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— ¿Y viven de una generación a la otra, esto es, más tiempo que un grupo normal de gente, y llegan a conocer al siguiente cuando la gente normal se muere en su totalidad al llegar el momento?

— Así lo dicen ellos y los libros.

— ¿Cuál es el tiempo que soléis vivir normalmente?

— Ochocientos treinta años. Llevamos ya ochocientos dieciséis — Kruger pensó esto, y tras hacer un poco de aritmética mental se puso a pensar cómo se sentiría si supiera que no le quedaban más de nueve meses de vida. Sabía que le afectaría; Dar Lang Ahn parecía darlo por supuesto y Kruger no pudo evitar preguntarse si su pequeño amigo albergaría algún reprimido deseo de tener una vida más larga. No se atrevió a preguntarlo, pues ya parecía ser materia bastante delicada. Dejó que la conversación siguiera el rumbo que Dar la estaba dando. El pequeño piloto parecía sentir lástima por él; por fin, Kruger se dio cuenta, dado que no sabía cuándo iba a terminar su propia vida; al no tener las palabras precisas para expresar sus sentimientos, y resultar éstos demasiado abstractos para ser claramente explicados, el chico tuvo la definitiva impresión de que la incertidumbre de un asunto como aquél era algo que a Dar no le gustaría afrontar.

— Pero ya es suficiente conversación sobre el tema — Dar también parecía apercibirse de estar al borde de tocar un asunto que pudiera ser molesto para su compañero —. El piloto ha sugerido que tratemos de improvisar una catapulta para que puedas ser llevado con ellos. Es preciso que empecemos antes de que vuelvan. Todo lo que necesitamos son los palos, ya que ellos traerán con seguridad los cables.

— ¿Cómo funciona la catapulta?

Dar le dio una explicación. Al parecer era una honda más grande de lo normal. La complicación en su construcción parecía residir primero en la necesidad de situarla de forma que pudiera lanzar el planeador a una altura considerable, y segundo en tener la certeza de que la estructura del soporte a la cual iba enganchado el cable pudiera soportar la tensión, ya que una masa de madera endeblemente encajada que se soltara de repente y se abalanzara sobre el planeador podía resultar decididamente desagradable. La primera condición no parecía difícil de cumplir en la orilla del mar; la segunda era un problema de experiencia. El trabajo era realmente más sencillo que construir una balsa, ya que los trazos de madera eran mucho más delgados. Kruger cortó la mayoría, siguiendo instrucciones de Dar; el pequeño nativo los situó y clavó con rapidez y maña.

Arren, con su perezoso movimiento sobre el horizonte, marcaba el paso del tiempo, pero ninguno de los dos trabajadores le prestaba especial atención. Paraban para cazar y comer o para descansar lo imprescindible, pero Kruger nunca supo con exactitud cuánto tiempo tardó el planeador que habían visto en completar su viaje al casquete polar y la expedición de rescate en ser organizada y llegar adonde ellos se encontraban. Fue con seguridad menos de un año, ya que en ningún momento vieron a Theer entre ambos instantes, pero cuando vieron los planeadores enfrente, por el mar, la catapulta estaba preparada.

La máquina se posó razonablemente cerca de la catapulta. Otras dos la siguieron en el plazo de media hora y un piloto solo bajó de cada una de ellas. Dar hizo las presentaciones; los tres eran conocidos suyos. Ni entonces ni después le fue posible a Kruger distinguirlos, y se sintió avergonzado de no poder distinguir a Dar por otro medio que a través de las familiares manchas, muescas y raspones de los arreos de su amigo y las hebillas de hierro que había utilizado para llamar la atención.

Los otros tenían pedazos de metal encima, pero no con la misma finalidad; las hebillas de sus arreos parecían ser de una materia semejante al cuero.

Se llamaban Dar En Vay, Ree San Soh y Dar Too Ken. A Kruger le molestó tantos Dars, dándose cuenta de que no podría acortar más por comodidad el nombre de su amigo. Se preguntó si los nombres tendrían algún tipo de connotaciones familiares, aunque por lo que Dar Lang Ahn le había estado contando parecía improbable.

Uno de los planeadores era considerablemente mayor que los otros dos; Kruger se supuso que debía ser el «cuatro plazas» que había mencionado el otro piloto. Dar Lang Ahn le llamó y todo el grupo se puso a pensar la mejor manera de acomodar al relativamente gigantesco cuerpo humano. El puesto de control tenía que ser naturalmente dejado para el piloto; si se tenían que quitar los otros tres asientos, no quedaba nada para sostener a Kruger, aparte la débil envoltura del fuselaje. Ninguno de los asientos era suficientemente grande para que cupiera en él, aunque tenían una forma bastante razonable desde el punto de vista humano. La solución final fue un improvisado soporte de ramas delgadas, más parecido a un colchón que a un asiento que parecía lo suficientemente resistente para impedir que Kruger atravesara la tela, y ligero para ajustarse a las bastante exactas condiciones de estabilidad del planeador, condiciones que habían sido ya un poco forzadas por las características físicas del chico.

Kruger supuso que tendría que pasar algún tiempo entre la desaparición de la raza y la aparición de la siguiente, aunque cuando formuló esta pregunta al grupo ninguno supo darle una respuesta. Los tres recién llegados se quedaron atónitos ante la pregunta, y desde entonces empezaron a mirarle como un fenómeno más extraño de lo que su ya raro aspecto indicaba. El piloto del planeador grande no puso ninguna pega a que Dar lo condujese mientras Kruger estuviera a bordo.

Hechos todos estos preparativos, Dar preguntó dónde podía encontrarse el resto de la flota, o si un grupo de aquel tamaño estaba destinado a atacar el poblado donde estaban sus libros. Ree San Soh le respondió.

— No vamos a ir aún a ese poblado. Los Profesores quieren tener un informe más completo de la situación, que sólo tú puedes dar, y desean ver también a tu compañero, Kruger. Dijiste que sabía más de lo que hay en los libros, así que pensaron que es más importante llevarle a las Murallas de Hielo antes, en especial si sufre con el calor.

Dar Lang Ahn admitió la fuerza del argumento, aunque un hábito que duraba ya una vida le hacía no sentirse del todo satisfecho con el tema de su carga perdida. Kruger aplaudió la decisión; cada vez que oía la palabra que había decidido debía significar «hielo» le entraba morriña. Un baño turco está bien de vez en cuando, pero había estado metido en uno durante la mayor parte de un año terrestre.

No hubo dificultades con el lanzamiento. Por turno, cada planeador fue anclado a la distancia correcta, el cable enganchado a su morro, y una ligera y no tirante cuerda se tendía hasta el soporte mediante una polea y de nuevo a un cabrestante. Giraron este último hasta que la parte tirante de la cuerda llegó al soporte y entonces se soltó la primera cuerda y se guardó, y el planeador fue soltado. Al ser lanzado sobre el soporte, el gancho se desprendió de su nariz, dejando que la operación pudiera ser repetida con el siguiente planeador.

La única variación surgió con el último planeador, que fue el que usaban Dar Lang Ahn y Kruger. En este caso el cable suelto era atado al soporte en vez de al aparato, el cabrestante instalado en un soporte en la cabina del piloto y el planeador anclado con un nudo deslizante que podía ser desatado por el piloto desde su posición. A consecuencia de esto, el cable subió al aire con ellos y fue enrollado por Kruger cuando estuvieron ya a salvo en ruta. Dar esperó que terminara esta operación para comentar las consecuencias que habría acarreado el que el gancho se enganchara en el soporte de lanzamiento.

— ¿Pero no tenéis ningún medio de soltar el final del cable si esto sucede? — preguntó Kruger.

— Se ha intentado, pero el piloto no suele reaccionar con la suficiente rapidez como para sacar provecho de ello. No te enteras de que está liado hasta que el cable te arranca la nariz y te expide fuera de tu cinturón de seguridad — Kruger tragó saliva y se quedó callado.