La sima era demasiado ancha para saltarla, incluso para alguien sin carga. Y Dar Lang Ahn no había pensado nunca en abandonar la suya.
No tenía cuerda alguna y tampoco llevaba sobre su cuerpo o carga la cantidad suficiente de arreos para improvisar una que llegara hasta donde podía saltar. Nada crecía en la lava con lo que se pudiera hacer ni una cuerda ni un puente. Las plantas eran de una textura pulposa, casi sin capas de madera, y sus cortezas no podían siquiera resistir sus zarpas.
Lo que más le hizo retrasarse en encontrar una solución fue, por supuesto, su decisión de no separarse de los libros. Le costó un tiempo increíble darse cuenta de que la separación no tenía que ser permanente; podía lanzar los libros al otro lado de la sima y luego saltar.
Esto acabó con casi todas las dificultades, pues recordaba varios sitios por los que estaba seguro poder saltar si no estaba cargado con ningún estorbo. Sólo tenía que encontrar una zona llana en el otro lado de la gran grieta a la cual llegara al lanzar los libros.
Finalmente la encontró. En aquel momento no pensó en las horas que habían pasado; simplemente puso su carga en la superficie negra, verificó que los libros estaban bien atados, ya que no quería que se cayera ninguno mientras volaban, calculó su peso con uno de sus poderosos brazos y lanzó el paquete que contenía los libros girando completamente sobre sí mismo igual que un lanzador de martillo. No hubo nunca ninguna duda de que el paquete llegaría hasta allí; incluso fue un poco más lejos de lo que Dar Lang Ahn había calculado, y por un instante temió que fuera a caer en la superficie rugosa que había justo detrás de su zona de tiro; por fin acabó de rodar, y pudo comprobar que estaba aparentemente intacto, y con esa seguridad planeó su salto y lo llevó a cabo.
De haber estado preparando un informe del incidente no habría dado ningún detalle más. La mayoría de los hombres no hubieran podido evitar decir cuáles eran sus pensamientos cuando corrían hacia el borde; ponían toda su fuerza en el salto, miraban durante un instante la temible profundidad de la sima y por fin caían en la rugosa, cortante y dura lava del otro lado. Un hombre tendría mucho que contar después. Dar Lang Ahn sintió todas estas emociones, pero una vez hecho el salto, sólo pensó en los libros. Siguió su camino.
Theer estaba bastante más alto cuando halló otra grieta en su camino hacia el bosque.
Tardó menos tiempo en cruzarla, pero le hizo retrasarse; desde allí le pareció dos veces mayor que desde el planeador y tuvo que reconocer que iba a tener que pasar el verano en el río de lava, no siendo ésta la mejor estación para estar alejado de una fuente.
De esta forma moriría antes de lo previsto, con lo que tenía que solucionar el problema de los libros. Con seguridad le buscarían cuando se dieran cuenta que tardaba demasiado en volver, estando lo suficientemente cerca de la ruta aérea normal entre Kwarr y las Murallas de Hielo para poder ser localizado sin demasiado esfuerzo. Lo que hacía falta era poder señalar su posición de forma que resultara visible desde el aire. Pensó en volver al planeador, pero se dio cuenta que nunca lo lograría, ya que estaría demasiado débil para poder saltar las grietas cuando llegara a ellas. Por supuesto que de haberse dado cuenta de lo limitado de sus posibilidades de cruzar el campo de lava no habría en ningún caso cogido los libros de la nave; simplemente no se le ocurrió pensar que no era capaz de hacer el viaje. Ahora tenía que rectificar su error, o al menos hacer lo posible para que alguien lo hiciera por él.
Al no haber dejado ningún rastro visible en la roca, no servía para nada que sus buscadores encontraran el planeador. Sabrían la dirección general que había tomado, claro, pero al ignorar el momento exacto del choque, no podrían averiguar hasta dónde había viajado. No supondrían, lo mismo que hizo él, que no había llegado al borde del flujo de lava, ya que es muy difícil saber sus condiciones tan cerca de un volcán.
Desde una cierta altura no se podría distinguir su cuerpo entre la lava, pues ni su tamaño ni su color le hacían resaltar. Al ser todas las rocas casi del mismo color, no podía colocarlas de forma que fueran visibles desde el aire. No llevaba nada en su paquete con lo que poder hacer ni siquiera una bandera de señalización de un tamaño visible ni algo con lo que poder pintar en las rocas para que se vieran diferentes. Lo único que Dar Lang Ahn veía que podía ayudarle a solucionar su problema eran las hebillas de sus arreos, que estaban hechas de hierro plano y pulido; podían servir de espejos, aunque eran bastante pequeñas. Aun así, como no disponía de ninguna otra cosa, tendría que valerse de ellas. Tomó esta decisión cuando aún se encaminaba pesadamente hacia el norte.
El único problema que le quedaba era si debía dedicar el tiempo que le restaba de vida a colocar las hebillas de forma que pudieran ser vistas desde el aire o continuar hasta estar ya muy próximo al fin. Esta última alternativa le ofrecía la ventaja de permitirle la oportunidad de llegar a algún lugar especialmente ventajoso, tal vez alguna cima de roca o formación de planchas de lava que le hicieran más visible. El que esto incluyera además la posibilidad de encontrar agua con la que salvar su vida era algo en lo que no pensaba, pues se daba ya por muerto. La única ventaja de parar ahora era que podía pasar el resto de su vida en la sombra, lo que resultaba más cómodo que viajar más lejos bajo la radiación de dos soles. Como era lógico, siguió caminando.
Anduvo, trepó o escaló, según lo exigieran las circunstancias, mientras el sol rojo seguía subiendo y creciendo. Estaba empezando a dirigirse también hacia el este, pero el constante movimiento de Arren hacia el oeste le servía por lo menos de útil guía. Quizá las correcciones de rumbo de Dar eran un poco ambiguas; tal vez su camino hacia el final no era una verdadera ruta, ya que conforme pasaba el tiempo y subía la temperatura su mente se iba ocupando más en los torturantes mensajes de sed que su cuerpo le enviaba.
Un ser humano hubiera muerto y se habría secado mucho antes. Sin embargo, Dar Lang Ahn no tenía glándulas sudoríparas y su tejido nervioso podía soportar temperaturas casi tan altas como el Punto de ebullición del agua, no perdiendo en consecuencia el precioso líquido con la rapidez de los hombres. De cualquier manera, se perdía un poco de agua cada vez que respiraba, con lo que esto se le fue haciendo progresivamente más doloroso. Ya no estaba seguro de si la ondulación del paisaje que tenía enfrente se debía al calor o a sus propios ojos; con frecuencia tenía que fijar sus dos ojos en el mismo objeto para cerciorarse de estarlo viendo con exactitud. Durante breves instantes le parecía que tomaban forma de seres con vida los pequeños salientes de las rocas; hasta en una ocasión fue capaz de abandonar el camino elegido para investigar una plancha de lava. Tardó largos segundos en darse cuenta de que nada se escondía detrás de aquello.
Nada vivía allí; nada «podía» moverse. Los ruidos que podía escuchar los causaban trozos de lava al romperse debido al calor del sol. Los había oído antes.
Aun así, había sido un movimiento bastante convincente. Tal vez debía regresar para ver. Volver. Aquello era lo que no tenía que hacer, pues de todas las acciones posibles probablemente fuera la más inútil. Debía estar más cerca del final de lo que había pensado si las ilusiones le asaltaban de esa manera. Había llegado el momento de parar y encender su reflector mientras aún tuviera dominio de sus músculos.