Выбрать главу

»Entonces Latelle le dio un palo. Ya sabes las ganas que me tiene Latelle. —Desde luego, no era necesario contar que, para entonces, Cerandin le tenía la cabeza metida debajo del fondo de una carreta. Nadie la había maltratado así desde que arrojó un cubo de agua a Neysa Ayellan, cuando tenía dieciséis años—. En fin, Petro puso fin a la pelea. —Y justo a tiempo. El hombretón las había agarrado a las dos por el cogote como si fueran gatitos—. Cerandin se disculpó y eso es todo. —Petro había hecho que la seanchan se disculpara, cierto, pero también obligó a Nynaeve a hacer lo mismo, sin aflojar los dedos de su cuello hasta que se disculpó. Le había dado puñetazos con todas sus fuerzas, en pleno estómago, pero el hombre ni siquiera se inmutó, y Nynaeve se temía que la mano también se le iba a hinchar—. No pasó gran cosa, realmente, aunque supongo que Latelle intentará contar las cosas a su modo. A ella es a quien debería sacudir. Por lo visto no le aticé tan fuerte como tendría que haberlo hecho.

Se sintió mejor al confesar la verdad, pero en el semblante de Elayne se reflejaba una expresión de duda que la hizo querer cambiar de tema.

—¿Qué estabas escondiendo? —Alargó la mano y retiró la manta, dejando a la vista la cadena plateada del a’dam que les había entregado Cerandin—. En nombre de la Luz, ¿para qué quieres mirar esa cosa? ¿Y por qué lo escondiste? Es repulsivo, y no entiendo cómo eres capaz de tocarlo, pero si deseas hacerlo, depende exclusivamente de ti.

—No seas tan gazmoña —contestó Elayne. Esbozó lentamente una sonrisa y un leve rubor de excitación le tiñó las mejillas—. Creo que podría hacer uno.

—¡Hacer uno! —Nynaeve bajó el tono, confiando en que nadie apareciera por allí para ver cuál de las dos estaba matando a la otra, pero no por ello su voz sonó menos dura—. ¡Luz! ¿Por qué? Haz antes un pozo de letrina o un estercolero. Al menos esas cosas tienen una utilidad decente.

—En realidad no tengo intención de hacer un a’dam. —Elayne mantenía una postura erguida, con la barbilla levantada con aquel frío estilo tan propio de ella. Parecía ofendida y mostraba una helada calma—. Pero es un ter’angreal y he desentrañado cómo funciona. Te vi asistir al menos a una clase sobre la coligación. El a’dam vincula a las dos mujeres; ésa es la razón de que la sul’dam tenga que ser una mujer que también pueda encauzar. —Frunció el entrecejo levemente—. Sin embargo, es una extraña ligazón. Diferente. En lugar de ser algo compartido por dos o más, con una de guía, en realidad es una quien tiene todo el control. Creo que tal es el motivo de que una damane no pueda hacer nada que la sul’dam no quiera que haga. No creo que la cadena sea en absoluto necesaria. El collar y el brazalete funcionarían también sin ella, y con los mismos resultados.

—Funcionarían también —repitió con timbre seco Nynaeve—. Has estudiado mucho el tema para no tener intención de construir uno. —La joven ni siquiera tuvo la decencia de enrojecer—. ¿Y qué uso le darías? No diré que tomaría a mal que pusieras uno alrededor del cuello de Elaida, pero eso no lo hace menos repug…

—¿Es que no lo entiendes? —la interrumpió la heredera del trono, cuya altanería había desaparecido eclipsada por la excitación y el entusiasmo. Se inclinó para poner la mano sobre la rodilla de Nynaeve, y sus ojos resplandecían de lo satisfecha que se sentía de sí misma—. Es un ter’angreal, y creo que sé cómo hacer uno. —Pronunció cada palabra con una lentitud deliberada, y después se echó a reír y prosiguió, casi atropellándose—: Si soy capaz de hacer éste, también podré hacer otros. Tal vez incluso esté capacitada para hacer angreal y sa’angreal. ¡Hace miles de años que no ha habido en la Torre nadie capaz de algo así! —Se enderezó, tuvo un escalofrío, y se puso los dedos sobre los labios.

»Jamás imaginé que crearía nada por mí misma. Nada útil. Recuerdo una vez que vi un artesano, un hombre que había fabricado unas sillas para palacio. No llevaban dorados ni estaban muy talladas pues eran para los aposentos de la servidumbre, pero advertí en sus ojos un brillo enorgullecido. Se sentía orgulloso de lo que había hecho, algo bien realizado. Creo que me encantaría tener esa sensación. Oh, si tuviera aunque sólo fuera una parte de los conocimientos que poseen los Renegados… Todos esos conocimientos de la Era de Leyenda en sus cabezas, y los utilizan para servir a la Sombra. Imagina lo que podríamos hacer, lo que podríamos llevar a cabo. —Respiró hondo y dejó caer las manos en el regazo, sin perder el entusiasmo—. En fin, dejando eso a un lado, apuesto a que también podría descifrar cómo se construyó Puente Blanco. Edificios cual encaje de cristal pero más resistente que el acero. Y el cuendillar, y…

—Para el carro —dijo Nynaeve—. Puente Blanco está a ochocientos o novecientos kilómetros de aquí, y si piensas que vas a encauzar en el sello, estás equivocada. ¿Quién sabe lo que podría ocurrir? Se queda en su bolsa, en la chimenea, hasta que encontremos un lugar más seguro para guardarlo.

La ansiedad de Elayne resultaba chocante. A Nynaeve no le habría importado, ni mucho menos, poseer un poco de los conocimientos de los Renegados, pero si necesitaba una silla, se la encargaba a un carpintero. Nunca había sentido la necesidad de elaborar nada, aparte de ungüentos y pociones. Cuando tenía doce años, su madre había renunciado a intentar enseñarle a coser después de que resultara evidente que le importaba poco si hacía una costura recta o torcida y que no había forma de convencerla para que le importara. En cuanto a cocinar… De hecho, se consideraba una aceptable cocinera, pero el asunto era que sabía lo que era trascendente. Curar era importante. Cualquier hombre podía construir un puente, y, por ella, que lo hiciera.

—Con todo ese parloteo tuyo sobre el a’dam casi me olvido de una cosa —continuó—. Juilin vio a Galad al otro lado del río.

—Maldición —rezongó Elayne, y al ver que Nynaeve enarcaba las cejas, agregó firmemente—: No pienso aguantar un sermón sobre mi forma de hablar, Nynaeve. ¿Qué vamos a hacer?

—Tal y como están las cosas, podemos quedarnos en esta ribera y aguantar la vigilancia de los Capas Blancas, que se preguntarán por qué nos separamos de la compañía, o podemos cruzar el puente y confiar en que el Profeta no provoque un tumulto y que Galad no nos denuncie, o también podemos intentar comprar un bote de remos y huir río abajo. Ninguna de las opciones es muy buena. Además, Luca querrá que le paguemos los cien marcos. De oro. —Procuró no ponerse ceñuda, pero aquello todavía le picaba—. Se lo prometiste, y supongo que no sería honrado escabullirnos sin pagarle. —Lo haría sin dudar si hubiera adónde ir.