Выбрать главу

Esta orilla del Eldar no era mejor. Habían pasado tres campamentos de Capas Blancas antes de llegar al sitio donde se habían parado; eran centenares de tiendas blancas colocadas en ordenadas hileras, y tenía que haber más que no habían visto. Los Capas Blancas a este lado del río, y el Profeta y quizás algún tumulto a punto de estallar en el otro, y ella no tenía ni idea de adónde ir ni medio de transporte que los llevara allí excepto un lento carromato que avanzaba a paso de tortuga. Ojalá no se hubiera dejado convencer por Elayne para que abandonaran el carruaje. Al no ver ninguna planta lo bastante cerca para asestarle un varazo sin tener que desviarse, partió la cañaheja por la mitad una y otra vez, hasta que la hizo trozos pequeños que después tiró. Ojalá pudiera hacer lo mismo con Luca. Y con Galad Damodred, por obligarlas a huir. Y a al’Lan Mandragoran, por no estar allí. Y no es que ella lo necesitara, naturalmente. Pero su presencia habría sido… reconfortante.

El campamento estaba silencioso, con las cenas preparándose sobre pequeñas lumbres, al lado de los carromatos. Petro estaba alimentando a un león de negra melena, metiendo grandes trozos de carne a través de los barrotes con un palo. Las leonas ya daban buena cuenta de sus raciones sociablemente, soltando de vez en cuando un rugido si alguien se acercaba demasiado a la jaula. Nynaeve se paró cerca de la carreta de Aludra; la Iluminadora estaba trabajando con el mortero y el majador de madera sobre una mesa abatible, adosada a un costado del carromato, mascullando entre dientes sobre lo que quiera que estaba combinando. Tres de los Chavana dedicaron una sonrisa seductora a Nynaeve y le hicieron señas para que se reuniera con ellos. Ninguno de ellos era Brugh, que todavía estaba enfadado por lo de su labio, aunque ella le había dado un ungüento para que le bajara la hinchazón. A lo mejor si atizaba a los demás con igual contundencia harían caso a Luca —y, lo más importante, ¡a ella!— y comprenderían que no le gustaban sus sonrisas. Era una lástima que maese Valan Luca no siguiera sus propias recomendaciones. Latelle estaba cerca de la jaula de los osos; se volvió y le dedicó una sonrisa tirante, aunque más bien parecía una mueca de satisfacción. Pero, principalmente, Nynaeve observaba a Cerandin, que estaba limando las romas uñas de uno de los enormes s’redit grises con lo que parecía una herramienta adecuada para lijar metales.

—Ésa —dijo Aludra— sabe utilizar las manos y los pies con notable habilidad, ¿no? No me mires así, Nana —añadió mientras se sacudía las manos—. No soy tu enemiga. Toma, tienes que probar estos nuevos fósforos.

Nynaeve cogió cautelosamente la caja de madera de la oscura mano de la otra mujer. Era un pequeño recipiente cuadrado que podía sostener fácilmente con una mano, pero utilizó las dos.

—Creí que los llamabas mixtos.

—Tal vez sí y tal vez no. Fósforos denota que son mucho mejores que mixtos, ¿no te parece? He alisado los pequeños agujeros que sujetan los palitos para que así ya no se prendan en la madera. Una buena idea, ¿no? Y las cabezas son de un nuevo compuesto. ¿Los probarás y me dirás qué te parecen?

—Sí, por supuesto. Gracias.

Nynaeve se alejó deprisa, antes de que la mujer le diera otra caja. Sostenía aquella cosa como si fuera a explotar en cualquier momento, cosa que no estaba segura de que no pudiera ocurrir. Aludra había hecho que todos probaran sus mixtos o fósforos o comoquiera que decidiera llamarlos la próxima vez. Desde luego, encendían un fuego o una lámpara. Y también se prendían si las cabezas azulgrisáceas se frotaban entre sí o contra algo áspero. En lo que a ella concernía, prefería encender con yesquero o con un carbón prendido conservado adecuadamente en una caja de arena. Era mucho más seguro.

Juilin le salió al paso antes de que tuviera ocasión de llegar a la escalera del carromato que compartía con Elayne, y la vista del hombre fue directamente a su ojo hinchado. Nynaeve le asestó una mirada tan cortante que lo hizo retroceder un paso y destocarse rápidamente de aquel ridículo gorro cónico.

—He estado al otro lado del río —informó—. Hay unos cien Capas Blancas en Samara. Se limitan a vigilar con tanto interés a los soldados ghealdanos como éstos los vigilan a ellos. Pero reconocí a uno de ellos. Es el joven que estaba sentado al otro lado de la calle en Sienda, enfrente de La Luz de la Verdad.

Nynaeve sonrió y Juilin retrocedió otro paso, observándola con recelo. Así que Galad estaba en Samara. Era lo único que les faltaba.

—Qué noticias tan buenas traes siempre, Juilin. Deberíamos haberte dejado en Tanchico o, mejor aún, en el puerto de Tear. —Era un comentario muy injusto. Más valía que le hubiera advertido de la presencia de Galad que dejar que se topara con él al volver una esquina—. Gracias, Juilin. Por lo menos ahora sabemos que tenemos que andar ojo avizor con él.

En opinión de Nynaeve, el brusco asentimiento del hombre no era la respuesta más adecuada a sus palabras de agradecimiento dadas con tanta cortesía. Se marchó presuroso mientras se colocaba el gorro, como si esperara que fuera a golpearlo en cualquier momento. Los hombres no tenían modales.

El interior del carromato estaba mucho más limpio que cuando Thom y Juilin lo habían comprado. Habían rascado toda pintura desconchada —los dos hombres habían rezongado por tener que encargarse de ese trabajo— y a los armarios y la pequeña mesa que iba fija al suelo se les untó aceite y se los frotó hasta que brillaron. El pequeño hogar de ladrillos, con la chimenea metálica, no se había usado —las noches eran cálidas y, si empezaban a cocinar allí, Thom y Juilin volverían a torcer el gesto— pero servía muy bien para guardar sus posesiones de valor, como las bolsas de dinero y los cofrecillos con joyas. Nynaeve había metido la bolsa de gamuza que contenía el sello tan dentro del tubo metálico como pudo y no lo había vuelto a tocar desde entonces.

Elayne estaba sentada en una de las estrechas camas, metiendo algo debajo de las mantas, cuando Nynaeve entró, pero antes de que ésta tuviera tiempo de preguntarle qué hacía, la heredera del trono exclamó:

—¡Tu ojo! ¿Qué te ha pasado? —Su cabello necesitaba un lavado con jenpimienta otra vez; un tenue atisbo de color dorado asomaba en la raíz de los negros mechones. Había que hacerlo cada pocos días.

—Cerandin me dio un golpe cuando no estaba atenta —masculló la antigua Zahorí. El recordado sabor de la agrimonia y las hojas de ricino machacadas hizo que la lengua le salivara. No era ésa la razón de que hubiera dejado que Elayne acudiera también al último encuentro en el Tel’aran’rhiod; no estaba eludiendo a Egwene. Sólo que ella había hecho la mayoría de viajes al Mundo de los Sueños entre una y otra reunión con la muchacha y las Sabias, y era justo que diera a Elayne ocasión para practicar. Era por eso.

Con todo tipo de precauciones, soltó la caja de fósforos dentro de un armario, junto a otras dos. La que se había prendido había sido desechada hacía tiempo.

No sabía por qué estaba ocultando la verdad. Evidentemente, Elayne no había salido del carromato o en caso contrario ya lo sabría. Juilin y ella eran probablemente las únicas personas del campamento que lo ignoraban ahora que Thom le habría contado a Luca hasta el último detalle.

—Le… pregunté a Cerandin sobre las damane y las sul’dam. Estoy segura de que sabe más de lo que da a entender. —Hizo una pausa para que Elayne expresara en voz alta sus dudas de que hubiera preguntado y no exigido saber y para decir que la seanchan ya les había contado todo lo que sabía, que no había tenido mucho contacto con damane o sul’dam. Pero Elayne guardó silencio y Nynaeve comprendió que lo único que estaba haciendo era retrasar el momento de dar explicaciones buscando una discusión—. Se puso de muy mal humor protestando que no sabía nada más, así que la sacudí. Realmente te has excedido dándole confianzas. ¡Se atrevió a agitar el dedo delante de mi nariz! —Elayne siguió mirándola en silencio, sin pestañear. Nynaeve apartó la vista sin poder evitarlo mientras continuaba—: Me… lanzó por encima de su hombro de alguna manera. Me levanté y le di una bofetada, entonces ella me pegó un puñetazo que me tiró. Por eso tengo el ojo así. —Ya puesta, podía contarle el resto; de todos modos, Elayne no tardaría en enterarse, así que sería mejor que oyera su versión, aunque, a decir verdad, habría preferido arrancarse la lengua—. No iba a consentir que me tratara así, de modo que peleamos un poco más. —No hubo mucha pelea por su parte, aunque se negó a darse por vencida. La amarga verdad era que Cerandin sólo dejó de vapulearla y derribarla con estratagemas porque era como maltratar a una cría. Nynaeve había tenido tan pocas oportunidades de defenderse como si lo fuera realmente. Si no hubiera habido nadie observando, habría podido encauzar; en realidad estaba lo bastante furiosa para hacerlo. Pero había espectadores, claro. Ojalá Cerandin le hubiera dado de puñetazos hasta hacerla sangrar.