La cadera le reventaba de dolor. Quería detenerse a descansar, pero sabía que no podía hacerlo. Tras ella, pero acercándose cada vez más, oía gente que la llamaba… gente enfurecida… gente que quería hacerle daño.
No podía dejarq ue le hicieran daño… tenía que escapar, lejos donde ellos no pudieran encontrarla. Amanda la ayudaría. Pero ¿dónde estaba Amanda?
Llamó en voz alta, implorando a su amiga que viniera y la ayudara, pero no hubo respuesta… tan solo esas otras voces, gritándole, asustándola.
Trató de moverse más rápido, trató de obligar a su pierna izquierda a responder como ella quería, pero fue inútil. Iban a alcanzarla.
Se detuvo y se dio vuelta.
Sí, allí estaban, acercándose a ella.
No podía ver sus rostros con claridad, pero le pareció conocer las voces.
La señora Benson.
Eso no la sorprendió.
La señora Benson siempre la había odiado.
Pero había otros.
Sus padres. En fin, no sus padres, sino esos dos desconocidos que habían fingido ser sus padres.
Y alguien más… alguien que ella creía que simpatizaba con ella. Era un hombre, pero ¿quién? No importaba en realidad. Fuera quien fuese, también él quería hacerle daño. Sus voces se hacían más fuertes y se aproximaban. Para escapar, ella tendría que correr.
Miró en derredor frenéticamente, segura de que Amanda vendría y la ayudaría, pero Amanda no estaba allí.
Tendría que escapar sola.
Si podía llegar al risco, estaría a salvo.
Hacia él echó a andar, mientras el corazón le latía con violencia y el aliento le brotaba en cortos jadeos.
Su pierna izquierda la retrasaba. ¡No podía correr! ¡Pero tenía que correr!
Y entonces se encontró allí, encaramada en lo alto del risco, debajo de ella el mar, y detrás esas voces, insistentes, exigiendo… lastimando. Una vez más miró por sobre su hombro. Ya estaban más cerca, casi junto a ella. Pero no la atraparían.
Con un último estallido de energía, se arrojó desde el risco.
Caer era tan fácil.
El tiempo pareció detenerse, y ella flotaba, tranquila, sintiendo que el aire pasaba veloz junto a ella, contemplando el cielo.
Miró abajo… y vio las rocas.
Dedos de piedra afilados, amenazantes, tendiéndose hacia ella, listos para despedazarla.
El terror la devoró finalmente, y abrió la boca para gritar… pero era demasiado tarde, iba a morir…
Michelle despertó temblando, con la garganta oprimida por un grito no emitido.
– ¿Papá?
Su voz fue suave, diminuta en la noche. Sabía que nadie la había oído. Nadie, excepto…
– Yo te salvé -le susurró Amanda-. No permití que murieras.
– ¿Mandy?… -murmuró Michelle. Ella había venido. Se sentó en la cama, mientras el temor la abandonaba al darse cuenta de que Amanda estaba allí, ayudándola, cuidándola-. Mandy, ¿dónde estás?
– Aquí estoy -respondió Mandy con suavidad. Surgió de las sombras de la habitación, de pie cerca de la ventana, con su negro vestido que resplandecía espectralmente a la luz de la luna. Tendió la mano y Michelle abandonó su lecho.
Sosteniéndola de la mano, Amanda la condujo al bajar la escalera y salir de la casa. Solo al llegar al estudio, advirtió Michelle que había olvidado su bastón. Pero no importaba… allí estaba Amanda para sostenerla.
Además, la cadera no le dolía nada. ¡Absolutamente nada!
Se introdujeron en el estudio y Michelle supo inmediatamente que hacer. Era como si Amanda pudiese hablarle en silencio, como si Amanda estuviese verdaderamente dentro de ella.
Encontró un block de dibujo y lo colocó en el caballete de su madre. Trabajaba rápidamente, con trazos audaces y seguros. El cuadro surgió con rapidez.
Billy Evans, su cuerpecito encaramado en lo alto de la valla, manteniendo un equilibrio precario. La perspectiva era extraña. Parecía estar muy alto, muy por encima de la figura de la misma Michelle que estaba inmóvil en tierra, olvidando su bastón mientras, impotente, miraba con fijeza hacia arriba.
Junto a ella, aferrando el poste de sostén, estaba Amanda, con una sonrisa en la cara, sus ojos vacíos aparentemente vivos de entusiasmo mientras Billy empezaba a caer.
Michelle contempló el cuadro y en la penumbra del estudio, sintió la mano de Amanda en la suya. Permanecieron juntas un momento en callada intimidad. Luego sabiendo lo que tenía que hacer, Michelle soltó la mano de Amanda, arrancó del block el boceto y lo llevó al armario. Encontró con facilidad lo que buscaba, aunque no había encendido ninguna luz. Retiró esa primera tela que había dibujado para Amanda y dejó su nuevo boceto… el boceto de Billy Evans, junto con el de Susan Peterson.
Acomodó la tela en el caballete y tomó la paleta de June.
Aunque la mortecina luz diluía los colores de la paleta, convirtiéndolos casi en tonos grises, Michelle sabía dónde tocar con el pincel para encontrar los tonos que deseaba.
Trabajaba con rapidez, inexpresivo el rostro. Detrás de ella, mirando por sobre su hombro, la mano ligeramente en su codo, Amanda observaba fascinada, con sus blancos ojos lechosos fijos en el cuadro, la expresión ávida. El cuadro le estaba contando lo sucedido… pronto lo vería todo. Michelle le mostraría todo.
Al trabajar, Michelle no tuvo sentido del tiempo. Cuando finalmente dejó de lado la paleta y se apartó para mirar la tela, se preguntó cómo no se sentía cansada. Pero en realidad, lo sabía… era Amanda quien la ayudaba.
– ¿Está bien? -preguntó tímidamente.
Amanda asintió, con los ciegos ojos aun clavados en el cuadro. Al cabo de algunos segundos, habló.
– Pudiste haberla matado, esta tarde -dijo. Jennifer. Mandy hablaba de Jennifer y estaba enojada con Michelle.
– Lo sé -respondió Michelle con voz queda.
– ¿Por qué no lo hiciste? -preguntó Mandy. Su voz, suave, pero dura, acarició a Michelle.
– No…, no lo sé -susurró.
– Podrías hacerlo ahora -sugirió Amanda.
– ¿Ahora?
– Duermen. Todos duerme. Podrías ir a la nursery…
Tomando la mano de Michelle, Amanda la condujo fuera del estudio.
Cuando cruzaban el prado hacia la casa, una nube flotó a través de la luna, y la plateada luz se esfumó en la oscuridad. Pero la oscuridad no importaba.
Amanda la estaba guiando.
Y llegaba la niebla.
La maravillosa niebla que abrazó a Michelle, ocultándola del resto del mundo, dejándola sola con Amanda. Michelle sabía que haría cualquier cosa que Amanda quisiera…
June despertó en la oscuridad; algún sexto sentido maternal le anunciaba que algo malo pasaba. Escuchó un momento.
Un grito.
Ahogado, pero un grito.
Venía de la nursery.
June abandonó la cama. Echó mano a su bata y cruzó el dormitorio.
La puerta de la nursery estaba cerrada.
Recordaba nítidamente haberla dejado abierta… siempre la dejaba abierta.
Miró a Cal, pero él dormía profundamente en la misma posición.
¿Quién había cerrado la puerta entonces?
La abrió de un tirón y entró en el cuarto, encendiendo la luz al trasponer la entrada. Michelle estaba de pie junto a la cuna de Jennifer. Al llenarse de luz la habitación, alzó la vista, con expresión desconcertada.
– ¿Mamá?
– ¡Michelle! ¿Qué haces levantada?
– Yo… yo oí llorar a Jenny y como no te oía vine a ver qué pasaba.
Cuidadosamente, Michelle acomodó bajo la cabeza de Jennifer la pequeña almohada que tenía en las manos.
¡Su llanto era ahogado!
La idea atravesó la mente de June pero ésta la silenció de inmediato.
"La puerta estaba cerrada", se dijo. "Por eso no pude oírla. ¡La puerta estaba cerrada!"
– Michelle -dijo con cuidado-. ¿Cerraste la puerta que comunica este cuarto con nuestra dormitorio?
– No -respondió Michelle con voz titubeante-. Debe de haber estado cerrada cuando entré. Tal vez por eso no oíste a Jenny.