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—Está bien —dijo suavemente—. Si no puedes, no se hable más. Todavía tienes la posibilidad de sonsacar algo a Natael. Sé que puedes.

La cogió por los hombros para conducirla hacia la puerta, pero ella dio un respingo al sentir su contacto, aunque se volvió hacia la salida.

—Natael no querrá mirarme durante días —dijo, malhumorada, entre hipidos y sorbidos de nariz. Estaba a punto de estallar en sollozos en cualquier momento, pero el tono con que le habló Kadere parecía haberla calmado un poco—. Tengo la piel enrojecida, Hadnan, como si hubiera estado desnuda al sol un día entero. Y mi cabello… Me tardará en crecer toda la vida como lo ten…

Cuando llegaba a la puerta, los ojos prendidos en el picaporte, el pañuelo del hombre, prieto como un cordel, se enroscó alrededor de su cuello. Kadere intentó hacer caso omiso de sus gorgoteos, del frenético arrastrar de sus pies en el suelo. Isendre le clavó las uñas en las manos, pero el hombre mantuvo la mirada fija al frente. Hasta con los ojos abiertos veía a Teodora; siempre la veía cuando mataba a una mujer. Había amado a su hermana, pero ella descubrió lo que era él y jamás habría guardado silencio. Los talones de Isendre golpeaban violentamente, pero, tras lo que al hombre le pareció una eternidad, se movieron con lentitud y finalmente se pararon; la mujer se convirtió en un peso muerto que sostenían sus manos. Mantuvo el pañuelo apretado mientras contaba sesenta antes de desenrollarlo y dejarla caer. Lo siguiente que la mujer habría hecho sería confesarlo todo; confesar que era una Amiga Siniestra y apuntarle con el dedo a él.

Revolvió en los cajones al tacto y sacó un cuchillo de carnicero. Deshacerse de un cadáver iba a ser difícil, pero afortunadamente los muertos no sangraban mucho; la túnica absorbería lo poco que se derramara. A lo mejor conseguía encontrar a la mujer que había dejado la nota por debajo de la puerta. Si no era suficientemente bonita, debía de tener amigas que también fueran Amigas Siniestras. A Natael le daría igual que fuera una Aiel quien lo visitara en la tienda. En lo que a él se refería, antes preferiría meter en su cama a una víbora; las Aiel eran peligrosas. Y tal vez una Aiel tendría más oportunidades contra Aviendha de las que había tenido Isendre. Se arrodilló y, mientras trabajaba, tarareó entre dientes una canción de cuna que Teodora le había enseñado.

30

Una apuesta

Una suave brisa sopló a través de la pequeña ciudad de Eianrod y después se desvaneció. Sentado en el pretil del ancho y llano puente, en el corazón de la villa, Rand imaginó que esa brisa debía de ser caliente, pero a él no se lo parecía después del Yermo. Quizás algo caldeada para ser de noche, pero no lo suficiente para inducirlo a que se desabotonara la chaqueta roja. El río que corría bajo el puente nunca había sido caudaloso, pero ahora su cauce se hallaba reducido a la mitad de lo normal; empero, disfrutaba contemplando el fluir de las aguas hacia el norte, con las luces y las sombras creadas por la luna y las nubes pasajeras sobre la chispeante y oscura superficie. En realidad ésa era la razón de que se encontrara allí fuera, para contemplar el discurrir del agua durante un rato. Ya había instalado las salvaguardas alrededor del campamento Aiel, que a su vez rodeaba la ciudad. Los propios Aiel montaban guardia, de modo que ni siquiera un gorrión habría pasado inadvertido. Así que podía perder una hora relajándose con el sonido del río.

Sin duda eso era mucho mejor que la rutina de todas las noches, de ordenar a Moraine que se marchara para así poder estudiar con Asmodean. La Aes Sedai había llegado incluso a tomar por costumbre llevarle las comidas para hablarle mientras él se las tomaba, como si se propusiera imbuirle en la cabeza todo cuanto sabía antes de que llegaran a la ciudad de Cairhien. No soportaba verla suplicando que la dejara quedarse —¡suplicar!— como había ocurrido la noche anterior. Para alguien como Moraine, ese comportamiento era tan antinatural que se había sentido compelido a acceder con tal de que dejara de hacerlo. Lo que, probablemente, era exactamente lo que buscaba ella actuando de ese modo. Sí, mucho mejor escuchar el murmullo de la corriente del río. Con suerte, habría renunciado a acosarlo esta noche.

La franja de ocho o diez pasos de tierra arcillosa que separaba el agua de los hierbajos en ambas márgenes aparecía reseca y agrietada. Alzó la vista hacia las nubes que cruzaban ante la luna. Podría hacer que aquellas nubes soltaran lluvia. Las dos fuentes de la ciudad estaban secas, y el polvo se acumulaba en un tercio de los pozos donde el atasco no había llegado al punto de no tener remedio. Sin embargo, intentarlo era la cuestión. Había hecho que lloviera en una ocasión; el truco estaba en recordar cómo. Si lo conseguía, entonces esta vez podría tratar de no provocar un diluvio y un vendaval que tronchara los árboles.

Asmodean no podía ayudarlo en esto; no sabía mucho sobre fenómenos atmosféricos, por lo visto. Por cada cosa que ese hombre le enseñaba, había otras dos a las que contestaba o levantando las manos o dando coba y una promesa. Hubo un tiempo en que creía que los Renegados lo sabían todo, que eran omnipotentes; pero, si los demás se parecían a Asmodean, no sólo había temas en los que no eran muy duchos, sino que su ignorancia era total en otros. Incluso podría ocurrir que él supiera más de ciertas cosas que ellos. Al menos, que algunos de ellos. El problema estaba en saber quiénes. Semirhage era tan ignorante como Asmodean en lo relativo a los fenómenos atmosféricos. Lo sacudió un escalofrío, como si aquélla fuera una noche en la Tierra de los Tres Pliegues. Asmodean nunca le había hecho ningún comentario respecto a esa incapacidad de Semirhage. ¿Cómo lo sabía él? Mejor sería seguir escuchando el agua y no pensar, si es que quería dormir algo esa noche.

Sulin se acercó, con el shoufa alrededor de los hombros de manera que dejaba al descubierto su corto cabello blanco, y se acodó en el pretil. La nervuda Doncella iba armada para la batalla, con arco, flechas, lanzas, cuchillo y adarga. Aquella noche tenía el mando del grupo de su guardia personal. A unos diez pasos de distancia, otras dos docenas más de Far Dareis Mai estaban cómodamente acuclilladas en el puente.

—Una noche extraña —dijo la mujer—. Estábamos jugando pero, de repente, todo el mundo empezó a sacar seises solamente.

—Lo lamento —contestó sin pensar, y la Aiel le asestó una mirada rara. Ella lo ignoraba, naturalmente, porque Rand no lo había divulgado. Las ondas que provocaba al ser ta’veren se propagaban y provocaban reacciones caprichosas y extrañas. Ni siquiera los Aiel querrían acercarse a menos de quince kilómetros de él si lo supieran.

La tierra se había hundido bajo los pies de tres Soldados de Piedra ese día, haciéndolos caer en un nido de víboras, pero ninguna de las docenas de mordeduras que éstas habían descargado encontró otra cosa que ropa. Rand sabía que se debía a él, forzando la suerte. Tel Nethin, el guarnicionero, había sobrevivido a la matanza de Taien para acabar aquel mediodía tropezando con una piedra y rompiéndose el cuello al caer en un suelo herboso y llano. Rand temía que eso también hubiera sido por su causa. Por otro lado, Bael y Jheran habían zanjado el pleito de sangre existente entre los Shaarad y los Goshien mientras se encontraba con ellos tomando en marcha una comida de carne seca. Todavía no se caían bien y no parecían entender muy bien lo que acababan de hacer, pero lo habían hecho, con promesas y juramentos del agua inclusive, mientras cada uno de ellos sostenía la copa para que el otro bebiera. Para los Aiel, el juramento del agua era más fuerte que cualquier otro; podrían pasar generaciones antes de que entre los Shaarad y los Goshien se diera siquiera una incursión para arrebatarse ovejas, cabras o ganado.