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Como si pensar en ella la hubiera hecho aparecer, Siuan bajó la escalera pisando fuerte, con un bulto de ropa blanca debajo del brazo. Para ser más precisa, daba la impresión de querer abrir un agujero en cada escalón al pisar en él; si hubiese tenido cola, la habría ido sacudiendo como un látigo. Se paró un momento para mirar fijamente a Min y a Logain, y después se dirigió hacia la puerta que llevaba a la cocina.

—Quédate aquí —advirtió Min a Logain—. Y, por favor, no digas nada hasta que… Siuan pueda hablar contigo. —Iba a tener que acostumbrarse a llamar a la gente por su verdadero nombre otra vez. Él ni siquiera la miró.

Alcanzó a Siuan en un pasillo que conducía a la cocina. A través de las grietas abiertas, allí donde los tablones de la puerta se habían secado, llegaba el tintineo y el chapoteo de ollas y platos que se estaban fregando. Siuan abrió los ojos en un gesto de alarma.

—¿Por qué lo has dejado solo? ¿Sigue vivo?

—Vivirá para siempre, por lo que puedo ver. Siuan, nadie quiere hablar con él, pero yo he de hablar contigo. —La mujer le soltó el bulto blanco en los brazos. Camisas—. ¿Qué es esto?

—La maldita ropa sucia del maldito Gareth Bryne —gruñó Siuan—. Puesto que también tú eres una de sus criadas, puedes lavarla. Yo he de hablar con Logain antes de que alguien se me anticipe.

Min cogió del brazo a Siuan en el preciso momento en que la mujer intentaba regresar a la sala.

—Puedes perder un minuto para escuchar lo que tengo que decir. Cuando Bryne entró, tuve una visión. Un halo, y un toro desgarrando una guirnalda de rosas que llevaba al cuello, y… Nada de eso importa salvo el halo. No lo entendí del todo, pero sí algo más que el resto.

—¿Y qué fue lo que entendiste?

—Si quieres seguir viva, más vale que permanezcas cerca de él. —A despecho del calor, Min tiritó. Sólo había tenido otra visión con ese condicional «si», y en los dos casos era potencialmente mortífero. Ya era bastante malo saber que ocurriría algo; si empezaba a ver también lo que podría ocurrir…—. Lo único que sé es esto: si él se queda cerca de ti, vivirás. Si se va muy lejos y durante mucho tiempo, vais a morir. Los dos. No sé por qué he tenido que ver algo relativo a ti en su halo, pero parecías formar parte de él.

La sonrisa de Siuan habría podido mondar una pera.

—Antes preferiría navegar en una barca podrida y llena de anguilas pescadas hace un mes.

—Jamás se me pasó por la cabeza que nos seguiría. ¿De verdad nos van a obligar a que regresemos con él?

—Oh, no, Min. Él va a dirigir nuestros ejércitos a la victoria. ¡Y a hacer de mi existencia la Fosa de la Perdición! Así que me va a salvar la vida, ¿no? No sé si merece la pena. —Inhaló profundamente y se alisó la falda—. Cuando tengas eso lavado y planchado, tráemelo. Se lo subiré yo. Y puedes limpiarle las botas antes de irte a dormir esta noche. Tenemos una habitación, un cuchitril, cerca de la de él. ¡Así podremos oírlo si nos llama para que le mullamos sus malditas almohadas!

Se marchó antes de que Min tuviera ocasión de protestar. Bajó la vista hacia las camisas enrolladas que tenía en los brazos. Estaba segura de quién sería la que lavaría toda la ropa de Gareth Bryne, y esa persona no iba a ser Siuan Sanche.

«¡Maldito Rand al’Thor!» Una se enamoraba de un hombre y acababa haciendo la colada, aunque la ropa perteneciera a otro hombre. Cuando entró en la cocina para pedir un barreño de lavar y agua caliente, su gesto furibundo era una copia exacta del de Siuan.

29

Recuerdos de Saldaea

Tumbado en la cama a oscuras, en mangas de camisa, Kadere jugueteaba ociosamente con uno de los pañuelos grandes, haciéndolo girar entre sus manos. Por la ventana abierta del carromato entraba la luz de la luna, pero apenas un soplo de brisa. Al menos en Cairhien hacía más fresco que en el Yermo. Confiaba en que algún día regresaría a Saldaea y pasearía por el jardín en el que su hermana Teodora le había enseñado las primeras letras y números. La echaba de menos tanto como a Saldaea, con sus fríos inviernos, cuando las cortezas de los árboles reventaban al congelarse la savia y el único modo de desplazarse era con raquetas de nieve o con esquís. En estas tierras sureñas la primavera parecía verano, y el estío, la Fosa de la Perdición. Estaba sudando a chorros.

Con un hondo suspiro, metió los dedos por la pequeña brecha existente entre la cama y la pared del carromato; el trozo de papel doblado crujió. Lo dejó en el mismo sitio. Se sabía de memoria cada palabra escrita:

No estás solo entre extraños. Se ha elegido un curso para seguir.

Nada más; y, naturalmente, sin firma. Alguien lo había metido por debajo de la puerta, y lo encontró cuando se retiró para acostarse. Había una ciudad, Eianrod, a menos de medio kilómetro de distancia; pero, aun en el improbable caso de que quedara libre alguna blanda cama allí, dudaba mucho que los Aiel le permitieran pasar la noche lejos de las carretas. O que lo permitiera la Aes Sedai. De momento, sus propios planes se acomodaban bastante bien con los de Moraine. A lo mejor volvía a ver Tar Valon. Era un lugar peligroso para los de su clase, pero su labor era siempre importante y estimulante.

Recordó de nuevo la nota, bien que habría deseado poder permitirse el lujo de hacer caso omiso de ella. La palabra «elegido» le revelaba que procedía de otro Amigo Siniestro. Lo sorprendente era haberla recibido ahora, después de haber cruzado casi todo Cairhien. Hacía casi dos meses, justo después de que Jasin Natael se adhiriera a Rand al’Thor —por razones que en ningún momento se dignó explicar— y de que su nueva socia, Keille Shaogi, hubiera desaparecido —sospechaba que estaba enterrada en el Yermo, con una cuchillada asestada por la daga de Natael, y en buena hora—, al poco tiempo recibió la visita de uno de los Elegidos, la mismísima Lanfear, quien le había dado instrucciones.

Con un gesto automático se llevó la mano al pecho y tanteó por debajo de la camisa las cicatrices marcadas en él. Se enjugó el rostro con el pañuelo. Una parte de su mente razonó con frialdad, como lo había hecho al menos una vez al día desde entonces, que era un modo eficaz de demostrarle que no había sido un sueño, una simple pesadilla. Otra parte de su mente casi farfullaba de alivio porque la mujer no hubiera regresado.

Otra sorpresa era la caligrafía de la nota. La había escrito una mujer, a menos que se equivocara mucho, y algunas de las letras estaban trazadas del modo que sabía era peculiar en los Aiel. Natael le había dicho que tenía que haber Amigos Siniestros entre ellos —los había en todos los países, entre cualquier clase de gente—, pero él nunca había intentado encontrar hermanos en el Yermo. Los Aiel eran capaces de matar a alguien con la misma facilidad con que miraban a quien metiera la pata, y, con ellos, uno podía meterla por el simple hecho de respirar.

En resumen, que la nota presagiaba el desastre. Lo más probable era que Natael le hubiera revelado a algún Amigo Siniestro Aiel quién era él. Iracundo, retorció el pañuelo hasta formar un prieto cordel y luego tiró de los extremos repetida y bruscamente, haciendo un ruido seco, como un chasquido. Si el juglar y Keille no hubieran presentado pruebas de que ocupaban un lugar prominente en los consejos de los Amigos Siniestros, los habría matado a ambos antes de llegar cerca del Yermo. La otra posibilidad le provocaba un nudo en el estómago. «Se ha elegido un curso para seguir». Tal vez era sólo para utilizar la palabra «elegido», o quizá la intención era advertirle que uno de los Elegidos había decidido utilizarlo. La nota no le había llegado de Lanfear; ésta se habría limitado a hablar directamente con él en sus sueños otra vez.