.
Recojo el papel, pero está completamente destrozado. Ya no sirve. Me voy para la cocina. Ella entra detrás. Después entra la nena. Envuelvo los panes, y los guardo en la bolsa de lona de la comida. Después voy a buscar la escopeta y la cartuchera, que tengo lista desde anoche. La escopeta no tiene funda. Pesa, cuando la levanto. La tercio en mi espalda y llevo la cartuchera, con todos los cartuchos, en la mano. Vuelvo a la cocina. Entre ella y la nena están preparando unos envoltorios en repasadores blancos que después meten dentro de la bolsa de lona. Veo que han puesto la pava al fuego y que el mate y la bombilla están sobre el fogón. Dejo la cartuchera con los cartuchos sobre la mesa y lleno el mate de yerba.
Cuando la pava comienza a echar vapor por el pico, la saco del calentador y me la llevo para el patio. Dejo la escopeta apoyada contra la pared y me siento en la silla baja de la galería. Pasan a cargar las cosas en la camioneta. Ella delante, llevando la bolsa, y detrás la nena, con un paquete. Ahora el patio en su dirección está vacío. También está vacío hacia la parte trasera, salvo los muñones negros, mojados por!a lluvia de toda la semana, que están tirados uno cerca del otro. Dejan un espacio suficiente como para que uno pueda acostarse entre ellos y tocar uno con la coronilla de la cabeza y el otro con la planta de los pies. Ella reaparece, viniendo desde la calle.
– ¿Nos vamos, o no? -dice. -Vamos -digo.
Dejo el mate sobre la tapa invertida de la pava, que está en el suelo, alzo la escopeta apoyada contra la pared, y me levanto.
– ¿Llevaron los cartuchos? -digo. -Sí. Están ahí -dice.
En la calle está la camioneta. La nena espera en el interior de la cabina. Mira por el parabrisas la calle, delante. Está el terraplén del ferrocarril, que cruza la calle y la ciega. Hay árboles y zanjas de los dos lados, y están las casas, incrustadas entre el follaje y separadas por los baldíos.
Ella sube a la camioneta y sienta a la nena en su falda. Cruzo el puentecito y entro en la cabina de la camioneta por el otro lado. Entre los intersticios de los desechos de construcción con que han apisonado la calle se filtra un barro rojizo que me mancha los zapatos.
Pongo en marcha el motor y salimos. Damos vuelta en la esquina, trabajosamente, y después comenzamos a marchar en sentido inverso hasta que llegamos a la Avenida del Oeste. Avanzamos por la avenida hasta el bulevar, y enfilamos derecho en dirección al puente colgante. No se ve un alma. En la boca del puente hay una garita gris. Cruzamos el puente haciendo vibrar el maderamen, y oímos su estruendo.
– En cualquier momento se larga a llover -dice ella. Dejamos atrás el puente y empezamos a marchar por la carretera lisa, azul, dividida por una raya blanca que por momentos corre a la izquierda de la camioneta, por momentos a su derecha, y por momentos entre sus ruedas delanteras, hacia atrás.
– Dame la botella de ginebra -digo. -Dame la botella de ginebra, te digo -digo. -Te digo que me des esa botella -digo. Por fin desenrosca la tapa de lata y me da la botella. Aminoro la marcha y me tomo un trago, directamente del pico. Ella conserva la tapa en la mano. Le alcanzo la botella, sin dejar de mirar el camino delante, y después me aferró al volante con las dos manos. Cruzamos una alcantarilla. Los pilares de hierro y cemento se deslizan rápidamente hacia atrás, bailoteando. Ella se toma también un trago de ginebra, del pico, y después tapa la botella.
– Ni vas a ver los patos, de la borrachera -dice.
No digo nada.
– ¿Vamos a andar en canoa, papá? -dice la nena.
– Seguro que vamos a andar -digo yo.
– Cállese la boca -dice ella.
– Deja que la nena diga lo que quiera -digo yo-. No molesta a nadie.
Viene una segunda alcantarilla. Otra vez los pilares de hierro y cemento pasan rápidamente para atrás, bailoteando, y la raya blanca se interrumpe al comenzar la alcantarilla y recomienza cuando la alcantarilla queda atrás.
A los costados están los cañadones, con sus esteros y sus árboles enanos y la pajabrava que no se mueve ni esto. Los cañadones vacíos, hasta donde la tierra se toca con el cielo. Los esteros lisos ni siquiera relumbran. Por los dos costados, hasta que uno se canse de mirar. Le pongo el pie al acelerador, hasta que el pedal toca el piso.
– Un coche con más de treinta años y anda como un reloj -digo- Tiene un pique de primera. Los de hoy día son pura lata.
– Allá va una bandada de siriríes -dice ella.
Señala el cielo con el dedo, estirándolo hasta que la punta del dedo toca el parabrisas. La nena sentada sobre sus rodillas, se inclina hacia el parabrisas para mirar. Yo hago algo parecido, disminuyendo la velocidad. Contra el cielo gris, hacia el norte, una bandada de puntos negros, en ángulo, con el guía en el vértice, se desplaza aleteando lentamente, alejándose. Digo aleteando, pero no veo ningún aleteo. Veo únicamente el ángulo de puntos negros, desplazándose, y el cielo vacío.
– En cualquier momento se pone a llover -dice ella.
– No va a llover -digo.
Sigo inclinado, y vuelvo a mirar la bandada. Alto, el ángulo de puntos negros, ahora un poco más abierto, con el guía adelante, se desplaza hacia el norte, en el gran cielo vacío.
Pasamos el control caminero, donde se bifurca el camino. La línea blanca toma la curva, en dirección a la balsa, y se separa de nosotros. La camioneta sigue ahora por la cinta recta de camino azulado, lisa, sin raya blanca. Recorremos lo menos dos kilómetros, entre árboles sin hojas y campos quemados. Después, frente al edificio chato de un motel, desviamos. Salimos del asfalto, y la camioneta pega un salto al cruzar el borde que separa el asfalto del gran espacio arenoso que hay frente al motel. Pasamos al costado de un círculo de paraísos de hojas amarillas y nos internamos en un sendero de arena blanqueada y apisonada por la lluvia. Al principio, de los dos lados del sendero, hay algunas casas medio cubiertas por el follaje, pero después no queda más que el sendero que se angosta internándose en el campo. A veces macizos de plantas saltan delante de la camioneta y el sendero los elude con una curva brusca. De golpe, una tranquera nos para. Bajo de la camioneta, saco el gancho de la tranquera y la abro. Atravieso el hueco de la abertura con la camioneta, vuelvo a parar, y bajo otra vez; cierro la tranquera y subo, reanudando la marcha. Adelante no quedan más que el campo vacío, y hacia el fondo, un gran monte de eucaliptus. Avanzamos por el sendero, con los grandes espacios de campo vacío a nuestros costados. La camioneta adelanta trabajosamente, dando bandazos. Por fin llegamos y paramos al costado del monte, sobre el lado que veníamos viendo. Del otro lado hay un gran pastizal, más allá la laguna -que no puede verse-, y más allá de la laguna, y algo más alta, la ciudad. Pueden verse los mástiles del puente colgante, a la izquierda, y a la derecha las torres de la iglesia de Guadalupe. El cielo gris está límpido, pero tenso. Bajamos.
Ella da unas vueltas cortas, cerca de la camioneta, y después hurga en la cabina y saca dos fotonovelas. Se sienta en el estribo y se pone a hojearlas. Me ciño la cartuchera a la cintura y saco la escopeta de la cabina.
– Papi -dice la nena-. ¿Cuándo vamos a andar en la canoa?
– Después -digo, y me alejo.
Comienzo a caminar por el pastizal, en el que no hay senderos. Mis zapatos hacen chasquear los pastos. De vez en cuando, tropiezo con algunos charcos y me hundo en ellos. Me paro y me doy vuelta, viendo todavía la camioneta a corta distancia. Ella está sentada en el estribo, leyendo y la nena se ha trepado a la caja, mirando en mi dirección. Me hace señas con la mano. Me doy vuelta otra vez y sigo caminando.
Tuerzo el camino hacia la derecha, avanzando sin embargo en dirección a la laguna, así que cuando he recorrido un trecho no muy largo la camioneta ha desaparecido detrás del monte de eucaliptus. Camino todavía un poco más y después me quedo parado, inmóvil.
Me acuclillo. Apoyo la culata de la escopeta en el suelo, y toco el caño frío, de acero azul, con la mejilla. Por encima de los pastos, que por momentos entorpecen mi visión, como una bruma, miro en dirección a la ciudad. Hacia la izquierda, por donde se distinguen vagamente las chimeneas de la estación de trenes, se levantan dos columnas de humo negro. Está como inmóvil, fijo, el borde superior de las columnas más ancho y más desvanecido que la parte inferior. Del otro lado están las torres de la iglesia de Guadalupe, y un caserío diminuto, que se adivina, más que verse, se agolpa contra la franja de la costanera. Después, durante un momento, no veo más nada. Miro sin ver. No sé cuánto tiempo pasa. Estoy acuclillado, con la escopeta entre las piernas, la mejilla apoyada contra el caño frío, mirando sin ver. Cuando me incorporo, tengo las piernas acalambradas.
Cargo la escopeta y después comienzo a avanzar lentamente, medio agachado, en dirección a la laguna. Está frente a mí, visible ahora, a unos trescientos metros. De golpe, a la altura de mis ojos, a unos diez metros, sale algo de entre el pastizal. Aletea y comienza a tomar altura. Apunto, siguiendo lentamente el vuelo del pato con la mira de la escopeta. Como va tomando altura, elevo la mira cada vez más. Adelanto ligeramente la mira al cuerpo del pato y oprimo el gatillo. La explosión, cargada de olor a pólvora, hace una pequeña nube de humo y golpea levemente contra mi hombro, pero el pato sigue su vuelo. Vuelvo a apuntar, adelantando ligeramente la mira en relación al cuerpo del pato, y oprimo el gatillo. Erró otra vez. Un hilo de humo sale del caño de la escopeta, y al tocar el caño compruebo que está caliente. Queda el olor a pólvora. Saco los cartuchos vacíos y los guardo en la cartuchera. Las bases doradas de los cartuchos, sobresaliendo de las vainas de la cartuchera, se extienden parejas e idénticas a lo largo de mi cintura. Los dos que he vuelto a guardar en las vainas vacías, ya martillados, están llenos de machucaduras y el detonante aparece aplastado. Saco dos cartuchos intactos, dejando las vainas vacías, y cargo la escopeta. Después pongo el caño en su lugar y sigo avanzando en dirección a la laguna.
El pato ha desaparecido del cielo gris. Ha volado en sentido contrario a la ciudad, en dirección al monte de eucaliptus. Sigo avanzando hacia la laguna. Oigo el chasquido de los pastos que aplasto con los zapatos embarrados. Me paro y me doy vuelta. Ahora el monte de eucaliptus se ha reducido mucho, y no veo más que la masa verde -una franja verde, más transparente en el borde superior- de las hojas. Sigo avanzando hacia la laguna.