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—… y a quienquiera que llegue después de Timolan —decía Rand en tono firme—, habrá de comunicársele lo mismo. —Los Soldados de Piedra que habían dejado de guardia en Taien habían llegado para informar que los Miagoma habían entrado en el paso al día siguiente—. He venido a impedir que Couladin destruya y despoje a esta tierra, no a saquearla.

—Un mensaje duro —adujo Bael—, también para nosotros si a lo que te refieres es a que no podemos tomar el quinto. —Han y los demás, incluido Rhuarc, asintieron.

—El quinto, os lo concedo. —Rand no alzó la voz, pero de repente sus palabras eran duras y punzantes—. Pero en ello no entra nada que sea alimentos. Viviremos de los animales salvajes que cacemos o de lo que compremos, si es que queda alguien que pueda vendernos comida, hasta que consiga que los tearianos incrementen lo que traen desde Tear. Si cualquier hombre toma una sola moneda más del quinto o una rebanada de pan sin pagarla, si prende fuego aunque sólo sea una choza porque le pertenece a un Asesino del Árbol o mata a un hombre que no ha intentado matarlo a él, ese hombre será ahorcado, sea quien sea.

—Eso no es fácil de decir a los clanes —replicó Dhearic, casi con tanta dureza—. Vine para seguir a El que Viene con el Alba, no para mimar a unos quebrantadores de juramentos.

Bael y Jhera abrieron la boca como para convenir con él; pero, al fijarse el uno en el otro, las cerraron bruscamente.

—Toma buena nota de lo que voy a decirte, Dhearic —contestó Rand—. Vine para salvar a esta tierra, no para arruinarla todavía más. Lo que digo vale para todos los clanes, incluidos el Miagoma y cualquier otro que nos siga. Para todos los clanes. ¿He hablado lo bastante claro?

Esta vez nadie dijo una palabra, y Rand montó a Jeade’en, al que condujo al paso entre los jefes. Aquellos semblantes Aiel no denotaban expresión alguna.

Egwene respiró hondo. Aquellos hombres eran todos lo bastante mayores para ser su padre y más, líderes de su pueblo como reyes, por mucho que dijeran en contra de ello, cabecillas endurecidos en batallas. Y parecía que sólo había sido ayer cuando Rand era un muchacho y no sólo por su edad, un joven que pedía y confiaba en que atendieran su sugerencia en lugar de ordenar y esperar ser obedecido. Estaba cambiando más deprisa de lo que ella era capaz de asimilar. Sería bueno si impedía que estos hombres hicieran en otras ciudades lo que Couladin había hecho con Taien y con Selean. Se lo repitió para sus adentros. Sólo que habría querido que lo hubiera hecho sin demostrar más arrogancia cada día que pasaba. ¿Cuánto faltaba para que esperara que también ella le obedeciera como hacía Moraine? ¿O que lo obedecieran todas las Aes Sedai? Confiaba en que sólo fuera arrogancia.

Deseosa de hablar del asunto, sacó el pie de un estribo y tendió la mano a Aviendha para que subiera a la grupa, pero la joven Aiel sacudió la cabeza. Realmente no le gustaba ir a caballo, y quizás el que hubiera todas esas Sabias a su alrededor también influía en su negativa. Algunas de ellas no habrían subido a un caballo ni aunque tuvieran rotas las dos piernas. Con un suspiro, Egwene desmontó y condujo a Niebla por las riendas mientras se arreglaba las faldas con cierto malhumor. Las suaves botas Aiel, altas hasta las rodillas, que llevaba puestas tenían aspecto de ser cómodas y, efectivamente, lo eran, pero no para caminar durante un largo trecho sobre aquel duro e irregular pavimento.

—Verdaderamente se ha puesto al mando —dijo.

Aviendha apenas si apartó un instante los ojos de la espalda de Rand.

—No lo conozco. No puedo conocerlo. Fíjate en esa cosa que lleva.

Se refería a la espada, por supuesto. No es que Rand la llevara, precisamente; el arma colgaba de la perilla de la silla de montar, enfundada en una vaina corriente de piel de jabalí, con la larga empuñadura, forrada con tiras del mismo cuero, subiendo a la altura de su cintura. Había encargado a un hombre de Taien que le hiciera esa empuñadura y la vaina durante el viaje a través del paso. Egwene se preguntaba por qué, siendo como era capaz de encauzar una espada de fuego o hacer otras cosas que convertían a las espadas normales en simples juguetes.

—Se la regalaste tú, Aviendha.

Su amiga se puso ceñuda.

—Intenta hacerme que acepte también la empuñadura. La utilizó, así que es suya. La usó delante de mí, como para hacerme burla con una espada empuñada en su mano.

—No estás enfadada por la espada. —No creía que fuera por eso; Aviendha no la había mencionado una sola vez aquella noche, cuando se hallaban en la tienda de Rand—. Todavía estás molesta por el modo en que te habló, y lo comprendo. Sé que lo lamenta. A veces habla sin pensar, pero si le dejaras que se disculpara…

—No quiero sus disculpas —masculló Aviendha—. No quiero… No puedo soportar más tiempo esto. Me es imposible seguir durmiendo en su tienda. —De repente cogió a Egwene del brazo, y si ésta no la hubiera conocido tan bien habría pensado que estaba al borde de las lágrimas—. Tienes que interceder ante ellas por mí. Habla con Amys, Bair y Melaine. A ti te escucharán. Eres Aes Sedai. Tienen que dejarme que vuelva a sus tiendas. ¡Tienen que hacerlo!

—¿Quién tiene que hacer qué? —quiso saber Sorilea, que se retrasó del grupo para ponerse a la altura de las dos muchachas. La Sabia del dominio Shende tenía el cabello fino y blanco, y la piel como cuero tensado sobre la estructura ósea del rostro. Y también unos ojos, verde claro, capaces de derribar a un caballo a diez pasos de distancia. Así era como solía mirar a todo el mundo. Cuando Sorilea estaba furiosa, otras Sabias permanecían calladas y los jefes de clan ponían excusas para marcharse.

Melaine y otra Sabia, una canosa Nakai de los Agua Negra, hicieron intención de unirse también a ellas hasta que Sorilea volvió aquellos ojos hacia ellas.

—Si no estuvieras tan ocupada pensando en ese nuevo marido tuyo, Melaine, te habrías dado cuenta de que Amys quiere hablar contigo. Ve. Y lo mismo reza para ti, Aerin. —Melaine se puso roja como la grana y se escabulló de vuelta con el resto del grupo, pero la mujer de más edad lo hizo con más presteza que ella. Sorilea las observó mientras se adelantaban y después puso toda su atención en Aviendha—. Ahora podemos sostener una tranquila charla. Así que no quieres hacer algo. Algo que te mandaron hacer, por supuesto. Y crees que esta niña Aes Sedai puede conseguir librarte de ello.

—Sorilea, yo… —Aviendha no pasó de ahí.

—En mis tiempos, las chicas saltaban cuando una Sabia decía que saltaran, y seguían brincando hasta que les ordenaban que pararan. Como todavía sigo viva, aún nos encontramos en mis tiempos. ¿Hace falta que te lo explique con más claridad?

Aviendha inhaló profundamente.

—No, Sorilea —respondió con mansedumbre.

Los ojos de la Sabia se posaron en Egwene.

—¿Y tú? ¿Crees que porque lo pidas conseguirás librarla de su tarea?

—No, Sorilea. —Egwene tenía la sensación de que debía hacer una reverencia.

—Bien —dijo la Sabia, aunque sin demostrar satisfacción, como si ni siquiera se le hubiera pasado por la cabeza que el resultado sería otro. Y seguramente era así—. Ahora puedo hablarte de lo que realmente me interesa. He oído comentar que el Car’a’carn te ha hecho un regalo extraordinario, rubíes y también gotas de luna.