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– Antes de un rato -digo- va a anochecer.

– Va a largarse a llover en cualquier momento -dice ella.

– A esta hora empiezan a caer los patos en la laguna -digo-. ¿Querés que vayamos a ver?

Le hago una mirada de inteligencia, muy fugaz. Ella está mirándome a los ojos. Después echa también ella una mirada fugaz en dirección a la nena.

– Va a oscurecer -dice, medio riéndose.

– Vamos -le digo.

Se da vuelta en dirección a la nena, que se ha trepado a la parte trasera de la camioneta y mira el horizonte, inmóvil, en dirección al pastizal.

– Su papá y su mamá van hasta la laguna y vuelven enseguida -dice-. Usted no se mueve de acá y se porta bien, ¿entendido?

– Voy yo también -dice la nena.

– No -dice ella-.

Su papá y su mamá tienen que hablar. Vos te quedas aquí en la cabina, que nosotros volvemos enseguida.

La nena sube a la cabina, con la revista en la mano. Comenzamos a caminar otra vez en dirección a la laguna. Ella va adelante. Se recorta nítida contra el cielo gris, que se va volviendo de un color parecido al de los cañones de la escopeta. La veo nítida, dos metros delante de mí. No hay más nada, salvo el pastizal que se extiende a nuestro alrededor y más allá la laguna, todavía invisible, y la ciudad, un poco más alta, borrándose ya en la bruma del crepúsculo. Llevo la escopeta bajo el brazo izquierdo, apuntando hacia la tierra. Nuestros zapatos hacen chasquear los pastos. Lentamente, voy levantando los, cañones, hasta que apuntan al centro de su espalda. Su cuerpo se recorta con tanta nitidez sobre el crepúsculo gris que por momentos me obliga a desviar la mirada. Se para de golpe, y se da vuelta bruscamente.

– No nos alejemos mucho que se va hacer de noche y está la nena sola -dice.

Mira de pasada los cañones de la escopeta. Me acuclillo. Apoyo la culata de la escopeta contra la tierra y dejo deslizar mi mejilla contra el acero azul de los cañones. Ella se sienta en el suelo, mirando con desconfianza a su alrededor. Ella está diciendo algo ahora, pero no sé qué es. Miro un punto fijo en el suelo, sin verlo.

– Aquí está bien -dice.

Se echa bocarriba y se levanta las polleras hasta la cintura. Sus piernas gordas, muy blancas, están atravesadas por unas débiles venas azules. Después se saca los calzones, dejándolos a un costado sobre la tierra, y puedo ver su sexo en el vértice de las piernas entreabiertas.

– Aquí está bien. Vení -dice.

Dejo la escopeta y me echo sobre ella

– Ahora Si. Eso. Bueno. No. -dice

– Ya Basta. No. Cuidado. Ahora. -dice

– Despacio. Pronto. No. Bueno. -dice

Un poco mas allá de su cabeza miro fijamente una mata de pasto Las hojas están amarilleadas ya por los primeros fríos, mas atacadas cuando mas expuestas están al aire. Oigo sus lamentos y su voz contra mi oreja. Después me incorporo. Ella queda echada, las piernas abiertas, cubriéndose los ojos con el dorso de la mano derecha. Me paro, abrochándome. Después recojo la escopeta. En el fondo esta la laguna, y la ciudad detrás, lanzando hacia la altura dos o tres columnas de humo que se borronean en un cielo cada vez mas oscuro Ella se limpia con sus propios calzones y después se los pone Se acomoda rápidamente la ropa y el cabello. Distraída, no me mira

– Gringa -le digo

– Que -dice

– Nada -le digo

Me doy vuelta y comienzo a caminar en dirección al monte de eucaliptus Siento sus pasos detrás, siguiéndome. Ella estará mirándome desde detrás, recortado contra el horizonte oscuro de los árboles. Ha de estar viendo mis contornos nimbados por el resplandor del atardecer Camino, moviendo primero la pierna derecha, después la izquierda, la derecha, la izquierda, la derecha Me paro de golpe, y me doy vuelta Ella también se detiene

– ¿Que pasa? -dice

– Nada -digo

– Pasa algo -dice

– No -digo- Me pareció sentir un aleteo. Pero no…

– Basta de patos -dice- Vámonos de una vez. Estoy podrida.

Se pone a la par mía y caminamos juntos durante un trecho Por momentos nos hundimos en el pastizal hasta las rodillas, y a veces chapoteamos entre los charcos. La luz decae cada vez más rápidamente. Ahora vemos con claridad únicamente a nuestro alrededor, a unos pocos metros a la redonda. El resto esta envuelto en una penumbra azulada. Los eucaliptus son una franja negra. Cuando llegamos junto a la camioneta, la oscuridad es total. La nena espera en el interior de la cabina.

– Hay que juntar las cosas -dice la voz de ella

– ¿Cazaron otro pato, papa? -dice la nena

– No Ninguno -digo yo. Oigo que ella abre la portezuela de la camioneta -¿Donde esta mi bolso? -dice

– Aquí esta -dice

– Espera que ya voy con la linterna -dice

– Estoy aquí parado. No estoy haciendo nada -digo.

La oigo cerrar la portezuela otra vez, con un golpe. Después oigo sus pasos y, bruscamente, la luz de la linterna me da en la cara

– ¿Estabas ahí? -dice

– Tenés una cara de bestia, con esa barba -dice

– Apaga esa linterna de una vez -digo.

Estoy con la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y los dientes apretados. Me tiene como clavado en el suelo con la luz.

– Te digo que apagues esa linterna -digo

– Apaga esa linterna, Gringa, o te pego un tiro -digo. Ella se ríe.

Cuando martillo la escopeta dispuesto a gatillar -se oye nítidamente el ruido metálico por encima del fondo de su risa que es por otra parte lo único que resuena en el silencio total- la luz se apaga. No la risa. Se convierte en una tos. Y después en su voz nítida, que resuena en la oscuridad

– Ayudame a buscar todas estas porquerías -dice.

El círculo de luz se proyecta en el suelo ilumina la botella de vino, unos repasadores retorcidos, la revista, contra el fondo de los pastos ralos que arrojan una sombra móvil que va desplazándose y estirándose en dirección opuesta al recorrido del circulo de luz. El círculo de luz se quiebra después contra el guardabarro de la camioneta y recorre el letrero cuyas letras blancas, sobre fondo azul, brillan y se llenan de reflejos. Ella va inclinándose y recogiendo las cosas y tirándolas en la caja de la camioneta. Después veo cómo el círculo de luz de la linterna lame el techo de la camioneta y va a incrustarse detrás, en la altura, contra el follaje de los eucaliptus. Algunos rayos atraviesan la primera hilera de eucaliptus y se quiebran en el interior del monte. De golpe la luz se apaga, y cuando comienzo a moverme en la oscuridad en dirección a donde supongo está la puerta de la camioneta, la luz vuelve a dar contra mi cara. Ella quiere eso. Quiere que yo… La luz se apaga, y oigo la risa de ella en la oscuridad. Estoy seguro de que quiere eso.

Tanteo en la oscuridad hasta que toco la chapa de la puerta y oigo la voz de la nena.

– Lo venía trayendo del cuello, y se murió -dice.

Palpo el picaporte y abro la puerta. Subo. La nena está sentada al volante.

– Correte -le digo, empujándola.

– ¿Qué mierda es lo que tenés ahí? -digo.

– Los patitos -dice la nena.

– ¿Tenés que andar llevando a todos lados esa porquería? -digo.

Enciendo la luz del tablero y pongo el motor en marcha.

– Eh, no me dejen -dice la voz de ella, desde detrás de la camioneta.

Acelero, sin hacer el cambio, para calentar el motor. Tengo los dientes apretados. El motor brama. El pedal del acelerador toca el piso de la cabina. Estoy así durante un momento, con los dientes apretados y los ojos cerrados, y después disminuyo gradualmente la acelerada. Arranco, moviendo la palanca de cambios, y empiezo a dar la vuelta.

– Cuidado, que yo estoy aquí -dice la voz de ella, viniendo desde algún punto en la oscuridad.

– Ya sé que estás ahí -digo.

Doy la vuelta. Avanzo muy lentamente hacia ella, que está parada con la linterna encendida apuntando hacia el suelo. El círculo de luz ilumina sus pies juntos, calzados con los zapatos llenos de barro. Hace un movimiento disponiéndose a subir, creyendo que voy a detenerme.

– -¿Dónde vas? -dice.

Paso de largo junto a ella. Los faros iluminan el sendero arenoso, entre cuyas huellas crece un pasto ralo. El sendero se interna en el campo, tortuosamente.

– ¿Dónde vas? -dice otra vez.

Avanzo unos treinta metros y me detengo. Cuando oigo que sus pasos se aproximan vuelvo a arrancar. Otros treinta metros más, y vuelvo a detenerme. La nena se ríe. Cuando oigo otra vez sus pasos, vuelvo a arrancar pero me detengo enseguida, antes de haber recorrido siquiera diez metros. Ella llega jadeando.

– Me la vas a pagar -dice.

Me tira un golpe a través de la ventanilla, alcanzándome en el hombro.

– Subí de una vez o te dejo -digo. Me tira otro golpe a través del hueco de la ventanilla y acelero, con el cambio en punto muerto. Ella pasa delante de los faros, trastabillando, rápidamente, y después desaparece otra vez en la oscuridad. Abre la puerta del otro lado y sube a la cabina. Apenas si se ha sentado que empiezo a marchar. La camioneta va dando bandazos a lo largo del sendero arenoso que va saliendo tortuosamente del pastizal.

– Me la vas a pagar -dice.

– Un día de éstos me la vas a pagar -dice.

– Ya vas a ver quién soy -dice.

– Me la vas a pagar como que hay Dios en el mundo -dice.

– Ésta, y muchas otras -dice.

Los faros iluminan el sendero arenoso y descubren bruscamente la tranquera. Freno de golpe, y nos vamos todos hacia adelante, bamboleándonos y entrechocándonos mutuamente.

Bajo. La tranquera se abre hacia adentro, y la trompa de la camioneta está demasiado cerca de su radio de acción, así que vuelvo a subir, doy marcha atrás y vuelvo a frenar con brusquedad. Bajo otra vez y abro la tranquera del todo. Después subo otra vez a la camioneta y atravieso el hueco de la tranquera. Sigo sin detenerme.

– ¿No vas a volver a cerrar la tranquera? -dice.

– Estás borracho -dice.

– El señor se cree dueño del mundo y no es más que un ladrón de sindicatos -dice.

– Tranquila, Gringa -le digo.

Porque ella quiere que yo la… Ahora hay un caserío escaso a los costados del sendero, y después veo en el cielo negro el resplandor verde y rojo del letrero luminoso del motel. Llego a la carretera y enfilo para la ciudad. Pasamos el control caminero y seguimos adelante, la raya blanca que divide en dos el camino ora a la izquierda, ora a la derecha, ora bajo las ruedas de la camioneta.

– Bajá la velocidad -dice.

– Bajá la velocidad -dice-. ¿No ves que está la nena?

– ¿No ves que está esta pobre criatura? -dice.

– ¿Es que ni de esta pobre criatura sos capaz de compadecerte? -dice.

– ¿Ni de esta pobre criatura? -dice.

Después se calla. Entro en el puente colgante, y a la salida tengo que frenar de golpe para no chocar contra un coche que me sale al cruce desde la costanera. Después seguimos recto por el bulevar hasta la Avenida del Oeste, doblamos por la avenida, entramos en la transversal, y después me meto en la calle rellenada con desechos de construcción. Freno de golpe. La casa está oscura.

– Bajen que tengo que ir a entregar la camioneta -digo.

– Mentira. ¿Dónde vas? -dice.

– Digo que bajen -digo.