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Asmodean no se molestó en mirar a lo alto de la montaña.

—Este mundo es muy distinto del mundo en el que me… quedé dormido. —Parecía cansado y se sacudió con un ligero estremecimiento—. Lo que sé respecto a lo que hay ahí arriba lo he descubierto desde que desperté. —Las cuerdas del arpa desgranaron las fúnebres notas de La marcha de la Muerte—. Eso podría ser lo que queda de la ciudad en la que nací, que yo sepa. Shorelle era una ciudad portuaria.

Quedaba al menos una hora para que la Columna Vertebral del Mundo ocultara al sol; tan cerca de la alta cadena montañosa, la noche caía enseguida.

—Estoy demasiado cansado para mantener esta noche una de nuestras conversaciones. —Así era como llamaban en público a las clases de Asmodean, incluso cuando no había nadie cerca. Junto con las prácticas realizadas con Lan o Rhuarc, esas lecciones casi no le habían dejado tiempo para dormir desde que habían partido de Rhuidean—. Retírate a tu tienda cuando te apetezca. Te veré por la mañana… con el estandarte. —No había nadie más para llevar la maldita bandera. Quizás encontraría a alguien en Cairhien.

Mientras se volvía para marcharse, Asmodean tocó unas notas discordantes.

—¿Nada de redes ardientes alrededor de mi tienda esta noche? ¿Por fin empiezas a confiar en mí? —preguntó.

Rand miró por encima del hombro.

—Confío en ti como en un hermano. Hasta el día en que me traiciones. Te doy un voto de confianza, una libertad condicional, a cambio de tus enseñanzas, y es más de lo que mereces, pero el día que te vuelvas contra mí, romperé el compromiso y lo enterraré contigo. —Asmodean abrió la boca, pero Rand lo atajó—: Soy yo el que te está hablando, Natael. Rand al’Thor. Y a los de Dos Ríos no nos gusta la gente que intenta clavarte un puñal por la espalda.

Malhumorado, tiró de las riendas del rodado y se alejó antes de que el otro hombre tuviera ocasión de decir nada. No sabía a ciencia cierta si Asmodean tenía alguna sospecha de que un hombre muerto intentaba dominarlo, usurpar su personalidad, pero no estaba dispuesto a darle pistas al hombre. Asmodean ya debía de estar convencido de que era una causa perdida; si empezaba a sospechar que no tenía pleno control sobre su mente, que a lo mejor se estaba volviendo loco, el Renegado lo abandonaría en un abrir y cerrar de ojos, y todavía le quedaba mucho que aprender.

Unos gai’shain de blancas túnicas estaban levantando su tienda bajo la dirección de Aviendha, pasada la boca de la garganta, con aquella enorme serpiente esculpida elevándose en el risco. Los gai’shain tenían sus propias tiendas, pero serían las últimas en instalarse, por supuesto. Adelin y unas diez o doce Doncellas se encontraban en cuclillas a poca distancia, vigilantes, aguardando para velar su sueño. A pesar de tener a un millar de Doncellas acampadas a su alrededor cada noche, seguían haciendo guardia junto a su tienda.

Antes de acercarse, buscó el contacto con el saidin a través del angreal que llevaba en la chaqueta, aunque en realidad no le hacía falta rozar la talla del gordo hombrecillo con la espada. La infección y la dulzura lo inundaron a partes iguales, un tumultuoso río de fuego, una arrolladora avalancha de hielo. Encauzó como lo había hecho todas las noches desde que habían salido de Rhuidean y colocó salvaguardas alrededor de todo el campamento, no sólo las tiendas que estaban en el paso, sino también todas las repartidas por las estribaciones, más abajo, y en las laderas de las montañas. Necesitaba el angreal para poner salvaguardas tan grandes, pero sólo un mínimo. Antes había pensado que era fuerte, pero las enseñanzas de Asmodean lo estaban haciendo más poderoso. Cualquier persona o animal que cruzara la línea de aquella salvaguarda no notaría nada, pero si algún Engendro de la Sombra la tocaba dispararía una alarma que oiría todo el mundo. Si hubiera tomado esta precaución en Rhuidean, los Sabuesos del Oscuro jamás habrían podido entrar sin que él lo supiera.

Los propios Aiel tendrían que vigilar la aproximación de enemigos humanos. Las salvaguardas eran una compleja urdimbre de flujos, aunque tenue, y si se intentaba que hicieran más de una cosa a la vez se corría el riesgo de que se rompieran y quedaran inutilizadas. Podría haber creado ésta para que matara Engendros de la Sombra en lugar de dar la alarma, pero habría sido como la luz de un faro para cualquier Renegado varón que estuviera buscando, y también para los Myrddraal. No había necesidad de atraer sobre sí a sus enemigos cuando cabía la posibilidad de que no supieran dónde se encontraba. En cambio, ésta no la percibiría ni siquiera un Renegado hasta que estuviera cerca, y un Myrddraal, cuando fuera demasiado tarde.

Cortar el contacto con el saidin precisaba de todo un ejercicio de autocontrol por su parte, a pesar de la repulsiva infección, a pesar del modo en que el Poder trataba de arrastrarlo como la arena del lecho de un río, de abrasarlo, de destruirlo. Flotó en la vasta vacuidad del vacío, si bien podía percibir el leve movimiento del aire contra cada pelo de su cabeza, ver el ondear de las túnicas de los gai’shain, oler la cálida fragancia de Aviendha. Quería más. Pero también podía oler las cenizas de Taien, los muertos incinerados, la putrefacción de los que no habían ardido todavía, incluso los que estaba ya enterrados, mezclándose con la seca tierra de sus fosas. Eso lo ayudó. Durante unos minutos, después de que el saidin hubiera desaparecido, se limitó a hacer profundas inhalaciones del caliente y seco aire; comparado con lo anterior, el efluvio a muerte parecía no existir, y el propio aire resultaba puro y maravilloso.

—Mira lo que teníamos justo delante de nosotros —dijo Aviendha mientras Rand entregaba las riendas de Jeade’en a una gai’shain de rostro sumiso para que se lo llevara. Levantó una serpiente marrón, muerta, tan gruesa como su antebrazo y de más de dos metros de longitud. La cobra sanguina se llamaba así por el efecto de su mordedura, que convertía la sangre en una espesa gelatina en cuestión de minutos. A menos que Rand se equivocara en su apreciación, la limpia herida que tenía en la base del cráneo era obra del cuchillo de Aviendha. Adelin y otras Doncellas hicieron un gesto aprobador.

—¿Se te ha pasado siquiera por la cabeza que podría haberte mordido? —la reprendió él—. ¿No se te ha ocurrido utilizar el Poder en lugar de usar un jodido cuchillo? ¿Por qué no la besaste antes? Debías de estar lo bastante cerca de ella para poder hacerlo.

La joven se incorporó y sus grandes ojos verdes tendrían que haber adelantado el frío gélido de la noche.

—Las Sabias dicen que no es bueno usar el Poder con excesiva frecuencia. —Las secas palabras eran tan frías como sus ojos—. Afirman que es posible absorber demasiado y autolesionarse. —Frunció levemente el ceño y añadió, más para sí misma que para él—: Aunque nunca he tomado más que un mínimo de todo lo que puedo coger. Estoy segura.

Rand sacudió la cabeza y se metió en su tienda. Esta mujer no atendía a razones.

No bien acababa de acomodarse sobre un cojín de seda, cerca de la lumbre todavía apagada, cuando la joven entró también. Sin la cobra sanguina, gracias le fueran dadas a la Luz, pero sí que llevaba algo largo, envuelto en una gruesa manta de lana de rayas grises.

—Estabas preocupado por mí —dijo con voz inexpresiva, tanto como su rostro.

—Por supuesto que no —mintió. «Muchacha necia. Conseguirá que algo la mate sólo porque no tiene el sentido común de ser precavida cuando hace falta»—. Me habría preocupado igual por cualquiera. No me gustaría que una cobra sanguina mordiera a nadie.

Ella lo observó un momento, con incredulidad, pero después hizo un brusco asentimiento con la cabeza.

—Bien. No admitiría que me trates con presunción. —Soltó el envoltorio a los pies de él y se sentó sobre los talones, al otro lado del agujero de la lumbre—. Como no quisiste aceptar la hebilla para cancelar la deuda que había entre nosotros…