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– Ni siquiera la conoces.

– ¡Sí que la conozco! Hablé con ella el otro día, allá en esc viejo cementerio, junto a su casa.

– Creí haberte dicho que no fueras allá -aunque la voz de Tim fue indulgente. Lisa no desconoció la reprimenda.

– No fui a su casa -declaró-. Solo fui al cementerio. ¿Qué culpa tengo si ella estaba allí?

– ¿Y por qué piensas que ella está loca? -preguntó.Tim.

– Solo por su modo de hablar. Cree que el fantasma que, según se dice, hay allí, es su amiga. Dijo que yo podía conocerla si quería.

– ¿Conocerla? -repitió Corinne, arrugando la frente-. ¿Quieres decir que Michelle creía que el fantasma estaba realmente allí?

Lisa se encogió de hombros.

– No sé. No vi nada. Pero cuando dije a Michelle que Amanda era un fantasma, se enojó de veras. -Lisa empezó a reírse entre dientes-. Está loca -agregó y se puso a repetir esta palabra con un extraño canturreo-. ¡Lo-ca, lo-ca, lo-ca!

Corinne, harta ya de escucharla, exclamó secamente:

– ¡Basta ya, Lisa!

Lisa quedó callada, como si la hubieran golpeado. Tim lanzó a Corinne una mirada de reproche, pero nada dijo hasta que llegaron a su casa y Lisa se fue a su cuarto.

– Corinne -dijo cuando se quedaron solos-. Quisiera que dejes la disciplina en mis manos.

– Está consentida -respondió enseguida Corinne-. Y tú lo sabes. Si no haces algo al respecto, terminará en aprietos. -La tristeza en la mirada de Tim la hizo retroceder. El tema de Lisa era demasiado doloroso para él. Y por el momento había un tema de interés más inmediato.- Quiero que hables con Michelle acerca de esa amiga imaginaria suya -dijo.

Tim quedó pensativo un instante; después asintió con la cabeza.

– Una amiga imaginaria a su edad… de donde quiera que venga… es anormal sin duda. No quiero emplear las palabras de Lisa, pero es posible que Michelle esté muy trastornada.

– Tim -dijo Corinne con lentitud-. ¿Supon que Michelle no esté… trastornada, como dices tú, y supon que en realidad no haya inventado una amiga imaginaria? ¿Supon que Amanda sea realmente un fantasma?

Tim Hartwick la miró extrañado.

– Pero eso es imposible, claro está -dijo. Su tono no dejó lugar para la discusión.

Michelle cerró el libro y lo apartó. Por más que se esforzaba, no lograba olvidarse del funeral. La manera en que la había mirado la gente. La había hecho sentirse como un fenómeno. Estaba cansada de sentirse como un fenómeno.

Torpemente se levantó de su sillón. Se desperezó, luego fue cojeando hasta la ventana. La luz del crespúsculo otoñal, apagándose con rapidez, coloreaba el mar de un gris metálico, y el cielo, cuyo tinte rojizo se esfumaba en el azul oscuro del anochecer, parecía estar bajo esa noche. Abajo se veía el estudio de su madre, cuyos contornos se enturbiaban con la creciente oscuridad. Michelle lo contempló fijamente, casi como si esperara que sucediese algo. Y sin embargo, ¿qué podía suceder? El estudio estaba desierto… abajo oía las voces de sus padres, ocasionalmente puntuadas por los alegres chillidos de Jennifer.

Jennifer.

Michelle pronunció el nombre para sí, y se preguntó cómo podía haber pensado que era un lindo nombre. Después lo dijo en voz alta, escuchando las sílabas. Decidió que detestaba ese nombre. Súbitamente, como si su hostilidad hubiese fluido de manera directa hasta la pequeña, Jenny empezó a llorar.

Michelle escuchó un momento los sonidos; después, cuando se aquietaron, levantó su libro y se estiró sobre la cama. Lo abrió en el pasaje que había dejado pocos minutos antes y empezó a leer.

De nuevo oyó berrear a Jennifer.

Dejando el libro en su mesa de noche, Michelle maniobró cuidadosamente para salir de la cama y, tomando su bastón, abandonó su cuarto y empezó a bajar la escalera.

Apartando la vista de su bordado, June escuchó el ruido del bastón de Michelle; luego habló en voz baja a su esposo.

– Está bajando.

Cal, que tenía a Jennifer en las rodillas y estaba jugando con los dedos de sus pies, no contestó nada.

Mientras el golpetear del bastón de Michelle se acercaba incesantemente, June volvió a levantar su bordado. Cuando Michelle apareció en el pasaje abovedado que separaba la sala de recibo del pasillo de entrada, June fingió sorpresa.

– ¿Ya terminaste tus tareas escolares? -preguntó. Michelle asintió con la cabeza.

– Estaba tratando de leer, pero no pude concentrarme. Pensé que tal vez papá y yo podríamos jugar a algo.

A Cal se le endureció el rostro. Recordaba la ultima vez que habían intentado eso.

– Ahora no. Estoy enseñando a tu hermana lo referente a sus pies.

Desconoció el dolor en la mirada de Michelle, pero June no pudo hacerlo.

– ¿No crees que es hora que Jenny se acuesta? -decidió. Cal miró el reloj que estaba sobre la chimenea.

– ¿A las siete y media? Estará toda la noche despierta y tú también.

– Igual está toda la noche despierta -argüyó June-. Cal, realmente pienso que deberías llevarla arriba.

No estaba dispuesta a ceder. Cal se incorporó y sostuvo a la pequeña en alto, sobre su cabeza. Mirando su sonriente carita, le hizo un guiño.

– Vamos, princesa, la reina dice que es hora de acostarse.

Iba a salir del cuarto cuando Michelle lo detuvo.

– ¿Podemos jugar una partida cuando bajes? Siempre sin mirarla Cal siguió andando hacia la escalera.

– No se -respondió por sobre el hombro-. Esta noche estoy bastante cansado. Tal vez en otra ocasión.

Como le daba la espalda, no vio las lágrimas que brotaban de los ojos de Michelle. En cambio, June las vio y se apresuró a dejar su labor.

– Ven… ¿Qué te parece su preparamos una hornada de pastelillos?

Pero era demasiado tarde. Michelle ya salía de la habitación.

– No tengo apetito -respondió con indiferencia-. Volveré a subir y leeré un rato. Buenas noches.

– ¿No me vas a besar?

Desanimada, Michelle se acercó a su madre y le dio un beso en la mejilla. June la rodeó con los brazos y trató de atraerla, pero sintió que su hija se ponía rígida.

– Lo siento -dijo June-. Realmente él está cansado esta noche.

– Ya lo sé -respondió Michelle mientras se zafaba de los brazos de su madre.

Sintiéndose impotente, June la dejó ir. Nada que ella pudiera decir haría que Michelle se sintiese mejor. Solamente Cal podía brindarle la tranquilidad que ella necesitaba, y June estaba segura de que eso no iba a suceder. A menos que ella lo obligara.

Treinta minutos más tarde, como Cal no había vuelto a bajar aún, June recorrió la planta baja, cerrando puertas y apagando luces. Después subió la escalera, asomó la cabeza para dar las buenas noches por última vez a Michelle, y se encaminó por el pasillo al dormitorio principal. Encontró a su esposo ya en la cama, apoyado en las almohadas, leyendo un libro. A su lado, tranquilamente dormida en su cunita, estaba Jennifer. Por un instante, la escena conmovió a June, pero pronto se dio cuenta de lo que estaba haciendo Cal.

– No estás tan cansado -anunció.

– ¿Qué? -respondió Cal mirándola con extrañeza

– Dije que nostás tan cansado. No finjas que no me oíste. -Su voz temblaba de cólera, pero Cal seguía mirándola perplejo.

– Ya te oí. Es que no sé a que te refieres.

– Muy sencillo -dijo fríamente June-. Hace media hora, cuando te pedí que trajeras aquí a Jennifer para que pudieras jugar con Michelle… parecías pensar que era demasiado temprano. Y hete aquí, muy satisfecho, arropado en la cama.

– June -empezó a decir Cal, pero ella lo interrumpió.

– Oh, vamos. ¿Crees realmente que no sé lo que está pasando? Subiste aquí para ocultarte. ¡Para ocultarte de tu propia hija! Por amor de Dios, Cal, ¿acaso no sabes lo que le estás haciendo?