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—Me hará falta un vestido sencillo, Lini. Uno que no me siente demasiado bien, con un poco de hollín de la chimenea, y…

Lini insistió en acompañarla. Morgase tendría que atarla a una silla si quería dejarla atrás y no estaba segura de que la anciana permitiera que la atara; siempre había parecido muy frágil, pero también siempre había demostrado ser más fuerte de lo que aparentaba.

Cuando se escabulleron por una puertecilla lateral, Morgase no guardaba semejanza consigo misma. Un poco de hollín había oscurecido su cabello rubio rojizo, apagando su brillo y dejándolo lacio. El sudor que le corría por la cara contribuía a enmascararla; nadie creía que las reinas sudaban. Un vestido suelto, de lana muy burda en color gris, con la falda partida a guisa de pantalones, completaba el disfraz. Hasta la ropa interior y las medias eran de tosca lana. Parecía una granjera que había ido al mercado montada en el caballo de tiro del carro y ahora quería ver algo de la ciudad. Lini seguía siendo Lini, estirada y estricta; llevaba un vestido de montar de gruesa lana verde, bien cortado pero pasado de moda diez años.

Morgase habría querido poder rascarse, y también que la vieja niñera no se hubiera tomado tan al pie de la letra lo de que el vestido no le sentara muy bien. Mientras escondía debajo de la cama el vestido de escote bajo, Lini había rezongado una máxima sobre exhibir una mercancía que no se tenía intención de vender, y, cuando Morgase contestó que acababa de inventársela, su respuesta fue:

—A mi edad, aunque me lo invente sigue siendo un viejo dicho.

La reina estaba convencida de que el vestido rasposo y mal confeccionado era un castigo por aquel escote.

La Ciudad Interior estaba construida sobre cerros, con las calles siguiendo la curvatura natural del terreno y diseñadas para ofrecer inesperadas vistas de parques llenos de árboles, monumentos o torres cubiertas de azulejos a los que el sol arrancaba destellos de cien colores. Unas cuestas pronunciadas permitían contemplar el panorama de toda Caemlyn, con las ondulantes llanuras y bosques que había más allá. Morgase no se fijó en nada de ello mientras avanzaba apresuradamente entre la multitud que abarrotaba las calles. Por lo general, habría intentado escuchar a la gente, sopesar su estado de ánimo. Esta vez sólo oían el runrún y el murmullo de la gran urbe. No tenía planeado levantar al pueblo. Miles de hombres, armados principalmente con piedras y cólera, podrían superar a los guardias del Palacio Real; pero, si antes no lo sabía, los tumultos de la primavera que habían hecho fijar su atención en Gaebril y los que habían estado a punto de estallar el año anterior sí que le habían enseñado lo que la chusma enfurecida podía llegar a hacer. Se proponía volver a reinar en Caemlyn, no verla arrasada por el fuego.

Al otro lado de las blancas murallas de la Ciudad Interior, la Ciudad Nueva contaba con sus propias maravillas. Altas y esbeltas torres, relucientes cúpulas blancas y doradas, amplias extensiones de tejados rojos, y las enormes murallas exteriores salpicadas de torreones, de un gris pálido con vetas plateadas y blancas. Los amplios bulevares, divididos en el centro por anchos paseos de árboles y césped, estaban abarrotados de gente, carruajes y carretas. Excepto reparar de pasada en que la hierba estaba agostada por la falta de lluvia, Morgase siguió con la mente puesta en lo que buscaba.

Por la experiencia de sus correrías anuales, elegía con cuidado la gente a la que preguntaba. Hombres en su mayoría. Era consciente de su aspecto, incluso con el hollín en el pelo, y algunas mujeres le habrían dado indicaciones equivocadas simplemente por celos. Los hombres, por el contrario, se devanaban los sesos para hacerlo correctamente, para impresionarla. No preguntaba a nadie que tuviera un aspecto demasiado atildado o demasiado rudo. Los primeros a menudo se ofendían porque los parara para preguntarles, como si ellos mismos no fueran a pie; y los otros probablemente pensarían que una mujer que pregunta una dirección tenía algo más en mente.

Un tipo con una barbilla demasiado grande para su cara, que pregonaba los alfileres y agujas que llevaba en una bandeja, le sonrió y comentó:

—¿Alguna vez te han dicho que tienes un cierto parecido con la reina? Aunque nos haya conducido al desastre, es una guapa hembra.

Morgase soltó una escandalosa risa por la que se ganó una mirada severa de su vieja niñera.

—Guarda los halagos para tu mujer. ¿La segunda a la izquierda, dijiste? Gracias. Y también por el piropo.

Mientras continuaba abriéndose paso entre el gentío, su rostro asumió un gesto ceñudo. Ya le habían dicho varias veces lo mismo. No que se pareciera a la reina, sino que Morgase había organizado un desastre. Por lo visto, Gaebril había ordenado una fuerte subida de impuestos para pagar a sus levas, pero la culpa se la echaban a ella, y con razón. La responsabilidad era de la reina. También se habían promulgado otras leyes, leyes que no tenían sentido pero que hacían más difícil la vida de la gente. Oyó también murmullos respecto a que tal vez Andor había tenido reinas demasiado tiempo. Sólo rumores, pero lo que un hombre se atrevía a comentar en voz baja, lo pensaban otros diez. Quizá no le habría resultado tan fácil como había pensado levantar a la plebe contra Gaebril.

Finalmente dio con su meta, una gran posada de piedra cuyo letrero mostraba a un hombre arrodillado ante una mujer de cabello dorado que lucía la Corona de la Rosa y tenía una mano sobre la cabeza del hombre. La Bendición de la Reina. Si se suponía que era ella, no guardaba un gran parecido. Las mejillas eran demasiado rellenas.

Hasta que se paró a la puerta de la posada no advirtió que Lini iba resoplando, falta de aliento. Había impuesto un paso vivo, y la niñera estaba lejos de ser joven.

—Oh, Lini, lo siento. No tendría que haber caminado tan…

—Si no soy capaz de mantener tu paso, pequeña, ¿cómo piensas que voy a poder cuidar de los hijos de Elayne? ¿Es que piensas quedarte plantada aquí fuera? «Los pies que se arrastran nunca terminan el viaje». Él dijo que estaría en el establo.

La vieja niñera echó a andar, todavía entre resuellos, y Morgase la siguió alrededor de la posada. Antes de entrar en el establo de piedra, se resguardó los ojos para echar un vistazo al sol. Unas dos horas antes de que anocheciera; para entonces, Gaebril empezaría a buscarla, si es que no lo estaba haciendo ya.

Tallanvor no estaba solo en el establo lleno de cuadras. Llevaba una chaqueta de lana verde, con la espada envainada al cinto por encima, y cuando hincó una rodilla en el suelo cubierto de paja, dos hombres y una mujer hicieron lo mismo, aunque un tanto vacilantes, inseguros de que fuera ella. El hombre robusto, de rostro rubicundo y calvo, debía de ser Basel Gill, el posadero. Un viejo jubón de cuero, tachonado con discos metálicos, se ceñía prietamente alrededor de la prominente cintura, y también llevaba una espada al costado.

—Mi reina —dijo Gill—, hace años que no llevo espada, desde la Guerra de Aiel, pero consideraría un honor el que me permitáis seguiros. —Debería haber resultado ridículo, pero no fue así.

Morgase observó a los otros dos: un tipo fornido, vestido con una tosca chaqueta gris, de párpados cargados, nariz rota por varios sitios y la cara surcada de cicatrices; y una mujer baja, bonita, rondando la madurez. Daba la impresión de que estaba con el tipo duro, pero su vestido de lana azul, con cuello alto, parecía demasiado fino para que alguien como él pudiera comprarlo.

El hombre pareció advertir sus dudas, a pesar del aspecto apático que le daban los ojos cargados.

—Soy Lamgwin, majestad, y un buen hombre de la reina. No está bien lo que ha ocurrido y hay que remediarlo. También quiero seguiros. Yo y Breane, nosotros dos.

—Levantaos —les dijo Morgase—. Es posible que tengan que pasar varios días antes de que no haya peligro en que me reconozcáis como vuestra soberana. Me complacerá vuestra compañía, maese Gill. Y la vuestra, maese Lamgwin, pero sería más seguro para vuestra compañera que se quedara en Caemlyn. Nos aguardan días muy duros.