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Lo peor era darse cuenta de que había intentado que su voz sonara sincera. Siuan producía ese efecto. Min no se imaginaba a Siuan hablando sobre cómo sonreírle a un hombre. Siuan lo miraría a los ojos directamente, le diría lo que tenía que hacer y esperaría que lo realizara de inmediato. Exactamente igual que con cualquier persona. Si actuaba de forma distinta, como con Logain, se debía únicamente a que el asunto no era lo bastante importante para presionar.

—No falta mucho, ¿verdad? —dijo enérgicamente Leane. El otro tono de voz lo reservaba para los hombres—. No me gusta su aspecto, y si tenemos que parar otra vez para hacer noche… En fin, que si tiene menos empuje de lo que tenía esta mañana, no sé si seremos capaces de hacerlo subir a la silla de montar.

—No, no falta mucho, si las últimas indicaciones que me dieron son totalmente correctas.

Siuan parecía irritada. Había preguntado en aquel último pueblo, hacía dos días —sin dejar que Min la oyera, por supuesto; Logain no había mostrado ningún interés— y no le gustaba que se lo recordaran. Min no entendía por qué. Siuan no podía temer que Elaida las estuviera persiguiendo.

En cuanto a ella, esperaba que no estuviera muy lejos. No era fácil calcular cuánto habían bajado hacia el sur desde que habían dejado la calzada a Jehannah. La mayoría de los campesinos sólo tenían una vaga idea de dónde estaban sus pueblos en relación con cualquier lugar excepto las ciudades más próximas, pero cuando cruzaron el Manetherendrelle hacia Altara, justo antes de que Siuan los sacara de la concurrida calzada, el viejo barquero había estado examinando un ajado mapa, un mapa que se extendía hasta las Montañas de la Niebla. A menos que se equivocara en sus cálculos, se encontrarían con otro ancho río en pocos kilómetros: o el Boern, lo que significaba que estarían ya en Ghealdan, donde se hallaban el Profeta y su multitudinaria chusma de seguidores, o el Eldar, con Amadicia y los Capas Blancas en la orilla opuesta.

Min apostaba por Ghealdan, con Profeta o sin él, e incluso eso era una sorpresa si de verdad estaban cerca. Sólo un necio esperaría encontrar una reunión de Aes Sedai más cerca de Amadicia de lo que tenían que estar ahora, y Siuan no era tonta ni mucho menos. Se encontraran en Ghealdan o en Altara, Amadicia no debía de estar a muchos kilómetros de distancia.

—Las consecuencias del amansamiento deben de haberlo alcanzado ahora —masculló Siuan—. Si pudiera aguantar unos cuantos días más…

Min mantuvo la boca cerrada; si la mujer no quería escuchar no tenía sentido hablar. Siuan sacudió la cabeza y taconeó a Bela para situarse de nuevo a la cabeza del grupo, aferrando las riendas como si esperara que la yegua saliera a galope en cualquier momento; por su parte, Leane volvió al tono acariciante con el que engatusaba a Logain. Quizá sentía algo por él; no sería una elección peor que la de la propia Min.

Las colinas boscosas seguían discurriendo en un panorama invariable de árboles, matorrales y zarzas. Los helechos que marcaban la antigua calzada seguían adelante, en línea recta; Leane decía que la tierra era diferente donde había estado el camino, como si Min hubiera tenido que saberlo. Ardillas con mechones de pelo en las puntas de las orejas les lanzaban una parrafada desde las ramas de tanto en tanto, y se oía el trino de pájaros de forma esporádica, aunque Min no supo distinguir de qué tipo eran. Baerlon no se consideraría una urbe comparada con Caemlyn o Illian o Tear, pero ella se tenía por una mujer de ciudad; un pájaro era un pájaro, y le importaba poco en qué tipo de suelo crecía un helecho.

Sus dudas surgieron de nuevo. Las había sentido más de una vez después de Hontanares de Kore, pero entonces le resultó más fácil desecharlas. Luego, desde Lugard, la habían atosigado más a menudo, y se sorprendió a sí misma considerando a Siuan desde una perspectiva que antes jamás se habría atrevido a plantearse. No es que tuviera valor para enfrentarse a ella, por supuesto; le molestaba admitir tal cosa, incluso ante sí misma. Sin embargo, Siuan quizá no sabía hacia dónde se dirigían. Podía mentir, puesto que la neutralización la había liberado de los Tres Juramentos. Tal vez sólo la empujaba la esperanza de que si continuaba adelante daría con algún rastro de lo que tan desesperadamente necesitaba encontrar. De un modo incipiente, y desde luego muy peculiar, Leane había empezado a llevar una vida propia que no estaba ligada a los problemas del poder, la Fuente Verdadera y Rand. No era que los hubiera abandonado completamente, pero en opinión de Min para Siuan no había nada aparte de esas cosas. La Torre Blanca y el Dragón Renacido eran toda su vida, y se aferraría a ellos aunque tuviera que mentirse incluso a sí misma.

El terreno boscoso dio paso a una villa grande de manera tan repentina que Min dio un respingo. Ocozoles, robles y pinos achaparrados —especies que conocía— llegaban a cincuenta pasos de las casas de techo de bálago, construidas con cantos de río sobre las suaves colinas. Habría apostado que el bosque había ocupado aquel espacio hasta hacía poco, ya que todavía crecían muchos árboles, agrupados en pequeños y alargados sotos, entre las casas, casi pegados a las paredes, y aquí y allí se veían tocones bastante recientes delante de las fachadas. Las calles conservaban el aspecto de tierra recién removida, no la superficie prensada de tierra que se conseguía tras generaciones de pies pisándola. Unos hombres, en mangas de camisa, estaban poniendo bálago nuevo en los techos de tres grandes cuadrados de piedra que debían de haber sido posadas —de hecho, en uno de ellos quedaba un letrero borroso y ajado que colgaba sobre la puerta—, pero no se veía por ningún sitio el bálago viejo. Había demasiadas mujeres yendo de un sitio para otro en comparación con los hombres que se veían, y muy pocos niños jugando considerando el número de mujeres. El aroma de la comida de mediodía que flotaba en el aire era lo único normal en aquel sitio.

Si la primera ojeada sobresaltó a Min, cuando la joven se fijó realmente en lo que había ante ella estuvo a punto de caerse de la yegua. Las mujeres más jóvenes, sacudiendo mantas por alguna ventana o dirigiéndose afanosas a alguna tarea, llevaban sencillos vestidos de lana, pero ningún pueblo más o menos grande contaba con tantas mujeres ataviadas con vestidos de montar, ya fueran de seda o de fina lana, de todos los colores y estilos. Alrededor de esas mujeres y de casi todos los hombres, flotaban halos e imágenes que cambiaban y titilaban ante los ojos de la muchacha; por lo general, pocas personas tenían algo susceptible de ser visto con su talento, pero a las Aes Sedai y a los Guardianes rara vez les faltaban halos durante más de una hora. Los niños debían de ser de los sirvientes de la Torre. Pocas eran las Aes Sedai que se casaban y muy de tarde en tarde; pero, conociéndolas, seguro que habrían hecho todo cuanto estuviera a su alcance para llevarse a sus criados con sus familias, sacándolos de cualquier lugar del que ellas mismas huirían por considerarlo peligroso. Siuan había encontrado la reunión de Aes Sedai.

Se produjo un extraño silencio cuando entraron en el pueblo a caballo. Nadie hablaba. Las Aes Sedai se quedaron inmóviles observándolos, al igual que las mujeres más jóvenes y las chicas que debían de ser Aceptadas o incluso novicias. Hombres que un momento antes se movían con la agilidad de lobos, se quedaron paralizados, con una mano oculta entre el bálago o metida tras un vano, sin duda donde tenían guardadas las armas. Los niños desaparecieron, conducidos apresuradamente por adultos que tenían que ser los sirvientes. Bajo todas aquellas miradas penetrantes, Min sintió que se le erizaba el vello en la nuca.

Leane parecía inquieta y miraba de reojo conforme pasaban entre la gente, pero Siuan mantuvo una expresión sosegada mientras los conducía hacia la posada más grande, la del letrero ilegible; allí desmontó torpemente y ató a Bela al aro de hierro de uno de los postes de piedra, que por su aspecto debían de haber colocado hacía muy poco tiempo. Min ayudó a Leane a desmontar a Logain —Siuan nunca echaba una mano para subirlo o bajarlo del caballo—, sin dejar de lanzar ojeadas en derredor. Todo el mundo los observaba, sin moverse.