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Estuvo a punto de mirar hacia atrás cuando dijo la palabra «sumisa». No concebía un término que estuviera más lejos de describir a cualquier mujer Aiel. «Seguramente significa que antes de apuñalarte te lo advierte».

Entre las últimas palabras de la joven se habían intercalado algunos ruidos apagados, y Rand comprendió que se estaba sacando la blusa por la cabeza. Deseó que las lámparas estuvieran apagadas. No, eso lo habría hecho aun peor. Tenía que poner fin a esta situación absurda. De ahora en adelante Aviendha iba a dormir con las Sabias, donde debía estar; aprendería lo que ella pudiera enseñarle cuando tuviera tiempo u ocasión. Eran ya quince las noches que pensaba exactamente lo mismo.

—Esa parte del final —dijo, para ahuyentar imágenes de la cabeza—, después de que pronunciaron los votos.

Tan pronto como media docena de Sabias dieron sus bendiciones, un centenar de parientes de Melaine se había apresurado a rodearla, todos llevando las lanzas. Cien parientes de Bael habían corrido hacia él, y Bael tuvo que abrirse paso a la fuerza para llegar hasta ella. Nadie iba velado, por supuesto, ya que era parte de la costumbre, pero aun así se había derramado sangre en ambos bandos.

—Unos minutos antes —prosiguió Rand—, Melaine juraba que lo amaba; pero, cuando Bael llegó junto a ella, se resistió como un gato salvaje acorralado. —Si Dorindha no le hubiera dado un puñetazo en las costillas, Rand dudaba que Bael hubiera sido capaz de cargársela al hombro para llevársela—. Él todavía cojea de la patada que Melaine le atizó y tiene un ojo negro de un puñetazo.

—¿Crees que tendría que haberse mostrado endeble? —inquirió Aviendha con voz soñolienta—. Bael tenía que saber el valor de lo que se llevaba, que ella no era una baratija cualquiera que pudiera guardarse en el bolsillo. —Bostezó, y Rand la oyó arrebujarse mejor entre las mantas.

—¿Qué significa «enseñar a cantar a un hombre»? —Los varones Aiel no cantaban desde que eran lo bastante mayores para empuñar una lanza, excepto los cantos de batalla y los que entonaban por los muertos.

—¿Estás pensando en Mat Cauthon? —Inopinadamente, se echó a reír—. A veces, un hombre renuncia a la lanza por una Doncella.

—Te lo estás inventando. Nunca he oído nada por el estilo.

—Bueno, no es realmente renunciar a la lanza. —Su voz sonaba adormilada—. A veces un hombre desea a una Doncella que no renunciará a la lanza por él, de modo que arregla las cosas para que ella lo tome como gai’shain. El que hace eso es un necio, por supuesto. Ninguna Doncella miraría a un gai’shain del modo que él querría. Se lo obliga a trabajar duro y a mantenerse estrictamente en su sitio, y lo primero que se hace es enseñarle a cantar para que entretenga a las hermanas de lanza mientras comen. «Va a enseñarle a cantar» es lo que dicen las Doncellas cuando algún hombre se pone en ridículo por una de sus hermanas de lanza.

Una gente por demás peculiar, desde luego.

—Aviendha… —Había dicho que no volvería a preguntarle esto. Según Lan era artesanía kandori, un diseño llamado copos de nieve. Seguramente procedía de algún botín en una incursión al norte—. ¿Quién te regaló ese collar?

—Una persona amiga, Rand al’Thor. Hoy hemos viajado hasta muy tarde, y mañana querrás que nos pongamos en marcha temprano. Que duermas bien y despiertes, Rand al’Thor.

Sólo un Aiel le daría las buenas noches a alguien deseando que no muriera mientras dormía.

Tras poner la salvaguarda, mucho más pequeña pero también mucho más compleja, en torno a sus sueños, encauzó para apagar las lámparas e intentó dormir. Una persona amiga. Los Reyn procedían del norte. Pero ya llevaba ese collar en Rhuidean. Bueno ¿y a él qué le importaba? La lenta respiración de Aviendha pareció resonar en sus oídos hasta que se quedó dormido, y entonces tuvo un sueño confuso en el que Min y Elayne lo ayudaban a cargarse al hombro a Aviendha, que sólo llevaba puesto aquel collar, mientras ella le golpeaba la cabeza con una guirnalda de flores de segade.

22

Trinos de pájaros nocturnos

Tumbado boca abajo en las mantas, con los ojos cerrados, Mat se regodeaba con el placer de sentir los pulgares de Melindhra descendiendo por su columna vertebral y presionando a intervalos regulares. No había nada mejor que un buen masaje después de un largo día a caballo. Bueno, sí que había cosas mejores, pero en ese mismo momento se conformaba de buena gana con los pulgares de la mujer.

—Tienes una musculatura realmente buena para ser un hombre bajo, Matrim Cauthon.

Él abrió un ojo y la miró por el rabillo, ya que estaba a horcajadas sobre él, a la altura de las caderas. Melindhra había encendido un fuego el doble de grande de lo que hacía falta, y el joven vio las gotitas de sudor corriendo por el cuerpo de la mujer. Su fino cabello dorado, corto a excepción de la cola de caballo que los Aiel llevaban en la nuca, estaba pegado al cráneo.

—Si te parezco demasiado bajo, siempre puedes buscarte a otro.

—No eres demasiado bajo para mi gusto —rió ella mientras le revolvía el cabello, que era más largo que el suyo—. Y eres muy mono. Relájate. Esto no funciona si te pones tenso.

Rezongando, Mat volvió a cerrar los ojos. ¿Muy mono? ¡Luz! Y bajo. Sólo los Aiel podían decir que era bajo. En los demás sitios donde había estado era más alto que la mayoría de los hombres, y bastante. Aún se acordaba de un tiempo, cuando había cabalgado contra Artur Hawkwing, en que era muy alto, más que Rand. Y recordaba haber sido un palmo más bajo de lo que era ahora, cuando luchaba junto a Maecine contra los aelgari. Había hablado con Lan comentando que había oído algunos nombres; el Guardián dijo que Maecine había sido un rey de Eharon, una de las Diez Naciones —todo eso lo sabía ya Mat—, unos cuatrocientos o quinientos años antes de la Guerra de los Trollocs. Lan dudaba que ni siquiera el Ajah Marrón supiera mucho más al respecto; se habían perdido muchos conocimientos durante la Guerra de los Trollocs, y más en la Guerra de los Cien Años. Aquéllos eran los primeros y últimos recuerdos que habían implantado en su cabeza. Nada después de Artur Paendrag Tanreall, y nada antes de Maecine de Eharon.

—¿Tienes frío? —preguntó con incredulidad Melindhra—. Te has estremecido. —Se quitó de encima de él y Mat la oyó echar más broza al fuego; allí había suficientes matorrales para quemar. Le dio un buen palmetazo en las nalgas mientras se ponía de nuevo a horcajadas sobre él y musitaba—: Buenos músculos.

—Si sigues diciendo eso —masculló—, voy a pensar que te propones ensartarme en un espetón para zamparme de cena, como un trolloc. —No es que no disfrutara con la compañía de Melindhra, siempre y cuando no hiciera el comentario de que era más alta que él, pero la situación lo hacía sentirse incómodo.

—Nada de espetones para ti, Matrim Cauthon. —Sus pulgares se hundieron con fuerza en un hombro—. Eso es. Relájate.

Mat suponía que algún día se casaría, que sentaría la cabeza. Era lo que hacía todo el mundo: una mujer, una casa, una familia. Encadenado a un único lugar durante el resto de su vida. «No sé de ninguna esposa a la que le guste que su marido se tome unos tragos o que juegue». Y eso era lo que los tipos al otro lado del umbral, del ter’angreal, habían dicho. Que estaba destinado a casarse con «la Hija de las Nueve Lunas». «Bueno, supongo que un hombre se tiene que casar antes o después». Pero, desde luego, lo que no pensaba hacer era tomar una esposa Aiel. Quería divertirse con tantas mujeres como pudiera mientras pudiera.

—No estás hecho para un espetón, sino para un gran honor, creo —susurró Melindhra suavemente.

—Eso me parece bien. —Sólo que ahora no conseguía que ninguna otra mujer se fijara en él, ni de las Doncellas ni de las otras. Era como si Melindhra le hubiera colgado un letrero en el que se leyera: «Propiedad de Melindhra, de los Jumai Shaido». Bueno, eso último no lo habría puesto, no allí. Claro que ¿quién sabía lo que podía hacer un Aiel, sobre todo una Doncella Lancera? Las mujeres no pensaban como los hombres, y las Aiel no pensaban como ninguna otra persona en el mundo.