»Pero me temo que era tan alta como ahora en mi decimocuarto cumpleaños, toda rodillas y codos, como un coyote que ha crecido demasiado deprisa. Y poco tiempo después de ser capaz de cruzar una habitación sin tropezar dos veces, supe que… —Soltó un hondo suspiro—. Supe que mi vida tomaría otro rumbo que ser una mercader. Y ahora también me he quedado sin eso. Va siendo hora de que aproveche lo que me enseñaron hace tantos años. Considerando las circunstancias, no se me ocurre lugar ni momento mejores que éstos para llevarlo a la práctica.
—Ésa no es la razón —dijo Siuan tras observarla astutamente unos instantes más—. No la única. Vamos, suéltalo.
Leane arrojó el pequeño cepillo en el estuche, echando chispas.
—¿La única razón? Ignoro si tengo más. Sólo sé que necesito algo en mi vida que reemplace… lo que me falta. Tú misma me dijiste que era la única esperanza de sobrevivir. La venganza se queda corta, al menos para mí. Comprendo que tu causa es necesaria y puede que incluso sea justa, pero, la Luz me valga, tampoco eso es suficiente. Soy incapaz de involucrarme tanto como tú. Tal vez salí demasiado tarde del marasmo. Me quedaré contigo, pero no me basta. —La rabia se apagó al ponerse a cerrar botes y frasquitos y a colocarlos en su sitio, aunque para ello utilizó más fuerza de la necesaria. A su alrededor flotaba un tenue perfume de rosas.
»Sé que coquetear no es algo que sirva para colmar el vacío, pero sí para llenar un rato ocioso. Quizá ser la persona que habría sido me baste. No lo sé. No es una idea nueva; siempre deseé ser como mi madre y mis tías. A veces soñaba despierta con ello después de haber crecido. —El semblante de Leane se tornó pensativo, y las últimas cosas entraron en el estuche con más suavidad.
»Creo que quizá siempre he tenido la sensación de estar haciéndome pasar por otra persona, de haber ido construyendo una máscara hasta que se convirtió en algo asumido como natural. Había que ocuparse de un trabajo serio, más que comerciar, y para cuando quise darme cuenta de que existía otro camino que podría haber tomado incluso en esas circunstancias, la máscara estaba sujeta con demasiada firmeza para quitármela. En fin, eso se ha terminado ahora, y la máscara empieza a desprenderse. Incluso me planteé empezar con Logain hace una semana, para practicar. Pero la verdad es que estoy desentrenada, y creo que él es la clase de hombre que oye más promesas de las que la mujer tiene intención de hacer, y espera que las cumpla. —Una suave y repentina sonrisa asomó a sus labios—. Mi madre decía siempre que si ocurría algo así era que uno había cometido un grave error de cálculo, y que si no había salida o había que renunciar a su dignidad y echar a correr o había que pagar el precio y tomarlo como una lección. —La sonrisa adquirió un tinte pícaro—. Mi tía Resara decía que uno pagara el precio y lo disfrutara.
Min sólo fue capaz de sacudir la cabeza. Era como si Leane se hubiera transformado en otra mujer. ¡Mira que hablar así de…! A pesar de estar escuchándola, casi no daba crédito a sus oídos. Pensándolo bien, de hecho Leane parecía diferente. Pese a todo el maquillaje, no había rastro de pinturas o polvos en su cara que Min pudiera ver y, sin embargo, sus labios daban la impresión de estar más llenos, sus pómulos, más altos, sus ojos, más grandes. Siempre había sido una mujer muy hermosa, pero ahora su belleza se había quintuplicado.
Pero Siuan no había terminado con el asunto.
—¿Y si este señor de campo resulta ser como Logain? —preguntó suavemente—. ¿Qué harás entonces?
Leane se irguió sobre las rodillas, con la espalda muy recta, y tragó saliva con esfuerzo antes de contestar, aunque su voz sonó firme:
—Considerando las alternativas, ¿qué harías tú?
Las dos se sostuvieron la mirada sin parpadear, y el silencio se prolongó.
Antes de que Siuan respondiera —si es que pensaba hacerlo, y Min habría dado cualquier cosa por oír su contestación— la cadena y el candado tintinearon al otro lado de la puerta.
Las otras dos mujeres se pusieron lentamente de pie y recogieron las alforjas con calma, pero Min dio un brinco y deseó tener su cuchillo a mano. «Una idea estúpida —pensó—. Sólo conseguiría empeorar la situación. Además, no soy la condenada heroína de un cuento. Aunque saltara sobre el guardia…»
La puerta se abrió, y un hombre que llevaba un chaleco de cuero sobre la camisa llenó el vano. No era un tipo al que pudiera atacar una joven, ni siquiera con un cuchillo. Puede que ni con un hacha. Ancho era el término para describirlo, y fornido. En el poco cabello que le quedaba en la cabeza había más canas que otra cosa, pero su apariencia era tan sólida como la de un tocón de roble.
—Muchachas, es hora de que os presentéis ante el señor —dijo con aspereza—. ¿Venís de buen grado o tendré que arrastraros como unos sacos de grano? En uno u otro caso, iréis, y preferiría no tener que cargar con vosotras con este calor.
Min miró detrás de él y vio otros dos hombres esperando, también canosos e igualmente fuertes, aunque no tan fornidos.
—Iremos por nuestro propio pie —replicó secamente Siuan.
—Bien. Entonces, venid, y daos prisa. A lord Gareth no le gustaría que lo hicieseis esperar.
A pesar de haber admitido que irían por propia voluntad, cada hombre cogió firmemente a una de ellas por el brazo cuando echaron a andar por la polvorienta calle. La mano del hombretón medio calvo se cerró alrededor del brazo de Min como un grillete. «Adiós a la posibilidad de salir corriendo», pensó la joven con amargura. Se planteó propinarle una patada en el tobillo para ver si así aflojaba los dedos, pero el aspecto del hombre era tan sólido que Min sospechó que lo único que conseguiría con ello sería algún dedo del pie contusionado y que el resto del camino la llevara a rastras.
Leane parecía perdida en sus pensamientos; con la mano libre iniciaba gestos que no acababa, y sus labios se movían como si estuviera repasando lo que pensaba decir, pero no dejaba de sacudir la cabeza y volvía a empezar de nuevo. También Siuan parecía absorta en sí misma, pero su frente se fruncía con un gesto preocupado e incluso se mordisqueaba el labio inferior; Siuan jamás había exteriorizado tanta inquietud. Total, que ninguna de las dos contribuyó a que Min se sintiera más segura.
La sala de La Justicia de la Gentil Reina, con su techo de vigas al aire, tampoco ayudó a calmar su ansiedad. Admer Nem, con sus largos y lacios cabellos y luciendo una contusión amarillenta alrededor del ojo hinchado, se encontraba de pie a un lado, junto con media docena de hermanos y primos tan fornidos como él, así como sus esposas, todos ellos ataviados con sus mejores chaquetas y delantales. Los granjeros miraron a las tres prisioneras con una mezcla de cólera y satisfacción tal que a Min se le cayó el alma a los pies. Y las miradas de sus esposas eran aun peores, de puro odio. En las otras paredes se alineaban, de seis en fondo, los vecinos del pueblo, todos con las ropas del trabajo que habían interrumpido para esto. El herrero todavía llevaba su mandil de cuero, y varias mujeres iban remangadas, mostrando los brazos manchados de harina. La sala zumbaba con los murmullos que intercambiaban entre sí, tanto los mayores como los contados niños, y sus ojos se clavaron sobre las tres mujeres con tanta avidez como los de los Nem. Min pensó que éste debía de ser el suceso más excitante habido en Hontanares de Kore. Una vez había visto a una multitud mostrando la misma expectación que estas gentes, y fue en una ejecución.
Se habían retirado todas las mesas a excepción de una que habían colocado delante de la gran chimenea de ladrillos. Un hombre fornido, de rostro franco, cabello espeso y canoso, estaba sentado a ella, con las manos cruzadas ante sí sobre el tablero; vestía una chaqueta de buen corte, en seda verde oscuro. Una mujer delgada, más o menos de la misma edad, se encontraba de pie a un lado de la mesa; llevaba un vestido de buena lana gris, con flores blancas bordadas en el cuello. Min supuso que eran el señor del lugar y su esposa; la nobleza del campo no estaba mucho más informada que sus aparceros y arrendatarios de lo que pasaba en el mundo.