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—No había problemas aquí —adujo lentamente Adelin—. El ataque se llevaba a cabo abajo, con Amigos Siniestros y trollocs.

—Les oí gritar «Sammael y los Aguijones Dorados» —añadió otra. Con el shoufa enrollado a la cabeza, Rand no distinguía quién de ellas era. Parecía joven, por la voz; algunas de las Doncellas tenían poco más de dieciséis años.

Tras hacer una profunda inhalación, Adelin le tendió una de las lanzas horizontalmente, ante él, impasible. Las restantes hicieron otro tanto, una lanza por cabeza.

—Hemos… fracasado —dijo Adelin—. Deberíamos haber estado aquí cuando apareció el Draghkar. En cambio, corrimos como chiquillas a danzar las lanzas.

—¿Y qué se supone que he de hacer con éstas? —preguntó Rand.

—Lo que quieras, Car’a’carn —respondió Adelin sin vacilar—. Estamos dispuestas, y no nos resistiremos.

Rand sacudió la cabeza. «Condenados Aiel y su condenado ji’e’toh».

—Pues cogedlas y montad de nuevo guardia alrededor de mi tienda. ¿Y bien? Id. —Las mujeres intercambiaron miradas entre sí antes de obedecer la orden, tan de mala gana como se habían acercado a él—. Y una de vosotras que le diga a Aviendha que entraré en la tienda cuando regrese —añadió. No iba a pasarse la noche fuera preguntándose si la iba a sorprender desnuda o no. Echó a andar, sintiendo el duro suelo de roca bajo sus pies.

La tienda de Asmodean no estaba lejos de la suya. No había sonado un solo ruido en su interior. Abrió la solapa y entró. Asmodean estaba sentado en la oscuridad, mordisqueándose el labio inferior. Dio un respingo cuando apareció Rand y se adelantó antes de que el joven tuviera ocasión de decir nada.

—Supongo que no esperarías que te echara una mano, ¿verdad? Noté la presencia de los Draghkar, pero tú podías ocuparte de ellos, y lo hiciste. Nunca me han gustado los Draghkar; jamás tendríamos que haberlos creado. Tienen menos seso que un trolloc. Les das una orden y aun así hay veces que matan a lo que quiera que esté más próximo. Si hubiese salido, si hubiera hecho algo… ¿Y si alguien se hubiera fijado? ¿Y si hubieran comprendido que no podías ser tú el que encauzaba? Yo…

—Mejor para ti que no lo hicieras —lo atajó Rand mientras se sentaba cruzado de piernas en la oscuridad—. Si te hubiera sentido lleno de Poder ahí fuera esta noche, podría haberte matado.

La risa del otro hombre sonó estremecida.

—También pensé en ello.

—Fue Sammael quien envió el ataque de esta noche. A los trollocs y los Amigos Siniestros, al menos.

—No es propio de él desperdiciar hombres —dijo lentamente Asmodean—. Pero sí sacrificaría mil o diez mil si con ello lograra lo que a su modo de pensar mereciese la pena ese precio. Quizás alguno de los otros quería que creyeras que era él. Aunque los Aiel hubieran hecho prisioneros, los trollocs no piensan mucho más allá de matar, y los Amigos Siniestros creen lo que les dicen.

—Era él. En otra ocasión intentó inducirme con el mismo cebo a que lo atacara, en Serendahar.

«¡Oh, Luz! —La noción rozó el borde del vacío—. He dicho inducirme, a mí». Ignoraba dónde había estado Serendahar o cualquier otra cosa referente a ese lugar excepto lo que había dicho. Las palabras habían salido de su boca sin más.

Tras un largo silencio, Asmodean musitó:

—No lo sabía.

—Lo que quiero saber es por qué.

Rand escogió con cuidado las palabras, confiando en que todas fueran suyas. Recordaba el rostro de Sammael, un hombre de constitución recia —«No, yo no. No es un recuerdo mío»—, con una corta barba rubia. Asmodean le había hecho una descripción de todos los Renegados, pero sabía que la imagen que había acudido a su mente no era producto de esa descripción. Sammael siempre quiso ser más alto, y estaba resentido porque el Poder no lo hubiera hecho así. Asmodean nunca le había comentado este detalle.

Por lo que me dijiste, no querrá enfrentarse conmigo a menos que esté seguro de alzarse con la victoria y puede que ni siquiera entonces. Dijiste que seguramente dejaría que el Oscuro se encargase de mí, si era factible. De modo que ¿por qué está seguro de que ganará ahora si decido ir tras él?

Lo estuvieron discutiendo durante horas en la oscuridad, sin llegar a ninguna conclusión. Asmodean sostenía la opinión de que había sido uno de los otros, con la esperanza de que Rand persiguiera a Sammael y así librarse de uno de ellos o de ambos. Rand notaba los oscuros ojos de Asmodean clavados en él, pensativos. Aquel desliz había sido demasiado obvio para disimularlo.

Cuando por fin regresó a su tienda, Adelin y una docena de Doncellas se incorporaron como resortes y todas le dijeron a la vez que Egwene se había marchado y que Aviendha llevaba dormida mucho tiempo, y que estaba furiosa con él; que lo estaban las dos. Le dieron tal variedad de consejos para soslayar la ira de las dos jóvenes y todos ofrecidos al mismo tiempo que Rand no consiguió entender ninguno de ellos. Finalmente se callaron, intercambiaron miradas y fue Adelin quien habló:

—Tenemos que discutir lo de esta noche. De lo que hicimos y de lo que dejamos de hacer. Nosotras…

—No tuvo importancia —la atajó—, y si la tuvo, está olvidado y perdonado. Me gustaría dormir unas cuantas horas para variar. Si queréis discutirlo, hablad con Amys o bien con Bair. Estoy seguro de que ellas comprenderán mejor lo que pretendéis.

Aquello, sorprendentemente, las hizo enmudecer, y pudo pasar a la tienda.

Aviendha estaba entre sus mantas; una pierna, delgada y esbelta, salía entre los pliegues. Rand intentó no mirarla, ni a la joven. Había dejado una lámpara encendida. Se metió entre sus propias mantas con satisfacción y, antes de interrumpir el contacto con el saidin, encauzó para apagar la lámpara. Esta vez soñó con Aviendha arrojando fuego, sólo que no lo lanzaba al Draghkar. Y Sammael estaba sentado a su lado, riéndose.

23

Concesión del quinto

Egwene tiró de las riendas para guiar a Niebla alrededor de una herbosa colina y contempló las interminables columnas de Aiel que bajaban del paso de Jangai. La silla de montar le había subido la falda otra vez por encima de las rodillas, pero ahora apenas lo advirtió. No podía estar ocupándose de bajarla cada dos por tres. Además, llevaba medias, y no era como si fuera con las piernas desnudas.

Las hileras de Aiel pasaban ante ella al trote, agrupados por clanes, septiares y asociaciones. Miles y miles de ellos, con sus mulas y animales de carga, y los gai’shain que cuidarían de los campamentos mientras los demás combatían. La fila se extendía más de un kilómetro y medio a lo ancho, y aún quedaban muchos en el paso y muchos otros que ya habían salido de la garganta y se perdían de vista al frente. Incluso sin las familias, parecía una nación en marcha. Por allí había discurrido la Ruta de la Seda, una calzada de cincuenta pasos de anchura pavimentada con grandes piedras blancas, que se extendía recta como una flecha a través de las colinas, hendiendo éstas para mantener un nivel. Sólo de vez en cuando se la veía entre la masa de Aiel, aunque los caminantes parecían preferir avanzar por la hierba; sin embargo, muchas piedras del pavimento se habían levantado por una esquina o se habían hundido por un extremo. Hacía más de veinte años que esta calzada no soportaba más peso que el de los carros de los campesinos de la zona y un puñado de carretas.

Resultaba chocante volver a ver árboles, árboles de verdad; enormes robles y cedros agrupados en sotos en lugar de la forma retorcida de aislados árboles achaparrados, y hierba alta que se mecía con la brisa a través de las colinas. Había un bosque de verdad hacia el norte, y nubes en el cielo, finas y altas, pero nubes al fin y al cabo. Después del Yermo, el aire parecía agradablemente fresco y húmedo, aunque las hojas pardas y grandes franjas amarillentas en la hierba ponían de manifiesto que, en realidad, el tiempo debía de ser más caluroso y seco de lo habitual en esta época del año. Con todo, la campiña de Cairhien era un lujuriante paraíso comparada con lo que había al otro lado de la Pared del Dragón.