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—… y no voy a permitirte que me rebajes, que hagas de menos mis propias decisiones al querer hacerte responsable por ellas. He tenido pocas amigas, pero casi todas poseían el mismo temperamento que un espectro de nieve.

—Ojalá volvieras a ser mi amiga. —¿Qué demonios sería un espectro de nieve? Algo de otra Era, sin duda—. Jamás fue mi intención rebajarte, Birgitte. Sólo…

Birgitte no prestaba atención a sus palabras, salvo para alzar más la voz. Aparentemente estaba absorta en los astiles de flecha.

—Me gustaría sentir aprecio por ti otra vez, tanto si fuera correspondido como si no, pero me es imposible mientras no seas tú misma. Admitiría convivir con una infeliz llorona y empalagosa si fuera ésa tu forma de ser. Acepto a la gente como es, no como me gustaría a mí que fuera, o si no, las dejo. Pero tú no eres de ese modo, y no admitiré tus razones para comportarte de otra forma. Bien. Clarine me contó tu pelea con Cerandin, así que ahora sabré qué hacer la próxima vez que te empeñes en reclamar como tuyas mis propias decisiones. —Sacudió enérgicamente en el aire un trozo de madera de fresno—. Seguro que a Latelle le encantaría facilitarme la vara.

Nynaeve se obligó a aflojar la tensión de las mandíbulas y adoptar un tono de voz lo más suave posible:

—Tienes perfecto derecho a hacer conmigo lo que quieras. —Los puños apretados sobre la falda le temblaron más que la voz.

—Vaya, ¿es eso un atisbo de genio? ¿Una chispa de rabia? —Birgitte le sonrió con un gesto entre divertido y alarmantemente fiero—. ¿Cuánto falta para que estalle en llamas? Estoy dispuesta a dar tantos azotazos como sean necesarios. —La mueca burlona dio paso a una expresión seria—. Una de dos: o te hago comprender la realidad de lo que ocurre o te obligaré a marcharte. No hay otra alternativa. No puedo, ni quiero, abandonar a Elayne. Ese vínculo me honra y yo haré honor a él, y también a ella. No consentiré que creas que tomas las decisiones por mí ni que las tomaste en algún momento. Soy una persona, no un apéndice tuyo. Y ahora, puedes irte. He de terminar estas flechas si quiero disponer al menos de unas cuantas que sigan un curso exacto en el aire. No tengo intención de matarte, y no me gustaría que ocurriera por accidente. —Destapó el bote de pegamento y se inclinó sobre la mesa—. No te olvides de hacer una reverencia como una buena chica antes de salir.

Nynaeve llegó hasta el pie de la escalerilla y entonces se golpeó el muslo con el puño cerrado, furiosa. ¿Cómo se atrevía esa mujer? ¿Es que creía que podía tratarla como…? ¿Pensaba que ella iba a aguantar…? «Creías que podía hacer lo que le diera la gana contigo», le susurró una vocecilla dentro de la cabeza. «Dije que podía matarme si quería —replicó, rabiosa—. ¡No humillarme!» ¡A no mucho tardar, todo el mundo estaría amenazándola con esa maldita seanchan!

No había nadie en los carromatos, excepto unos pocos encargados de los caballos que hacían guardia, cerca de la alta valla de lona que había sido levantada alrededor del recinto donde se ofrecería el espectáculo. Desde la gran pradera de hierba agostada, a casi un kilómetro de Samara, la gris muralla de piedra de la ciudad se veía con claridad, con los cuadrados torreones de las puertas y los tejados de bálago o tejas de unos pocos edificios altos asomando por encima. Fuera de la muralla, varios poblados de chozas y toscas chabolas crecían como hongos en todas direcciones, abarrotados por los seguidores del Profeta, que habían esquilmado de árboles varios kilómetros a la redonda ya fuera para construir o bien para hacer lumbres.

La entrada al recinto del espectáculo para los espectadores estaba en el lado opuesto, pero dos de los mozos, armados con sólidos garrotes, se hallaban apostados al otro lado para disuadir a cualquiera que pretendiera colarse sin pagar por el acceso que utilizaban los miembros de la compañía. Nynaeve había llegado casi ante ellos, caminando con largas zancadas mientras mascullaba entre dientes, enrabietada, cuando sus estúpidas sonrisas la hicieron caer en la cuenta de que todavía llevaba el chal sujeto en el doblez de los brazos. La mirada que les asestó les borró la sonrisita de golpe. Sólo entonces se cubrió con el chal, sin apresuramientos; no estaba dispuesta a que esos patanes creyeran que sus muecas la obligarían a chillar y a brincar del susto. El delgaducho, que tenía una nariz que le ocupaba la mitad de la cara, sostuvo abierta la entrada de la lona y Nynaeve pasó y se sumergió en un pandemónium.

La gente se amontonaba por doquier en ruidosos apiñamientos de hombres, mujeres y niños cual ríos parlanchines que se desplazaban de una atracción a la siguiente. Todas las actuaciones, excepto los s’redit, se llevaban a cabo sobre plataformas que Luca había mandado hacer. Los mastodontes de Cerandin acaparaban el mayor número de espectadores; los inmensos animales grises estaban haciendo equilibrios sobre las patas delanteras, incluso la cría, con los largos apéndices nasales levantados sinuosamente, en tanto que los perros de Clarine contaban con el grupo más reducido de asistentes a pesar de las piruetas hacia atrás y los saltos que daban unos por encima de los otros. Mucha gente se detenía a contemplar los leones y los peludos caparis en sus jaulas, los venados de extrañas cuernas procedentes de Arafel, Saldaea y Arad Doman, y las aves de coloridos plumajes originarias de la Luz sabía dónde, así como unas criaturas de andares bamboleantes, cubiertas de un pelaje marrón, con grandes ojos y redondas orejas que estaban sentadas comiendo plácidamente las hojas de ramas que aferraban entre las patas delanteras. Luca situaba la procedencia de estos animales en diferentes lugares —seguramente porque la ignoraba— y todavía no había encontrado un nombre para designarlos que le complaciera. Una serpiente enorme, de la zona pantanosa de Illian, tan larga como la altura sumada de cuatro hombres, provocaba casi tantos respingos como los propios s’redit a pesar de que se limitaba a estar tumbada, aparentemente dormida; para Nynaeve fue una satisfacción comprobar que los osos de Latelle, que en ese momento estaban encaramados a unas grandes bolas de madera roja, haciéndolas girar con las patas traseras, atraían casi tan poco público como los perros. Esta gente podía ver osos en sus propios bosques, aunque éstos tuvieran el careto blanco.

El vestido de lentejuelas negras de Latelle resplandecía con la luz del sol vespertino. El verde de Cerandin y el azul de Clarine brillaban igualmente, aunque ninguno de los dos tenía tantas lentejuelas como el de Latelle; sin embargo, todos ellos tenían un cuello alto hasta la barbilla. Por supuesto, Petro y los Chavana actuaban vestidos sólo con calzones ajustados de un fuerte color azul, aunque era para que se vieran sus músculos. Era comprensible. Los acróbatas estaban encaramados unos sobre los hombros de los otros, formando una torre de cuatro. No muy lejos, el hombre forzudo cogió una barra larga, rematada a cada extremo por una bola de hierro —habían hecho falta dos hombres para llevar el artilugio a la plataforma— y de inmediato se puso a girarlo entre las gruesas manos, incluso dándole vueltas alrededor del cuello y sobre la espalda.

Thom hacía juegos malabares con fuego, y también se lo tragaba. Ocho bastones prendidos formaban un círculo perfecto en el aire; luego, de repente, el juglar tenía cuatro en cada mano, con uno sobresaliendo en cada grupo. Dirigiendo diestramente hacia su boca cada punta prendida, una por una, daba la impresión de tragarse las llamas y poco después sacaba el bastón apagado, con una expresión de satisfacción como si acabara de comer algo sabroso. Nynaeve no lograba imaginar cómo conseguía que el bigote no se le quemara, por no mencionar la boca. Un giro de muñecas, y los bastones apagados volvieron a prenderse en un abanico. Un instante después, formaban dos círculos interconectados por encima de su cabeza. Llevaba la misma capa marrón de siempre, aunque Luca le había dado una roja con lentejuelas. Por el modo en que Thom enarcó las cejas al verla pasar, no entendía por qué lo miraba con irritación. ¡Así que llevaba su propia capa!