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Rand se había preguntado si aquellos efectos al azar funcionarían alguna vez en su favor; quizás esto sería lo más cerca que le llegaran. Ignoraba cuántas cosas más ocurridas ese día podían achacársele a él; nunca preguntaba y prefería no enterarse. Sucesos como el habido entre Bael y Jheran sólo compensaban en parte otros como lo de Tal Nethin.

—Hace días que no veo a Enaila y a Adelin —dijo. Era una conversación tan buena como cualquier otra para cambiar de tema. Esas dos mujeres se habían mostrado particularmente celosas de su misión de protegerlo—. ¿Están enfermas?

Como poco, la mirada que le asestó Sulin fue más extraña que la anterior.

—Volverán cuando aprendan a dejar de jugar con muñecas, Rand al’Thor.

Él abrió la boca para decir algo, pero la cerró de inmediato. Los Aiel eran raros —y las lecciones de Aviendha a menudo hacían que lo parecieran aun más, en vez de lograr lo contrario—, pero aquello era ridículo.

—Bueno, pues decidles que ya son mujeres adultas y que deberían actuar como tales.

Incluso con la menguada luz de la luna advirtió que la sonrisa de la Doncella era complacida.

—Se hará como desea el Car’a’carn. —¿Y eso qué significaba? Sulin lo miró con los labios fruncidos en un gesto pensativo—. No has cenado nada esta noche. Todavía queda comida bastante para todos, y no saciarás el estómago de nadie pasando hambre tú. Si no te alimentas, la gente se preocupará pensando que estás enfermo. Y te pondrás enfermo.

Rand soltó una risita queda que sonó como un ronco jadeo. En cierto momento era el Car’a’carn y al siguiente… Si no comía algo, seguramente la propia Sulin iría a traerle cualquier cosa. E incluso intentaría metérselo a la fuerza en la boca.

—De acuerdo, comeré. Moraine debe de estar acostada a estas horas. —Esta vez, la mirada desconcertada de la Doncella le resultó gratificante; para variar, era él quien había dicho algo que la mujer no entendía.

En el momento en que bajaba del pretil escuchó el trapaleo de unos cascos en la calle que llevaba al puente. Todas las Doncellas se pusieron de pie al instante, los rostros velados y la mitad de ellas con una flecha encajada en el arco, prestas para disparar. En un gesto instintivo, la mano de Rand fue hacia la cintura, pero la espada no estaba allí. Los Aiel se sentían ya bastante incómodos por el hecho de que cuando iba montado a caballo llevara el arma colgada de la perilla de la silla; habría considerado innecesario incomodarlos más llevándola encima. Además, no eran muchos caballos los que se acercaban y venían al paso.

Cuando aparecieron, rodeados por una escolta de cincuenta Aiel, los jinetes no llegaban a veinte e iban encorvados en las sillas, abatidos. La mayoría llevaba casco y chaquetas tearianas con mangas abullonadas y listadas debajo de los petos. Los dos que iban al frente lucían doradas armaduras ornamentadas y largas plumas blancas que salían de la parte delantera de los yelmos, y las franjas de las mangas tenían el brillo del satén a la luz de la luna. En la retaguardia marchaba media docena de hombres, más bajos y ligeros que los tearianos, vestidos con chaquetas oscuras y yelmos con forma de campana que les dejaban el rostro al aire. Dos de ellos portaban pequeños estandartes llamados con, que ondeaban en astiles cortos ceñidos a la espalda mediante correajes. Los cairhieninos utilizaban los estandartes para distinguir a los oficiales en la batalla y también para identificar a los asistentes de un lord.

Los tearianos con plumas en el yelmo lo miraron fijamente al reparar en él y después intercambiaron un vistazo sobresaltado, para de inmediato desmontar e hincar la rodilla ante Rand, con el yelmo sujeto debajo del brazo. Eran jóvenes, poco mayores que él, y ambos llevaban la oscura barba recortada en punta al estilo de los nobles tearianos. Sus petos mostraban abolladuras, y el dorado estaba cuarteado; saltaba a la vista que habían sostenido un combate en alguna parte. No dedicaron una sola ojeada a los Aiel que los rodeaban, como si por hacer caso omiso fueran a desaparecer. Las Doncellas se bajaron los velos, aunque no por ello su actitud dejó de ser alerta, listas para atravesar con lanzas o flechas a los hombres arrodillados.

Rhuarc seguía a los tearianos, acompañado por un Aiel más joven, de ojos grises, algo más alto que él, y que se quedó detrás. Mangin pertenecía a los Jindo Taardad, y era uno de los que había ido a la Ciudadela de Tear. Eran Jindo quienes habían conducido a los jinetes hasta allí.

—Mi señor Dragón —empezó el rechoncho y rubicundo noble—, así me abrase, ¿acaso os han tomado prisionero? —Su compañero, orejudo y narizón, con más apariencia de granjero que de noble a despecho de la barba, no dejaba de retirarse con gesto nervioso el lacio cabello que le caía sobre la frente—. Dijeron que nos llevaban ante un tipo no sé qué del Alba. El Car’a’carn. Significa algo de jefe, si no recuerdo mal las enseñanzas de mi tutor. Disculpadme, mi señor Dragón. Soy Edorion de la casa Selorna, y éste es Estean de la casa Andiama.

—Soy El que Viene con el Alba —les dijo en voz queda Rand—. Y el Car’a’carn. —Ahora los recordaba: unos jóvenes nobles que se habían dedicado a matar el tiempo bebiendo, jugando y persiguiendo mujeres cuando estuvo en la Ciudadela. A Estean casi se le salieron los ojos de las órbitas; Edorion pareció sorprendido un momento, pero después asintió lentamente, como si de repente se diera cuenta de que aquello tenía sentido—. Levantaos. ¿Quiénes son vuestros compañeros cairhieninos? —Sería interesante conocer a hombres de Cairhien que no huían de los Shaido ni de otros Aiel que veían. De hecho, al estar con Edorion y Estean podían ser los primeros partidarios que encontraba en esta tierra. Eso contando con que los padres de los dos tearianos hubieran seguido sus órdenes—. Traedlos ante mí.

Estean parpadeó sorprendido mientras se incorporaba, pero Edorion apenas hizo una pausa antes de volverse y gritar:

—¡Meresin! ¡Daricain! ¡Acercaos! —Así, casi como si llamara a unos perros. Los estandartes cairhieninos se mecieron cuando los dos hombres desmontaron lentamente.

—Mi señor Dragón —empezó, vacilante, Estean mientras se lamía los labios como si estuviera sediento—. ¿Habéis…? ¿Habéis enviado a los Aiel contra Cairhien?

—¿Han atacado la ciudad entonces?

Rhuarc asintió.

—Si se da crédito a lo que dicen estos dos, Cairhien resiste todavía. O resistía hace tres días —respondió Mangin. No cabía duda de que pensaba que ya no era así y que le importaba poco una ciudad de los Asesinos del Árbol.

—Yo no los envié, Estean —repuso Rand mientras se unían a ellos los dos cairhieninos, que se arrodillaron mientras se quitaban los yelmos, mostrándose como hombres de la misma edad más o menos que Edorion y Estean; llevaban la cabeza afeitada por delante, en línea con las orejas, y la expresión de sus oscuros ojos era desconfiada—. Los que atacaron la ciudad son mis enemigos, los Shaido. Me propongo salvar Cairhien si ello es posible.

Tuvo que repetir la historia de decir a los dos cairhieninos que se levantaran; el tiempo pasado con los Aiel casi le había hecho olvidar la costumbre que se tenía a este lado de la Columna Vertebral del Mundo de arrodillarse y hacer reverencias cada dos por tres. También tuvo que pedir que se presentaran. Eran el teniente lord Meresin de la casa Daganred —su con tenía onduladas líneas verticales, rojas y blancas—, y el teniente lord Daricain de la casa Annallin, cuyo con lo conformaban pequeños cuadros rojos y negros. Lo sorprendió que fueran lores. Aunque los nobles mandaban y dirigían soldados en Cairhien, no se afeitaban la cabeza ni se hacían soldados. O no lo hacían antes; por lo visto, habían cambiado muchas cosas.