Y Jennifer.
Era como si Jennifer intuyera la tensión que reinaba en la casa. Su risa, el satisfecho murmullo al cual tanto se había acostumbrado June, había desaparecido totalmente. Inclusive casi nunca lloraba, como si temiera causar cualquier clase de disturbios.
June pasaba todo el tiempo posible en el estudio, tratando de pintar, pero lo más frecuente era que se quedara mirando su tela vacía, sin verla en realidad. Varias veces empezó a revolver el armario, en busca del extraño boceto que, lo sabía, no había hecho ella. Algo la detuvo… el miedo.
Temía que, si lo miraba el tiempo suficiente, pensaba en él con suficiente empeño, llegaría a imaginarse de dónde provenía. No quería hacerlo.
Cuando por fin llegó la mañana del viernes, June se sintió repentinamente liberada. Ese día, por fin, ellos verían a Tim Hartwick. Y ese día, quizás, las cosas empezarían a mejorar.
Por primera vez en esa semana, June rompió el silencio que tanto había pesado sobre la mesa del desayuno.
– Hoy iré a buscarte a la escuela -dijo a Michelle. La niña la miró inquisitivamente. June trató de que su sonrisa fuese tranquilizadora.- Hoy me encontraré con tu padre después de la escuela. Iremos todos a hablar con el señor Hartwick.
– ¿El señor Hartwick? ¿El psicólogo? ¿Por qué?
– Solo creo que sería una buena idea, nada más -declaró June.
Cuando Michelle entró en su consultorio, Tim Hartwick Ie sonrió y le señaló una silla. Después de instalarse en ella, Michelle inspeccionó la habitación.
Tim aguardó en silencio hasta que los ojos de la niña volvieron finalmente a él.
– Pensé que mis padres iban a estar también aquí.
– Con ellos hablaré un poco más tarde. Antes pensé que podíamos conocernos.
– No estoy loca -declaró Michelle -. No me importa lo que le haya dicho cualquiera.
– Nadie me dijo nada -le aseguró Hartwick-. Pero supongo que sabes lo que hago aquí.
Michelle asintió.
– ¿Cree usted que le hice algo a Susan Peterson?
Tim quedó sorprendido.
– ¿Lo hiciste? -preguntó.
– No.
– Entonces, ¿por qué iba a pensar que sí?
– Todos los demás lo creen -Michelle hizo una pausa, luego agregó:- Excepto Amanda.
– ¿Amanda? -repitió el psicólogo-. ¿Quién es Amanda?
– Es mi amiga.
– Creía conocer a todos aquí -dijo Tim cuidadosamente-. Pero no conozco a nadie que se llame Amanda.
– Ella no va a la escuela, -respondió Michelle.
Tim la observó cautelosamente, procurando interpretar su expresión, pero no había nada que interpretar. Por lo que pudo darse cuenta, Michelle estaba muy tranquila.
– ¿Por qué no va a la escuella ella? -inquirió Tim.
– No puede, es ciega. -¿Ciega?
Michelle asintió de nuevo.
– No puede ver nada, salvo cuando está conmigo. Sus ojos son raros, todos lechosos.
– ¿Y dónde la conociste?
Michelle pensó largo rato antes de contestarle; finalmente se encogió de hombros.
– No estoy segura. Creo que debo de habérmela encontrado cerca de nuestra casa. Por allí vive.
Hartwick decidió abandonar un momento el tema.
– ¿Cómo está tu pierna? ¿Te duele mucho?
– Está bien. -Hizo una pausa, luego pareció cambiar de idea.- Bueno, algunas veces duele más que otras. Y a veces casi no me duele.
– ¿Cuándo ocurre eso?
– Cuando estoy con Amanda. Creo… creo que ella me hace olvidar. Me parece que por eso somos tan buenas amigas. Ella es ciega, y yo, renga.
– ¿No eran amigas antes de la tu caída? -preguntó Tim, intuyendo algo importante.
– No. La vi un par de veces, pero no llegué realmente a.conocerla hasta después del accidente. Entonces comenzó a visitarme.
– ¿No tenías una muñeca llamada Amanda? -preguntó de pronto el psicólogo. Michelle se limitó a mover la cabeza asintiendo.
– Todavía la tengo. Aunque no es verdaderamente mía. En realidad era de Mandy, pero ahora la compartimos.
– Entiendo.
– Me alegro de que alguien entienda.
– ¿Quieres decir que algunas personas no entienden?
– Mi madre no. Ella cree que yo inventé a Amanda.
Supongo que lo cree así porque se llaman igual. Quiero decir, la niña y la muñeca.
– Bueno, eso podría causar confusiones.
– Tal vez -admitió Michelle-. A decir verdad, al principio también yo creía que eran iguales. Pero no lo son, Amanda es real, la muñeca no.
– ¿Qué hacen juntas tú y Amanda?
– Principalmente hablar, pero a veces vamos a caminar juntas.
– ¿De qué hablan?
– De toda clase de cosas.
Tim decidió hacer un intento a ciegas.
– ¿Estaba Amanda contigo el día en que Susan Peterson ‹,iyó del risco?
– Sí -respondió Michelle.
– ¿Estaban en el cementerio?
– Sí -repitió la niña-. Susan me estaba diciendo maldades, pero Mandy la hizo callar.
– ¿Cómo lo consiguió?
– La echó de allí.
– ¿Quieres decir que la echó del risco?
– No lo sé -respondió Michelle con lentitud. Jamás se le había ocurrido pensarlo.- Es posible. No pude ver… ese día había niebla… mamá dijo que no, pero la había.
Tim se inclinó hacia adelante poniéndose serio.
– Michelle, ¿siempre hay niebla cuando Amanda está contigo?
Michelle pensó un momento: luego sacudió la cabeza.
– No. A veces sí, pero no siempre.
– ¿Y qué me dices de tus otros amigos? ¿Conocen ellos a Amanda?
– No tengo ningún otro amigo.
– ¿Ninguno?
Michelle bajó la voz. Sus ojos parecieron nublarse.
– Desde que me caí del risaco, nadie quiere ser mi amigo.
– ¿Y tu hermana, qué? -preguntó Hartwick-. ¿Acaso tu hermanita no es tu amiga?
– Es muy pequeña -respondió Michelle. Hubo un largo silencio, pero el psicólogo no quería interrumpirlo, seguro de que la niña estaba por decir algo. Tenía razón.
– Además -agregó Michelle con voz un poco más fuerte que un susurro-, ella no es mi hermana, en realidad.
– ¿No lo es?
– Soy adoptada. Jenny no lo es.
– ¿Te molesta eso?
– No lo se -respondió Michelle evasiva-. Amanda dice…
– ¿Qué dice Amanda? -la apremió Tim.
– Amanda dice que desde que Jenny nació, mamá y papá ya no me quieren.
– ¿Y tú le crees?
Michelle adoptó una expresión belicosa.
– Bueno, ¿y por qué no? Papá ya casi no me habla, mamá se pasa todo el tiempo ocupándose de Jenny y… y…
Se le apagó la voz, y una lágrima resbaló por la mejilla.
– Michelle -preguntó Tini con suavidad-. ¿Quisieras que Jenny nunca hubiera nacido?
– No… no lo sé.
– Si es así, no te preocupes -le dijo Tim -. Sé lo enojado que estaba yo cuando nació mi hermanita. Simplemente parecía injusto. Había tenido a mis padres para mí solo durante tanto tiempo y entonces, de repente, aparecía alguien más. Pero luego comprobé que mis padres me querían tanto como antes.
– Pero usted no era adoptado – objetó Michelle-. No es lo mismo. ¿Puedo irme ahora? -agregó incorporándose.
– ¿Ya no quieres hablar más conmigo?
No. Al menos ahora. Y sobre Jenny no. menos ahora. Y sobre Jenny no. ¡Odio a Jenny!
– Está bien -repuso Hartwick tratando de calmarla-. No hablaremos más de Jenny.
– ¡No quiero hablar más de nada! -exclamó Michelle mirándolo ceñuda, con expresión empecinada.
– ¿Y qué quieres hacer?
– Quiero irme a casa -dijo Michelle-. ¡Quiero irme a casa y encontrar a Amanda!