—Viejo estúpido —rezongó. Al ver que Barim daba un respingo, añadió—: Tú no. Hablaba de otro necio vejestorio. —Nada de esto era ya asunto suyo, excepto decidir de qué lado se ponía la casa Bryne llegado el momento. Tampoco es que le importara a nadie, salvo para saber si tenían que atacarlo o no. Bryne nunca había sido una casa poderosa ni grande.
—Eh…, mi señor —Barim miró a los hombres que esperaban con sus caballos—. ¿Creéis que podríais necesitarme?
Así, sin preguntar siquiera por qué o dónde. Al parecer no era el único que estaba aburrido de la vida campestre.
—Alcánzanos cuando hayas recogido tu equipo. Nos dirigimos hacia el sur, por la calzada de los Cuatro Reyes.
Barim saludó y se marchó presuroso, tirando de las riendas del caballo.
Bryne montó, hizo un gesto con el brazo sin pronunciar palabra, y los hombres se colocaron en columna de a dos detrás de él mientras avanzaban por el camino flanqueado de robles. Estaba dispuesto a obtener respuestas, aunque para ello tuviera que coger a la tal Mara del cogote y sacudirla hasta sacárselas.
La Gran Señora Alteima se tranquilizó cuando las puertas del palacio real de Andor se abrieron y su carruaje las cruzó. No las había tenido todas consigo respecto a que se le franqueara la entrada. La espera se había alargado el tiempo suficiente para despachar una nota, y más aun para tener una respuesta. Su doncella, una chica delgada conseguida allí, en Caemlyn, miraba todo con ojos desorbitados, pero brincaba en el asiento opuesto por la excitación que le producía entrar en palacio.
Alteima abrió con brusquedad el abanico e intentó refrescarse un poco. Todavía faltaba bastante para el mediodía, de modo que el calor aún aumentaría bastante. ¡Y pensar que siempre había imaginado Andor como un lugar fresco! Hizo un último y rápido repaso de lo que pensaba decir. Era una mujer bonita —sabía exactamente en qué medida— con unos grandes ojos castaños que hacían que algunas personas la consideraran, erróneamente, inocente e incluso inofensiva. Ella sabía que no era ninguna de las dos cosas, pero le convenía que otros lo creyeran. Especialmente allí, ese día. El carruaje le había costado casi el último oro que había conseguido llevarse en su huida de Tear. Si quería tener alguna posibilidad de recobrar su posición, necesitaba amigos poderosos, y no había nadie más poderoso en Andor que la mujer a quien iba a ver.
El carruaje se paró cerca de una fuente, en un patio rodeado de columnas, y un lacayo con librea roja y blanca se apresuró a abrir la puerta. Alteima apenas si echó una ojeada al hombre; su mente estaba totalmente concentrada en la entrevista que iba a tener lugar. El negro cabello, sujeto por un ajustado tocado de perlas, le colgaba hasta la mitad de la cintura; también las perlas adornaban los finos pliegues del vestido de seda, con cuello alto, de un tono verde desvaído. Había visto a Morgase en una ocasión, brevemente, cinco años atrás, durante una visita de estado. Era una mujer que irradiaba poder, tan reservada y majestuosa como cabía esperarse de una reina; y también solemne, al estilo andoreño. O, lo que era lo mismo, afectada. Los rumores que corrían por la ciudad sobre que tenía un amante —un hombre poco apreciado por el pueblo, al parecer— no encajaba bien con esa imagen. Sin embargo, por lo que Alteima recordaba, el vestido de etiqueta —y el alto cuello— le gustarían a Morgase.
Tan pronto como los escarpines de Alteima tocaron los adoquines del suelo, la doncella, Cara, bajó de un salto y empezó a arreglar con excesivos aspavientos los minúsculos pliegues del vestido de su señora, hasta que Alteima cerró bruscamente el abanico y la golpeó con él en la muñeca; un patio no era lugar para hacer eso. Cara —qué nombre tan estúpido— retrocedió con un respingo y se agarró la muñeca con expresión dolida, al borde de las lágrimas.
Alteima apretó los labios en un gesto de irritación. La chica ni siquiera sabía asumir una suave reprimenda. Se había estado engañando; la muchacha no daría la talla, y es que, obviamente, no estaba preparada para su trabajo. Pero una dama tenía que tener doncella, sobre todo si quería diferenciarse de la masa de refugiados que había en Andor. Había visto hombres y mujeres trabajando al sol, incluso mendigando por las calles, vestidos todavía con restos de atuendos de la nobleza cairhienina. Le pareció reconocer a una o dos. Tal vez debía haber tomado alguna de ellas a su servicio; ¿quién iba a saber mejor que una dama las obligaciones de una doncella? Y, puesto que se veían obligadas a realizar las labores más duras, habrían aprovechado de buena gana la oportunidad. Habría sido muy divertido tener de doncella a una antigua «amiga», pero ya era demasiado tarde. Y una criada inexperta, una chica del lugar, apuntaba con bastante claridad que Alteima estaba al borde de sus recursos, a un solo paso de convertirse en otra mendiga.
Adoptó una actitud de preocupada afabilidad.
—¿Te he hecho daño, Cara? —preguntó dulcemente—. Quédate aquí, en el carruaje, y alivia tu muñeca. Estoy segura de que alguien te traerá un poco de agua fría para beber.
La necia gratitud reflejada en el rostro de la muchacha fue increíble.
Los lacayos vestidos con libreas, bien adiestrados, permanecían de pie, impasibles, como si no vieran nada, pero se correría la voz sobre su amabilidad o es que Alteima no sabía nada respecto a la servidumbre.
Un hombre joven, con la chaqueta roja de cuello blanco y el bruñido peto de la Guardia Real, apareció ante ella e hizo una reverencia con la mano apoyada en la empuñadura de la espada.
—Soy Tallanvor, teniente de la guardia, Gran Señora. Si tenéis la bondad de acompañarme, os escoltaré a presencia de la reina Morgase. —Le ofreció un brazo, que ella aceptó, aunque apenas si reparó en él. No le interesaban los militares a no ser generales y lores.
Mientras la conducía por amplios pasillos llenos de atareados hombres y mujeres con uniformes de servicio —pusieron gran cuidado en no obstruir el paso de la noble, naturalmente— Alteima examinó disimuladamente las exquisitas colgaduras, los arcones y bargueños taraceados con marfil, los jarrones y cuencos repujados en oro y plata o de fina porcelana de los Marinos. El palacio real no exhibía tanta riqueza como la Ciudadela de Tear, pero Andor era un país rico, quizá tanto como Tear. Lo que le convenía era un lord de edad avanzada, manejable para una mujer todavía joven, quizás un poco débil y enfermizo. Y con vastas propiedades. Eso sería un principio, mientras descubría con exactitud dónde se manejaban los hilos del poder en Andor. Unas cuantas palabras intercambiadas con Morgase hacía unos cuantos años no eran gran cosa como introducción, pero Alteima tenía lo que una poderosa reina quería y necesitaba: información.
Finalmente, Tallanvor la hizo pasar a una gran sala de estar, con pájaros, nubes y cielo abierto pintados en el alto techo y en la que había unas sillas doradas y de ornamentada talla situadas frente a una chimenea de mármol blanco. Una parte de la mente de Alteima constató, divertida, que la gran alfombra roja y dorada era de manufactura teariana. El joven oficial hincó la rodilla.
—Mi reina —dijo con una voz repentinamente ronca—, como me habéis ordenado, os traigo a la Gran Señora Alteima, de Tear.
Morgase lo despidió con un ademán.