Выбрать главу

No era el más indicado para hablar así, pensó Nynaeve. Puede que los shienarianos vistieran apropiadamente, pero todavía se ponía colorada al recordar que en ese país los hombres y las mujeres se bañaban juntos cada dos por tres, sin darle importancia, con tanta naturalidad como si estuvieran compartiendo una comida.

—¿Es que vuestra madre no os enseñó nunca a hablar bien, hombre? —El ojo de Ino se estrechó y le asestó una mirada tan funesta como la del falso. En Fal Dara tanto él como todos los demás la habían tratado como a una noble. Por supuesto, resultaba difícil hacerse pasar por una dama con este vestido y con el cabello de un color que no podía ser jamás natural. Se ajustó el chal y cruzó los brazos para sujetarlo bien. La lana gris resultaba muy incómoda con este calor tan seco, si bien ella estaba empapada; no sabía de nadie que hubiese muerto por sudar demasiado, pero pensó que quizás ella podría ser la primera—. ¿Qué hacéis aquí, Ino?

El soldado miró en derredor antes de responder. No era una precaución necesaria, ya que apenas había gente ni vehículos transitando por el camino —alguno que otro carro de bueyes, unas cuantas personas con ropas de campesinos o incluso más bastas, y un jinete aquí y allí— y ninguno de ellos parecía deseoso de acercarse más de lo estrictamente necesario a Ino. Parecía la clase de hombre capaz de cortarle el cuello a uno por capricho.

—La mujer de azul nos dio un nombre de mujer en Jehannah, y nos dijo que esperáramos allí hasta que enviara instrucciones, pero la mujer de Jehannah estaba muerta y enterrada cuando llegamos. Era vieja. Murió mientras dormía, y ninguno de sus familiares había oído nunca el nombre de la mujer de azul. Entonces Masema empezó a hablarle a la gente, y… En fin, no tenía sentido quedarse allí aguardando órdenes que nunca recibiríamos aun en el caso de que llegaran. Nos hemos quedado cerca de Masema porque nos pasa dinero suficiente para ir tirando, aunque ninguno de nosotros, excepto Bartu y Nengar, hace caso a sus tonterías. —El mechón canoso se meció al sacudir la cabeza con irritación.

De repente Nynaeve se dio cuenta de que no había introducido en toda la parrafada ni una sola palabra malsonante. El soldado parecía a punto de tragarse la lengua.

—Bueno, quizá no me importaría mucho si fueseis capaz de maldecir sólo de vez en cuando. —Nynaeve suspiró—. Digamos una cada dos frases, ¿os parece? —Ino le sonrió con tanto agradecimiento que tuvo que contenerse para no levantar las manos en un gesto exasperado—. ¿Cómo es que Masema dispone de dinero y el resto de vosotros no? —Recordaba a Masema: un hombre sombrío y seco a quien no le gustaba nada ni nadie.

—¡Vaya, porque es el jodido Profeta al que viene a oír hablar todo el mundo! —Daba la impresión de que estaba contando las frases. Nynaeve respiró profundamente; el hombre iba a seguir su recomendación al pie de la letra—. Puede que os consiga un maldito barco, si queréis uno. En Ghealdan, lo que el Profeta quiere por lo general lo tiene. No, siempre lo consigue al final, de un modo u otro, maldición. Ese hombre era un buen soldado, pero ¿quién habría imaginado que se iba a convertir en lo que es? —Su mirada ceñuda abarcó todos los toscos poblados y la gente, incluso los espectáculos y la ciudad.

Nynaeve vaciló. ¿De modo que el Profeta que provocaba desórdenes y levantaba a la chusma era Masema? Empero, predicaba la llegada del Dragón Renacido. Casi habían llegado a las puertas de la ciudad y todavía disponía de un rato antes de quedarse quieta como un poste y dejar que Birgitte le disparara flechas. Luca se había disgustado mucho cuando la arquera insistió en que se la llamara Merian. Si Masema pudiera encontrar un barco que se dirigiera río abajo… Ese mismo día, tal vez. Por otro lado, estaban los disturbios. Si, como solía ocurrir, los rumores exageraban, entonces sólo habían muerto unos centenares de personas en las villas y ciudades más al norte. Sólo unos centenares.

—Pero no le recordéis que tenéis algo que ver con esa puñetera isla —continuó Ino mientras la miraba, caviloso. Ahora que lo pensaba, Nynaeve cayó en la cuenta de que probablemente él no sabía cuál era en realidad la relación que tenía con Tar Valon. Después de todo, las mujeres iban allí en busca de ayuda o consejos, no sólo para convertirse en Aes Sedai. El hombre era consciente de que estaba involucrada de algún modo, pero nada más—. No es mucho más amistoso con las mujeres de allí de lo que lo son los condenados Capas Blancas. Si mantenéis la boca cerrada respecto a eso, a buen seguro lo pasará por alto. Para alguien que es del mismo pueblo que el lord Dragón, Masema es muy capaz de hacer construir un jodido barco.

La gente era más numerosa en las puertas de la ciudad, a las que flanqueaban unos achaparrados torreones grises, y por ellas salían y entraban montones de hombres y mujeres, ya fuera a pie o a caballo, con todo tipo de atuendos, desde harapos a chaquetas y vestidos de seda repujada. Las propias puertas, gruesas y reforzadas con bandas de hierro, estaban abiertas y vigiladas por una docena de piqueros que lucían túnicas de láminas superpuestas como escamas y se tocaban con cascos de acero de ala plana. De hecho, los guardias estaban más pendientes de los seis Capas Blancas que deambulaban ociosamente por los alrededores que de cualquier otra cosa. Eran los hombres de níveas capas y bruñidos petos quienes vigilaban a la gente que iba y venía.

—¿Os han causado muchos problemas los Capas Blancas? —preguntó la mujer en voz baja.

Ino frunció los labios como si fuera a escupir, pero al mirarla cambió de idea.

—¿Y dónde no los causan esos bastardos? Había una mujer en uno de esos espectáculos ambulantes que hacía trucos, juegos de mano. Hace cuatro días, una condenada turba de palominos sin redaños, cabezas de chivo, arrasaron el espectáculo. —¡Valan Luca no había hecho la menor mención de ese suceso!—. ¡Paz! Querían a la mujer. Se la acusó de ser —asestó una mirada furibunda a la gente que pasaba ante ellos y bajó la voz— una Aes Sedai. Y una Amiga Siniestra. Le rompieron el jodido cuello mientras le llevaban a la horca, según oí contar, pero de todos modos colgaron su cadáver. Masema hizo decapitar a los cabecillas, pero fueron los Capas Blancas los que incitaron a la condenada turba. —Su gesto ceñudo encajaba perfectamente con el ojo pintado en el parche—. Ha habido demasiados ahorcamientos y decapitaciones, si queréis mi opinión. El maldito Masema es tan jodidamente fanático como los puñeteros Capas Blancas en lo tocante a encontrar Amigos Siniestros hasta debajo de las piedras.

—Una cada dos frases —lo reprendió, y el hombre se puso colorado.

—¡En qué estaré pensando! —rezongó a la par que se detenía—. No puedo conduciros ahí dentro. Hay un ambiente mezcla de fiesta y de algarada, con un cortabolsas cada dos pasos, y es peligroso para una mujer salir a la calle después de oscurecer. —Parecía más escandalizado por eso que por el resto; en Shienar, una mujer estaba segura en cualquier lugar a cualquier hora (sin contar a los trollocs y los Myrddraal, claro) y cualquier hombre moriría para que fuera así—. No, no es seguro. Os llevaré de vuelta. Cuando encuentre un modo de hacerlo, iré a buscaros.

Eso fue lo que colmó su paciencia y lo que la decidió. Tirando del brazo para soltarse antes de que el hombre se lo agarrara con fuerza, apretó el paso hacia las puertas.

—Vamos, Ino, y no te retrases. Si te quedas rezagado, no te esperaré.

El hombre la alcanzó en dos zancadas al tiempo que mascullaba entre dientes sobre la terquedad de las mujeres. Una vez que Nynaeve comprobó que ése era el tema de sus rezongos y que, aparentemente, Ino no creía que su admonición contra las palabras malsonantes fuera aplicable cuando hablaba consigo mismo, dejó de prestar atención.

39

Encuentros en Samara

Los Capas Blancas que estaban en las puertas no prestaron más atención a Ino y a Nynaeve que al resto de la multitud que iba y venía, lo que significaba una penetrante mirada, fría, desconfiada e inquisitoria, pero rápida. Tanta gente hacía imposible cualquier otro tipo de control, y tal vez también tenían que ver en ello los guardias con armadura de láminas imbricadas.