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—La calle a la que da la fachada estará repleta de imbéciles que esperan atisbar a Masema tras una puñetera ventana. —Ino mantenía un tono lo bastante bajo para que sólo lo oyera Nynaeve—. La única forma de entrar es por la parte posterior. —Guardó silencio cuando estuvieron bastante cerca para que los hombres armados pudiesen escucharlo.

Dos de ellos eran soldados con yelmos y armaduras de láminas imbricadas, con espadas a la cintura y lanzas en la mano, pero fueron los otros quienes observaron de hito en hito a los tres recién llegados mientras toqueteaban sus armas. Sus ojos eran inquietantes, demasiado penetrantes, casi febriles. Por una vez, a Nynaeve le habría gustado ver una mirada libidinosa. A estos hombres les daba igual si era una mujer o un caballo.

Sin pronunciar palabra, Ino y Ragan desabrocharon los correajes que sujetaban sus espadas a la espalda y le tendieron las armas, así como las dagas, a un hombre de mejillas orondas que podría haber sido antaño un tendero a juzgar por su traje azul de lana. Las limpias ropas habían sido de calidad, pero estaban muy desgastadas, y arrugadas como si hubiera dormido con ellas durante un mes seguido. Saltaba a la vista que conocía a los shienarianos, y aunque miró con el ceño fruncido a Nynaeve, en especial a su cuchillo del cinturón, señaló con la cabeza, sin decir palabra, una estrecha puerta de madera que había en el muro de piedra. Aquello era quizá lo más chocante de todo, que ninguno de ellos pronunciaba una sola palabra.

Al otro lado del muro había un pequeño patio donde las malas hierbas crecían entre los adoquines. La alta casa de piedra —tres amplios pisos de un color gris pálido, con anchas ventanas, aleros y gabletes tallados en volutas y tejado de tejas rojo oscuro— debía de haber sido una de las mejores de Samara. Una vez que el portón se cerró tras ellos, Ragan dijo quedamente:

—Ha habido intentos de asesinar al Profeta.

Nynaeve tardó unos segundos en comprender que le estaba explicando la razón de que les hubieran retirado las armas.

—Pero vosotros sois sus amigos —protestó—. Todos seguisteis a Rand hasta Falme. —No le daba la gana llamarlo lord Dragón.

—Por eso nos permiten entrar, maldita sea —replicó con tono seco Ino—. Os dije que no vemos todas las cosas del mismo modo que… el Profeta. —La ligera pausa y la rápida ojeada hacia el portón para comprobar si había alguien escuchando fueron muy reveladoras. Hasta entonces lo había llamado Masema, y, a todas luces, Ino no era de los que refrenaban la lengua fácilmente.

—Por una vez, tened cuidado con lo que decís —le advirtió Ragan a la mujer—, y a buen seguro tendréis la ayuda que queréis.

Nynaeve asintió con tanta avenencia como podría desear cualquiera —sabía reconocer lo que era de sentido común cuando se lo decían aunque no hubiera pedido opinión— pero Ragan e Ino intercambiaron una mirada de incertidumbre. Como siguieran así, los iba a meter en el mismo saco con Thom y Juilin y a cortar todo lo que sobresaliera.

Por buena que fuera la casa, la cocina estaba polvorienta y desierta salvo por una mujer huesuda de cabello canoso, cuyo sencillo vestido gris y blanco delantal eran lo único limpio que se veía mientras cruzaron la estancia. La anciana apenas si levantó la vista del cazo de sopa que cocía sobre una pequeña lumbre en uno de los anchos fogones de piedra para verlos pasar. Dos cazuelas abolladas colgaban de ganchos donde podría haber habido veinte, y sobre la amplia mesa había una bandeja lacada en azul, con un descascarillado cuenco de loza.

Más allá de la cocina, unas colgaduras moderadamente elegantes decoraban las paredes. Nynaeve había desarrollado ciertos conocimientos durante el último año, y esas escenas de banquetes y cacerías de venados, osos y jabalíes sólo podían calificarse de buenas, no de excelentes. Sillas, mesas y arcones se alineaban en las paredes; los muebles estaban lacados en oscuro, con marmoleado rojo e incrustaciones de nácar. También las colgaduras y el mobiliario tenían polvo, y el suelo de baldosas rojas y blancas sólo había recibido una ligera pasada con bayeta. Las telarañas decoraban los rincones y las cornisas de los altos techos de escayola.

No vieron a ningún otro sirviente —ni a nadie— hasta que toparon con un tipo flaco que estaba sentado en el suelo, al lado de una puerta abierta; la mugrienta chaqueta de seda roja era demasiado grande para él y no encajaba con la sucia camisa y los raídos calzones de lana. El cuero de las botas estaba agrietado, y una de las suelas tenía un buen agujero; por la puntera de la otra asomaba el dedo gordo del hombre. Al verlos, levantó una mano y susurró:

—¿La Luz os ilumine y que el nombre del lord Dragón sea alabado? —Dio una entonación interrogante a la frase mientras torcía quejosamente la cara, tan sucia como la camisa, aunque por lo visto era su forma de hablar—. ¿No se puede molestar al Profeta ahora? ¿Está ocupado? ¿Tendréis que esperar un poco?

Ino asintió pacientemente y Ragan se recostó contra la pared; obviamente ya habían pasado por lo mismo antes. Nynaeve ignoraba qué había esperado del Profeta, ni siquiera ahora que sabía quién era, pero, desde luego, no suciedad. Esa sopa le había olido a repollo y patatas, ni mucho menos la comida de un hombre que tenía a toda una ciudad bailando a su son. Y únicamente dos criados, los cuales podrían haber salido de las chozas más pobres que había en las afueras de la ciudad.

El flaco guardia, si es que era tal —no tenía armas; quizá no se fiaban de que las llevara—, no hizo objeción cuando Nynaeve se movió hasta donde podía ver a través de la puerta. El hombre y la mujer que estaban dentro no podían ser más distintos. Masema se había afeitado la cabeza del todo, incluso el mechón de la coronilla, y su chaqueta era de sencilla lana marrón, muy arrugada pero limpia, aunque el cuero de las botas de caña alta estaba arañado. Los hundidos ojos le otorgaban una expresión ceñuda a su mirada, permanentemente áspera, y una cicatriz trazaba un pálido triángulo en la curtida mejilla, casi un calco de la Ragan, sólo que más desdibujada por la edad y por estar un pelo más cerca del ojo. La mujer, con un elegante vestido de seda azul bordado en oro, debía de rondar la madurez y era bastante atractiva a pesar de la nariz, quizás un poco larga para considerarla una belleza. Un sencillo casquete azul le sujetaba el cabello oscuro, largo hasta la cintura, pero lucía un ancho collar de oro y gotas de fuego —unas piedras preciosas muy raras y valiosas—, con una pulsera a juego, así como anillos con gemas en casi todos los dedos. Mientras que Masema parecía listo para abalanzarse sobre algo, enseñando los dientes, ella hacía gala de una gracia y una reserva majestuosas.

—… tantos os siguen dondequiera que vais —estaba diciendo la mujer—, que el orden se fue al garete cuando llegasteis. La gente ya no está a salvo ni tampoco sus propiedades…

—El lord Dragón ha roto todas las leyes establecidas, todas las obligaciones estipuladas por los mortales. —La voz de Masema sonaba acalorada, pero debido a la intensidad, no a la ira—. Las Profecías dicen que el lord Dragón romperá todos los vínculos que atan, y así es. El resplandor del lord Dragón nos protegerá contra la Sombra.

—No es la Sombra la que amenaza aquí, sino los cortabolsas, los rateros y los atracadores. Algunos de vuestros seguidores, muchos, creen que pueden coger lo que quieren de quienquiera que lo tenga, sin pagar y sin permiso.

—Hay justicia en el más allá, donde volvemos a nacer. Preocuparse por las cosas de este mundo es inútil. Pero, de acuerdo. Si deseáis justicia terrenal —frunció los labios en un gesto despectivo—, que así sea. De ahora en adelante, al hombre que robe se le cortará la mano derecha, y el que se meta con una mujer u ofenda su honor o cometa asesinato, será colgado. A una mujer que robe o asesine se la flagelará. El castigo se impondrá si el acusador encuentra doce personas que están de acuerdo. Que así sea.