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Siguió avanzando de árbol en árbol, deseando que fueran más numerosos y que crecieran más juntos. Claro que, de haber sido así, a lo mejor no habría encontrado a Aviendha en la tormenta —la joven gruñó y lo miró ceñuda cuando estuvo a punto de dejarla caer—, pero desde luego ahora habría sido de gran ayuda un bosque frondoso. Sin embargo, fue gracias a tener que desplazarse de aquel modo cauteloso por lo que vio primero a los otros.

A menos de cincuenta pasos, entre él y el acceso —justo delante del acceso; podía percibir su tejido manteniéndose abierto—, había cuatro personas a caballo y más de veinte a pie. Las que iban montadas eran todas mujeres, abrigadas en largas y gruesas capas forradas de pieles; dos de ellas llevaban un brazalete plateado en la muñeca izquierda, que se conectaba por una larga cadena del mismo material brillante a un collar ceñido prietamente al cuello de otras dos mujeres vestidas de gris y sin capa que iban a pie. Los demás eran hombres vestidos con cuero oscuro y armaduras pintadas en verde y dorado, con las que se protegían el torso, la zona externa de los brazos y la parte delantera de los muslos. Sus lanzas lucían borlas verdes y doradas; los escudos, alargados, iban pintados con los mismos colores; y los yelmos semejaban las cabezas de enormes insectos, con los rostros asomando entre las mandíbulas. Uno de ellos era obviamente un oficial; no llevaba lanza ni escudo, pero sí un espadón curvo, de empuñadura larga para coger con ambas manos, colgado a la espalda. Su armadura lacada iba rematada con plata en los bordes, y unas finas plumas de color verde, cual antenas de insecto, reforzaban la apariencia del yelmo pintado. Rand sabía ahora dónde se encontraban Aviendha y él. Había visto armaduras como ésas anteriormente. Y mujeres con ese tipo de collares.

Soltó a la joven en el suelo, detrás de lo que parecía un pino retorcido por el viento, excepto porque la madera del tronco era suave y gris, con vetas negras; señaló con el dedo y ella asintió en silencio.

—Las dos mujeres encadenadas pueden encauzar —musitó Rand—. ¿Puedes aislarlas? No abraces la Fuente todavía —se apresuró a añadir—. Son prisioneras, pero aun así podrían advertir a los otros, y, aunque no lo hagan, las mujeres de los brazaletes tal vez podrían percibir que las otras te han detectado.

La joven lo miró extrañada, pero no perdió tiempo en hacer preguntas sobre cómo lo sabía; eso vendría después y Rand lo sabía.

—Las mujeres de los brazaletes pueden encauzar también —comentó ella en voz igualmente baja—. Pero es una sensación extraña. Débil. Como si nunca lo hubieran practicado. No entiendo cómo puede ocurrir algo así.

Rand sí lo entendía. Se suponía que eran las damane las que podían encauzar. Si las otras dos mujeres habían logrado de algún modo escapar de la red de los seanchan para convertirse en cambio en sul’dam —y por lo poco que Rand sabía de ellos tal cosa parecía harto improbable, ya que los seanchan hacían pruebas a todas las mujeres durante los años en que se manifestarían los síntomas de su capacidad para encauzar—, desde luego no se arriesgarían a delatarse.

—¿Puedes aislarlas de la Fuente a las cuatro?

—Por supuesto —respondió con gesto engreído—. Egwene me ha enseñado a manejar varios flujos a la vez. Puedo aislarlas, atar ese tejido, y envolverlas con flujos de Aire antes de que se den cuenta de lo que ha pasado. —La leve sonrisa de suficiencia se borró—. Soy bastante rápida para ocuparme de ellas y de sus caballos, pero eso deja a todos los demás para ti hasta que pueda prestarte ayuda. Si alguno logra escapar… Sin duda pueden arrojar esas lanzas hasta esta distancia, y si alguna te alcanza… —Rezongó entre dientes unos instantes, como si la enfureciera ser incapaz de terminar la frase. Por fin alzó los ojos hacia él; lo miraba con tanta rabia como siempre—. Egwene me ha hablado de la Curación, pero apenas sabe nada de ella, y yo aun menos.

¿A santo de qué venía este repentino enfado? «Mejor intentar entender el sol que a una mujer», pensó con sorna. Eso se lo había dicho Thom Merrilin, y era la pura verdad.

—Tú encárgate de aislar a esas mujeres —contestó—, que yo me ocuparé del resto. Pero no actúes hasta que te toque el brazo.

Se dio cuenta de que la mujer pensaba que estaba alardeando, pero no tendría que utilizar diferentes flujos, sino únicamente tejer un intrincado hilo de Aire con el que inmovilizaría los brazos contra los costados y las piernas, así como las patas de los caballos. Inhaló profundamente, aferró el saidin, tocó el brazo a Aviendha, y encauzó.

Se alzaron gritos de sobresalto entre los seanchan. Rand se dijo que tendría que haber pensado en amordazarlos también, pero podrían cruzar el acceso antes de que alguien más los atacara. Manteniendo el contacto con la Fuente, agarró a la joven por el brazo y medio la arrastró por la nieve, haciendo caso omiso de sus gruñidos y protestas de que podía caminar sola. Por lo menos de este modo le abría un paso, y tenían que moverse con rapidez.

Los seanchan enmudecieron y los contemplaron fijamente mientras Aviendha y él pasaban delante de ellos dando un rodeo. Las dos mujeres que no eran sul’dam se habían retirado las capuchas y se debatían contra su tejido de Aire. Rand lo mantuvo en lugar de atarlo; tendría que soltarlo cuando se marcharan por la simple razón de que era incapaz de dejar a nadie, aunque fueran unos seanchan, inmovilizados en la nieve. Si no morían congelados, siempre podía aparecer el gran felino cuyas huellas había visto. Y, donde había uno, tenía que haber más.

El acceso estaba allí, naturalmente, pero en lugar de asomarse a su cuarto en Eianrod lo hacía a un vacío gris. También parecía más estrecho de lo que recordaba. Y, lo que era peor, percibía un tejido en aquel fondo plomizo, un tejido urdido con saidin. Unos pensamientos furiosos se deslizaron al borde del vacío. No sabía qué propósito tenía, pero era harto probable que se tratara de una trampa para quienquiera que lo cruzara, y que fuera obra de uno de los Renegados; Asmodean, probablemente. Si podía entregárselo en bandeja a los otros, tal vez tenía la posibilidad de volver a ocupar su puesto entre ellos. Empero, quedarse aquí estaba descartado. Si Aviendha fuera capaz de recordar cómo había creado el acceso, podría abrir otro, pero puesto que no tenía ni idea no les quedaba más remedio que utilizar éste, con trampa o sin ella.

Una de las amazonas, que llevaba en la pechera de la capa una insignia con un negro cuervo sobre una torre, tenía un rostro severo y unos oscuros ojos que parecían querer taladrarle el cráneo. La otra, más joven, más pálida y más baja, pero con porte más regio, lucía una insignia con la cabeza de un ciervo plateado en la capa verde. Los dedos de los guantes parecían demasiado largos; Rand sabía, por los laterales afeitados de su cabeza, que aquellos dedos de cuero cubrían unas uñas desmesuradamente largas y probablemente lacadas, ambas cosas indicativas de la nobleza seanchan. Los soldados estaban rígidos, tensos los rostros, pero los azules ojos del oficial centelleaban tras las mandíbulas del yelmo con forma de insecto, y sus dedos enguantados se retorcían en un fútil esfuerzo de alcanzar la espada.

A Rand le importaban poco esas personas, pero no quería dejar atrás a las damane. Por lo menos podría ofrecerles la oportunidad de escapar. Aunque lo estuvieran mirando como si él fuera una fiera enseñando los dientes, no habían elegido ser prisioneras y ser tratadas poco menos que como animales domésticos. Acercó la mano al collar de la que tenía más cerca y recibió una sacudida tan dolorosa que casi le dejó insensible el brazo; durante un instante el vacío vaciló y el saidin penetró, rugiente, en él a raudales, como la tormenta de nieve multiplicada por mil. El corto cabello rubio de la damane se agitó cuando la mujer se sacudió con su tacto y soltó un chillido; la sul’dam conectada a ella por el brazalete dio un respingo y se quedó lívida. Las dos se habrían desplomado si no las hubieran sostenido los flujos de Aire.