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—Es extraño que te anules así.

—¿Que me anule? —masculló. Era muy agradable el tacto de sus manos; notaba cómo se aflojaba el agarrotamiento en zonas que ni siquiera se había dado cuenta de que tenía contraídas—. ¿Cómo? —Se preguntó si tendría que ver con el collar. Melindhra parecía darle mucha importancia; o dársela a que se lo hubiera regalado. Nunca lo llevaba puesto, naturalmente; las Doncellas no se ponían adornos. Sin embargo, lo llevaba en su bolsita y se lo enseñaba a todas las mujeres que se lo pedían. Un montón, al parecer.

—Te pones a la sombra de Rand al’Thor.

—Yo no estoy a la sombra de nadie —repuso, abstraído. No podía ser el collar. Había regalado joyas a otras mujeres, algunas de ellas Doncellas; le gustaba regalar cosas a las mujeres bonitas, incluso si todo lo que recibía a cambio era una sonrisa. Nunca esperaba más. Si una mujer no disfrutaba con un beso y un arrumaco tanto como él, ¿dónde estaba la gracia?

—No niego que no haya cierto honor en estar a la sombra del Car’a’carn. Para estar cerca de los poderosos, hay que estar a su sombra.

—Sí, a su sombra —convino Mat sin prestar atención. A veces las mujeres aceptaban y a veces no, pero ninguna había decidido que le pertenecía. Eso era lo que realmente lo irritaba. No estaba dispuesto a pertenecerle a ninguna mujer por muy bonita que fuera. Y no importaba lo hábiles que tuviera las manos para aflojar músculos agarrotados.

—Tus cicatrices deberían ser marcas de honor, ganadas en tu propio nombre, como un jefe. —Recorrió con un dedo la señal dejada por la cuerda en su cuello—. ¿Te ganaste ésta sirviendo al Car’a’carn?

Se sacudió de encima sus manos y se incorporó sobre los codos para volverse a mirarla.

—¿Estás segura de que no significa nada para ti «Hija de las Nueve Lunas»?

—Ya te he dicho que no. Túmbate.

—Si me mientes, juro que te dejaré marcado el trasero de una azotaina.

Puesta en jarras la mujer lo miró con expresión peligrosa.

—¿Acaso crees que puedes darme… una azotaina, Mat Cauthon?

—Al menos pondré todo mi empeño. —Seguramente ella le hincaría una lanza en las costillas—. ¿Juras que nunca has oído lo de Hija de las Nueve Lunas?

—Jamás —repuso lentamente—. ¿Quién es ella? ¿O qué es ello? Túmbate y deja que te…

De repente sonó el canto de un mirlo, aparentemente dentro y fuera de la tienda, por todas partes, y al cabo de un momento le siguió el trino de un tordo rojo. Pájaros de Dos Ríos. Rand había escogido las salvaguardas de acuerdo con lo que conocía, unas aves que no existían en el Yermo.

Melindhra se levantó de encima de él al instante, se enrolló el shoufa a la cabeza y se veló el rostro mientras recogía las lanzas y la adarga. Salió disparada de la tienda de esa guisa.

—¡Rayos y truenos! —maldijo Mat mientras se esforzaba torpemente por meterse las perneras de los pantalones. Un tordo rojo significaba el sur. Melindhra y él habían instalado su tienda en el extremo meridional, con los Chareen, tan lejos de Rand como podían estar sin salirse del campamento. Pero no pensaba meterse entre esos espinos desnudo, como había hecho Melindhra. El mirlo significaba el norte, donde estaban acampados los Shaarad; venían de dos direcciones al mismo tiempo.

Pateó lo mejor que pudo dentro de la tienda para meterse las botas, y echó una ojeada a la cabeza de zorro que había dejado junto a las mantas. Fuera resonaban gritos, el choque de metal contra metal. Al cabo había deducido que ese medallón impedía de algún modo que Moraine lo curara al primer intento. Mientras estuviera en contacto con él, no lo afectaba el encauzamiento de la Aes Sedai. Nunca había oído que los Engendros de la Sombra pudieran encauzar, pero también había que tener en cuenta al Ajah Negro —es lo que Rand decía, y él lo creía— y también existía la posibilidad de que uno de los Renegados se hubiera decidido finalmente a atacar a Rand. Se metió el cordón de cuero por el cuello, de manera que el medallón quedó colgado sobre su pecho, asió la lanza marcada con los cuervos y finalmente se agachó por la solapa para salir a la fría luz de la luna.

No tuvo tiempo para sentir la gélida temperatura nocturna. Antes de que hubiera salido completamente de la tienda, estuvo en un tris de perder la cabeza bajo la hoja curva, semejante a una guadaña, de la espada de un trolloc. El acero le rozó el cabello en el momento en que se zambullía al suelo; rodó sobre sí mismo y se incorporó velozmente, con la lanza ya preparada para atacar.

A primera vista, y en la oscuridad de la noche, el trolloc podía confundirse con un hombre corpulento, aunque dos o tres palmos más alto que cualquier Aiel, y equipado con una cota negra que llevaba pinchos en los codos y los hombros, así como un yelmo con cuernos de carnero. Sólo que estos cuernos crecían en aquella cabeza, terriblemente humana, salvo por el saliente hocico de carnero.

Con un gruñido que mostraba los dientes, el trolloc se abalanzó sobre él al tiempo que aullaba en un lenguaje tan tosco y áspero que no estaba destinado a ser pronunciado por ninguna boca humana. Mat giró la lanza como si fuera un palo de combate, desviando la cuchilla del trolloc hacia un lado, para acto seguido arremeter con la punta del arma contra el estómago de la bestia; la cota se hendió bajo aquel acero, creado por el Poder, con tanta facilidad como la carne que había debajo. El trolloc de hocico de carnero se dobló a la par que soltaba un seco grito, y Mat sacó su arma de un tirón y se echó hacia un lado para que la bestia no le cayera encima.

Todo en derredor los Aiel combatían, algunos desnudos o medio vestidos, pero todos con el rostro velado, contra trollocs con colmillos de jabalí u hocicos de lobo o picos de águila; algunos tenían las cabezas coronadas con cuernos y con plumas, y blandían tanto aquellas particulares espadas de hoja curvada como tridentes, hachas o lanzas. Aquí y allí alguno utilizaba un gran arco que disparaba flechas arponadas del tamaño de lanzas cortas. También había hombres luchando junto con los trollocs, vestidos con toscas ropas, que gritaban desesperadamente mientras morían entre los espinos.

—¡Sammael!

—¡Sammael y los Aguijones Dorados!

Los Amigos Siniestros morían, la mayoría nada más enfrentarse con un Aiel, pero los trollocs no caían tan fácilmente.

—¡No soy un jodido héroe! —gritó Mat a nadie en particular mientras luchaba contra un trolloc con hocico de oso y peludas orejas, el tercero al que se enfrentaba. La criatura iba armada con un hacha de mango largo rematada en media docena de afilados pinchos en un extremo y con una hoja en el otro lo bastante grande para partir un árbol, y la blandía con sus peludas manazas como si fuera un juguete. Estar cerca de Rand era lo que lo metía en estos líos, cuando lo único que quería de la vida era buen vino, un juego de dados y una o dos chicas guapas—. ¡No quiero mezclarme en esto! —Sobre todo si Sammael estaba por allí—. ¿Me oís?

El trolloc se desplomó con la garganta abierta, y Mat se encontró frente a un Myrddraal que acababa de matar a dos Aiel que lo habían atacado a un tiempo. El Semihombre tenía la apariencia de un hombre, pero con la tez lívida, y llevaba una armadura negra de escamas superpuestas, como las de una serpiente. Y también se movía como si lo fuera, con grácil rapidez, como si no tuviera huesos; la negra capa colgaba de sus hombros inmóvil por muy velozmente que se desplazara. Y no tenía ojos, sólo un trozo de piel en el lugar de las cuencas oculares.